Escribí este texto en el 2001 para la revista Complot, que dirigía la escritora Norma Lazo. Aquí hablo del fin del mundo que ha ocurrido en diferentes eras y culturas, en oposición al fin del mundo universal que profetizan los medios basándose en charlatanerías de corte new age.
El hombre es el cáncer de la tierra.
—F. Nietzsche
Enmudeció ya el destemplado coro de voces apocalípticas que anunciaba el fin de los tiempos, la destrucción final del mundo apenas asomaran los primeros minutos del tercer milenio: nada más absurdo si pensamos que los dos mil años de historia cristiana no significan mucho para culturas que se rigen por otros calendarios, como el chino, el hebreo y el musulmán, por mencionar algunos. Los mitos y la historia dan cuenta de grandes cataclismos que en su momento debieron parecer el fin del mundo para los pueblos que los sufrieron: las leyendas sumerias —muchas de ellas corregidas y editadas posteriormente por el tenaz equipo de redactores de la Biblia—, indias, mayas, incas, griegas y nórdicas hablan de terribles castigos y venganzas divinas, de diluvios que inundaron la faz de la tierra y acabaron con casi todo vestigio de vida sobre ella, amén de guerras protagonizadas por gigantes y semidioses que viajaban en naves voladoras y lanzaban centellas que devastaban ciudades y reinos —hazañas consignadas puntualmente, entre otros acontecimientos, en textos sagrados y sagas milenarias como el Ramayana, el Popol Vuh y el Kalévala. En otra era, la industriosa ciudad de Pompeya vivió azorada sus últimos momentos mientras la furia del Vesubio la paralizaba, literalmente, bajo un mar de lava; siglos después, la isla melanesia de Krakatoa se desintegraría completamente en medio de la explosión volcánica más espectacular que ni George Lucas sería capaz de imaginar.
Los europeos de la Edad media, por su parte, convencidos de que el fin del mundo llegaría a la vuelta del año 1000, se entregaron a la oración, al desenfreno o a la resignación. Naciones enteras han perecido desde siempre a manos de pueblos más feroces y poderosos. ¿No significó acaso la conquista española el fin del mundo para los orgullosos aztecas y otras culturas americanas? ¿No fue el comienzo del fin del mundo para el Imperio Romano, que veía horrorizado cómo las hordas mongolas le daban una quemante sopa de su propio chocolate? Hubo también un instantáneo y súbito fin del mundo para los habitantes de Hirohima y Nagasaki, pulverizados por una voraz llamarada atómica, y uno desesperante, despiadado para millones de judíos, gitanos, católicos y disidentes de las bestiales dictaduras nazi y estalinista durante la II Guerra Mundial. Ya los turcos, a principios de siglo, habían anticipado tamaños horrores con el exterminio inconcluso de los armenios.
Lejos de una catástrofe única y definitiva, más bien la civilización y el mundo que la contiene parecen desgajarse poco a poco, en tiempos y lugares diferentes. No es que en nuestra época, más que en otras, proliferen las guerras, los genocidios y las calamidades naturales, sino que la intrincada red de comunicación que cubre al globo hace prácticamente imposible no informarse casi de manera instantánea de lo que acontece en el país vecino o en el que se encuentra en las antípodas. La era en que vivimos se distingue también por la conciencia que se tiene del pasado, como si se hubiera arribado a un punto al final de la línea —o de la espiral— desde el cual puede mirarse hacia atrás —pero no hacia adelante: el horizonte del futuro ahora se atisba nebuloso y sombrío. La fe ciega en el progreso del hombre se ha convertido en una incertidumbre pasmosa. Son pocos los hombres que aún creen en el destino feliz de la especie humana: los científicos, los idealistas, los políticos —que sólo creen en el suyo… Basta leer los diarios o sintonizar CNN para percatarse de que la mayoría de los habitantes del planeta sólo esperan, impasibles o apesadumbrados, los inciertos designios de los poderosos o de las fuerzas devastadoras de la naturaleza.
Las guerras, las masacres, las persecuciones, las migraciones forzadas, así como las epidemias y los profusos desastres naturales —muchos de ellos agravados por la conducta depredadora del hombre—, se suceden incesantemente hasta nuestros días: una cadena interminable de tragedias que cuestiona con acritud la historia de las ideas y de la filosofía misma. La razón palidece ante la bestialidad del hombre con su propio género.
El hombre, en la más dramática de sus paradojas, utiliza los más sofisticados descubrimientos científicos y tecnológicos para mejorar, de un lado, su calidad de vida, pero también, del otro, para someter o exterminar a grupos diferentes o enemigos. Las ideologías y los fundamentalismos que sobrevivieron a las grandes utopías —o que renacieron después de su estrepitoso final— tratan de imponerse unos a otros con fiereza. La OTAN bombardeó salvajemente a la Yugoslavia serbia de Milosevic para detener —entre otros fines inconfesables— la matanza de albaneses-kosovares, pero no bien habían dejado de caer las bombas cuando éstos ya empezaban a cobrar venganza con las vidas de los campesinos serbios. Yeltsin y Putin masacran a los chechenos independentistas, recibiendo de Estados Unidos y de las democracias europeas solamente una tibia reprimenda. En Afganistán los irascibles talibanes —que ascendieron al poder gracias a la ayuda norteamericana que recibieron para responder a la invasión soviética— desprecian profundamente a las mujeres y les prohíben ser médicos, abogadas o profesoras, lapidándolas, como en los relatos bíblicos, si no cubren completamente su rostro y su cuerpo con oscuras y pudorosas mantas. En varios pueblos africanos musulmanes la antigua práctica de cercenar el clítoris de las púberes es una costumbre vigente y raras veces cuestionada. Internet está plagado de sitios que incitan al odio racial y religioso y Bill Gates es, por el momento, lo más parecido a los malvados que desean dominar el mundo de las películas de ciencia ficción. En Europa y Estados Unidos los neonazis hostigan y sacrifican a los inmigrantes. Los antiguos mongoles encarnan en tribus de hooligans ingleses y holandeses. Los comunistas chinos alientan la inversión extranjera al mismo tiempo que asesinan a miles de estudiantes que piden un poco de democracia. Los Estados grandes aplastan o se tragan a los pequeños. Los pequeños se matan entre sí con odios novelescos: hutus contra tutsis, sijs contra hindúes, etíopes contra tigres, lacandones católicos contra evangélicos… Naciones enteras carecen de un suelo donde asentarse: kurdos y palestinos son tratados como parias en las tierras de sus ancestros. Esta patética enumeración podría prolongarse hasta el infinito. Es imposible, al menos ahora, pensar en una era próxima de armonía y paz.
* * *
La lógica irrebatible de los acontecimientos prescribe la destrucción paulatina de la civilización, sin que haya nada, por ahora, que nos pueda hacer creer lo contrario. Es cierto que hay miles de organismos humanitarios dispersos por todo el orbe tratando de paliar la miseria, el hambre, la opresión y las enfermedades, pero sus esfuerzos parecen diluirse ante la magnitud del drama. Lo más probable es que la historia de la humanidad continúe así por varias centurias más: un enfrentamiento constante entre fuerzas antagónicas, entre el instinto predatorio y el solidario. La inexorable globalización de la economía y de la cultura —presidida con prepotencia por Estados Unidos— aparece, al decir de sus corifeos, como la última y la mejor opción, a despecho de los idealistas que retoman las raídas banderas de la izquierda sin preocuparse, muchas veces, por enmendar sus errores y atavismos —también de consecuencias lamentables. Sería alentador que los cincuenta mil sindicalistas e izquierdistas que lograron impedir, en Seattle, la inauguración de los trabajos de la Organización Mundial de Comercio se encontraran libres de ellos.
Es cierto que Estados Unidos es el experimento social más novedoso de la historia, empero, a pesar de contar con una población sumamente heterogénea, es dirigido por una elite arrogante que privilegia el crecimiento y la acumulación de capital por encima de cualquier otro bien. El capitalismo salvaje, o neoliberalismo, pugna insistentemente, y hasta ahora con éxito, por la desaparición del Estado benefactor dictando rígidas consignas económicas a los países pobres. Los programas de asistencia médica, sociales, educativos y culturales van debilitándose o desapareciendo en aras de mayores ganancias. Lejos de alcanzar el prometido y ansiado bienestar económico que prometen empresarios y políticos, el desempleo, la pobreza y el crimen atenazan a países enteros sin que nada pueda detenerlos. Pero la maldición se vuelve poco a poco contra sus amos: la decadencia y la pobreza moral se enseñorean en la Unión Americana, y la violencia criminal se convierte en el nuevo credo de escolares desesperados y llenos de odio.
Al parecer, la humanidad no ha encontrado todavía una fórmula de convivencia social que destierre la injusticia y propicie la justa distribución de la riqueza. Los experimentos socialistas se desplomaron bajo el peso del autoritarismo, la burocracia y la ineficiencia: Fidel Castro despotrica contra los yanquis pero vende a sus mulatas a los mejores postores italianos y españoles. El reinado del capital, a su vez, es pródigo sólo en hombres egoístas y ensimismados. ®
[2001]