En el invierno de 2007 el periodista polaco viajó de Moscú a Vladivostok y escribió los reportajes de su libro La fiebre blanca. En su estancia en Moscú describió la vida de raperos, punks, anarquistas y neonazis en las violentas calles de una ciudad asolada por una mafia rapaz y omnipresente.
El vodka estaba tan espeso por la helada que apenas salía de la botella. Moscú tendría que estar soleado y cálido gracias a un sol artificial de un millón de kilovatios. Y tendría que haber sólo cinco millones de habitantes; ningún hambriento ni enfermo de tuberculosis o de cáncer, ni siquiera alguien cansado, así que prácticamente no se necesitaría dormir. Tampoco habría nieve ni coches ni apestosos vertederos de basura en los departamentos.
De toda esta lista, se pudo realizar únicamente este último sueño. Bueno, de alguna forma, porque ahora lo que apesta son los pasillos.
El rap sucio: una fábrica de olores
Una fuerte helada de otoño, una de las primeras, me hace temblar por un momento.
Bebemos entre los arbustos, al lado de un alto edificio de departamentos de unos 700 metros en Marino, barrio dormitorio de Moscú. Estamos sentados sobre unas viejas llantas, frente a una fogata, y de mesa tenemos un gran carrete para cables. Estamos de parranda mañanera. Hoy es el Día del Miliciano Ruso. Es sábado, diez de noviembre de 2007 y uno de nosotros es milico, o sea mient.
Es un compa de Misha Naumov, “el Mani”, un rapper de treinta y dos años del grupo de hip–hop DOB, con el que quedé de verme. DOB constituye el fondo mismo de la escena musical underground de Moscú, llamada rap sucio (al estilo gangsta rap), y aquí en la capital le dicen de cariño griazny riapichik, o sea rapcito peligroso.
El Mani, aunque se las da de muy rudo y fachoso, es bien simpático. Es el único cabrón que conozco que tiene las uñas pintadas de negro y, al mismo tiempo, mordidas. Jeta sin afeitar, lívida por el frío y el vodka, unos cuantos dientes de menos y una calavera en su gandonka (gorro). Como cualquier cantante de rap que se respete, es él quien escribe los textos.
—Acerca de los compas de mi edificio, sobre mi chamba, sobre mi chava y mi’jita —dice y escupe por el hueco que le dejó un diente caído— y también canto sobre que canto, y sobre mi cuate del grupo que se drogó hasta morir, y sobre que chupo con mis amigos el Día del Miliciano.
Al barrio llegó un vato, parece un chingón
Buen valedor, ya sacó pa’l botellón
Es el primer polaco que conozco
Escribe chido, lo reconozco
Respetos
El rapero improvisa, sus amigos lo acompañan marcando el ritmo con las botellas. El Mani registra su vida entera en sus discos. En el barrio sorprenden más las historias sobre las visitas que recibe. Un día su mujer llegó con dos tipos, un inglés y un checo.
—El checo hablaba algo de ruso —dice el rapero—, pero el inglés, nada. Llegaron por azar, por un sorteo. Se quedaron una semana.
—¿Y luego?
—Les di de beber como a reyes: cerveza y vodka. Les encantó. Tenían pensado abrir una fábrica de perfumes en Rusia y querían ver cómo vive aquí una familia promedio, y cómo descansaban sus potenciales trabajadores.
—¿Y luego? —vuelvo a preguntar.
—Decidieron no abrir.
—¿Por…?
—Porque en una sola noche los obreros beben más de lo que ellos estarían dispuestos a pagar por un turno.
La Moscú de hoy es una metrópoli gigantesca con quince millones de habitantes y coches atrapados en los embotellamientos incluso por la noche. El Mani tiene un Volga color crema de veintidós años y no deja de sorprenderse que en su ciudad haya más Mercedes–Benz clase S que en Alemania, donde se producen y cuya población es de 80 millones.
Pero no hay de qué extrañarse, porque en Moscú viven alrededor de diez mil millonarios (en dólares). Lo extraño es que por cada millonario haya un niño sin techo y diez perros callejeros.
Bladi: perros rabiosos
Desde la casa del Mani tengo que tomar un trolebús para llegar al metro.
Bladi subió por la puerta de descenso sólo para bajar primero en la próxima parada. Mientras yo compraba el boleto ella se paró detrás de un estante de periódicos y, rascándose las axilas, observó a cinco milicianos con cascos, armados con ametralladoras, que se pusieron en un estrecho pasillo que conduce a las escaleras eléctricas para filtrar el río humano.
Finalmente detuvieron a un hombre moreno y barbón. Lo pusieron contra la pared y le metieron mano a su mochila. Es justo lo que estaba esperando Bladi. Unos pasos más y ya estaba en las escaleras, y yo tras ella.
Ya en el andén pasó indiferente al lado de unas chicas con pancartas: “¡Ayúdenme! Se me está muriendo mi hijo de cuatro años”, “Se muere mi mamá. Apóyenme con el tratamiento”, “Una caridad para regresar a casa”, “Ayuden a la embarazada”.
Se detuvo al lado del anuncio de vodka Putinki (Kriepkyi jaraktier, miagkaya dusha; “Carácter duro, alma suave”) y bostezó ruidosamente. Se subió al primer vagón.
Ambos estábamos observando con gran curiosidad a un joven cartelero que en pocos minutos entre una estación y otra pegó unos pequeños anuncios de colores por todo el vagón. Los anuncios, dirigidos principalmente a los inmigrantes que llegan aquí en busca de pan y trabajo, ofrecían ayuda para obtener un departamento, permiso para trabajar, cartilla de salud, diploma de cualquier universidad, diversas cédulas profesionales, licencia de conducir, certificados de escuelas y comprobantes de ingresos para obtener créditos. También había otro anuncio que decía: “Otorgamos dinero a cualquier habitante de la Federación Rusa en 30 minutos, sin documentos ni avales”.
La mayoría de los papelitos tenía que ver con el registro de domicilio, imprescindible para vivir en esta ciudad si no tienes aspecto eslavo. Falsos despachos arreglan registros en hoteles e internados escolares. En un despacho por el estilo yo mismo compro un registro cada vez que estoy en Moscú. Tienen sus oficinas en la calle principal.
Pegar anuncios en el metro también es ilegal.
Bladi hizo escala dos veces. En la estación Prazskaya se entretuvo más tiempo. Sacó un sándwich del basurero, le quitó el envoltorio, lo comió, se acostó y se echó una siestecita. Después subió.
Junto con su hermana, obstaculizaron el tráfico por completo cuando, gimiendo de felicidad, se pusieron a jugar en el pasillo subterráneo. Corrían, se mordían, y luego Bladi se puso de espaldas y le enseñó la panza.
No conozco una estación del metro en cuya boca no viva una jauría de perros callejeros. Se mantienen cerca de lugares como éstos porque desde abajo sale aire caliente en invierno y fresco en verano. A menudo son perros grandes y fuertes. Aparentemente cada jauría tiene su propio patio, kínder, hospital y universidad.
En 2001 las autoridades municipales consideraron que Moscú era una ciudad humanista y emitieron la prohibición de dormir a los perros callejeros con una inyección letal. Hay que atraparlos, esterilizarlos y dejarlos en el lugar donde los recogieron. Desde entonces el número de perros aumentó cinco veces, por lo que una expedición a las afueras de la ciudad, donde las jaurías son mucho más grandes, es jugar con el destino.
Los perros vagabundos de Moscú aprenden, generación tras generación, el arte de moverse en el metro sin boleto. En muchas ocasiones tienen un propósito, no como los vagabundos que viajan en el tren de un lado a otro sólo para dormir.
En 2001 las autoridades municipales consideraron que Moscú era una ciudad humanista y emitieron la prohibición de dormir a los perros callejeros con una inyección letal. Hay que atraparlos, esterilizarlos y dejarlos en el lugar donde los recogieron. Desde entonces el número de perros aumentó cinco veces, por lo que una expedición a las afueras de la ciudad, donde las jaurías son mucho más grandes, es jugar con el destino. Hace tres años una banda de perros se comió a su cuidador casi por completo, pero el profesor del Instituto de Ecología de la Academia de las Ciencias anunció que, gracias a los perros, Moscú no tiene problemas de rabia, porque los perros no dejan entrar a los portadores a la ciudad.
—Es la cosa más estúpida que escuché en toda mi vida —dice Yevguenyi Ilinskyi, jefe de la única organización en el mundo en defensa de los derechos de los animales que lucha por “dormir” a los perros.
Punk rock: guerra fría
La energía del sol artificial sobre Moscú es apenas una chispa comparada con lo que logró encender el País de los Consejos sobre Tierra Nueva en el Mar Ártico. En 1961 pusieron a prueba la bomba nuclear más grande del mundo, sobre ese archipiélago. Tenía la potencia de 50 megatones, lo que equivale a 50 millones de toneladas de TNT, y que en el momento de la detonación liberó una energía semejante a seis centésimas de la potencia térmica de nuestro sol.
En ese tiempo Moscú estaba preparada incluso para un ataque de este tipo, si la gente permanecía debajo de la tierra, en los túneles del metro. Por ejemplo, desde la estación Taganskaya se puede pasar al “Taganka”, o sea bajar 62 metros al Punto Principal de Comunicación Militar de Emergencia, escondido bajo la faz de la tierra, que ademásestá protegido por paredes de veinte metros de ancho y una puerta de hierro que pesa tres toneladas.
Son cuatro edificios subterráneos de dos pisos en los que cerca de mil dignatarios políticos y militares soviéticos hubieran podido sobrevivir durante tres meses. Con la condición de que hubieran obedecido el reglamento interno que está pegado en la pared. Punto ocho: “No dejarse llevar por el pánico”.
Yo llegué hasta aquí para el cumpleaños de la hijita de un oligarca de Moscú. A este tipo de jóvenes los rusos les dicen con desdén mazory, a partir de la combinación de dos palabras: maladoy burzuy, un pequeñoburgués eslavo.
La música y el local para la fiesta los pagó el padre de la festejada.
A mí me invitó Dima Spirin, “el Sid”, de treinta y dos años, líder deTarakany, o sea cucarachas, una banda de punk muy pesado. El Sid, muy propio, tierno y culto, lleva puestos aretitos por montones y tiene numerosos tatuajes. Un anillo de calavera, otra calavera en su gorro, una más en la sudadera y una novia igualita a él. Son de lo mejor del rock ruso, aunque no aspiran a una gran carrera.
—Me gusta la vida ligera y sin demasiado trabajo —dice—. Así es desde que en marzo de 1993 dejé la escuela y fundé Tarakany. Todavía estaba la autoridad soviética, pero ya había perdido sus dientes. Todo el mundo hacía lo que quería, y con los chavos ocupamos el sótano que quedó del Hotel Arbat en el centro de Moscú, le pusimos un candado, trajimos nuestro equipo y empezamos a tocar. Estuvo divino. En los sótanos nació una nueva vida.
La vida en los sótanos nació también en la provincia, cerca de Moscú. Allí los chavos se la pasaban haciendo fierro, esculpiendo sus músculos hasta que se raparon las cabezas y salieron a las calles.
Los llamaron gopniki, que viene de un término que se refiere al bandidaje. Son tipos parecidos a los gitovcy (representantes del movimiento contracultural de los años setenta en Polonia). Tenían alergia a los jipis, a los punks y al resto de los greñudos, pero también a los vagabundos y a los inmigrantes no eslavos que después de la desintegración de la Unión Soviética empezaron a fluir hacia Moscú.
Otra vez la cosa se puso horrible. A los gopniki los respaldaron los bandidos y así, en pocas palabras, se formó la famosa mafia rusa.
Cada iniciativa que dejara la más mínima ganancia, aunque se tratara de un puesto callejero de verduras o una banda de rock, tenía que pagar krysha, “techo”, “tapa”, una cuota por protección a la mafia rusa.
Solamente Alosha Puliakov se negó. Era guitarrista de Pochta Mongolska (Correo de Mongolia), una banda anarcopunk que en 1992 fundó Atriashka, el primer club en Rusia. Al año siguiente lo mataron y el club decayó.
—Ahora está más leve —dice el Sid. El Kriminalitiet (la clase criminal) se ha ocupado del negocio del carbón, del gas, del acero y de la industria armamentista, por lo que no tenemos mucho que ver con ellos, mientras que los dueños de los clubes donde toco hasta siguen pagando por protección.
Hay muchos bunkers como el Taganka cerca de Moscú, pero sólo éste fue puesto en subasta y se vendió. Las autoridades ya no podían arreglar ni mantener bien el edificio.
La chanson rusa: música bandida
No sólo el rock salió del underground durante la Perestroika. También la música blatna, o sea la música folk de la vida criminal, de los bandidos, de los presos, de los gulags. Los comunistas la odiaban, porque se limpiaban los zapatos con la democracia soviética. El primer festival lo permitieron apenas antes de la agonía de la URSS en diciembre de 1991, después de haberle cambiado el nombre a Festival de la chanson rusa.
En cada taxi ruso o cabina de camión ponen la chanson rusa a todo volumen. Los personajes de rock de este reportaje venden tres mil discos, la élite musical rusa treinta mil, mientras que los chansonistas venden 300 mil, un millón, tres.
La palabra blatny probablemente viene del yiddish, después cambió a blat (sangre) o blatt, “hoja” en alemán. Cuando los bandidos llegaban a Odessa a robar el almacén de un judío o de un alemán demandaban su blatt y un “acuse de recibo” por recoger el material. Así que los comenzaron a llamar blatny.
El anarcopunk: el síndrome de un campo de batalla
—Paguibayet Rossiya (“Rusia se está muriendo”) —dijo sombríamente en el café donde nos vimos.
Le puse enfrente un café americano y un pedazo de pastel muy nice, con rallado de almendra tipo flamenco.
Por un largo rato me estuvo contando sobre el primer McDonald’s que abrieron en Rusia hace 17 años en la calle Tverska. Se pasó toda la noche viendo por la ventana cómo se juntaba la gente que, aunque estaba agotada, seguía ahí parada sólo para comerse un pan con carne molida. Por primera vez pensó que estaba muriendo. Tenía cinco años.
Pit cursó filosofía y teología en la Universidad de Moscú. Me pidió que no mencionara su nombre. Su grupo, Ted Kachynski (nombre del terrorista estadounidense Unabomber), se fue al underground. Organizan conciertos cerrados sólo para sus círculos de fans y en sus fotos en internet aparecen con el rostro tapado.
Apenas tiene veintidós años y es el enemigo número uno del concepto de raza; desde hace cuatro años vive con una sentencia de muerte por parte de los fascistas moscovitas. Claro que esto no sólo se debe a su madre coreana y a su padre del Cáucaso.
Pit es un ícono de todos los punks locales, miembros de organizaciones antifascistas, ecologistas, anarquistas y militantes antiglobalización.
Hace dos años, junto a su sentencia de muerte apareció una foto suya con su domicilio. Desde ese momento no pasa un mes sin que en la calle lo golpeen los fascistas, los skinheads o los seguidores del Spartak de Moscú, del CSKA o del Dínamo. Empezó a llevar un cuchillo en la bolsa.
—En 2001 los nazis iniciaron una guerra contra los punks —dice—. Se ha derramado sangre. En la calle, durante los encuentros en los clubes y en nuestros conciertos. Se trata de destruir la simbología del enemigo. Ellos van sobre los inmigrantes y vagabundos, mientras que nosotros los defendemos. Los punks y todos los “antifa”, o sea sus partidarios, respondieron de la misma manera.
Las bandas fascistas más radicales son Korozya Metalu (Corrosión de Metal) y Kolovrot (Torniquete). La primera de ellas es más cercana al Partido Nacional Bolchevique y la segunda a los hitlerovcy, o sea a los nazis. A menudo organizan conciertos durante los que hay que garantizar la protección. Después del evento los grupos de soporte no se disuelven y así es como surgen grupos de combate en el underground. La derecha fascista tiene los grupos más potentes a la hora de reclutar soldados, entre ellos, a los skinheads y a las barras de fútbol.
La víctima más reciente de esta guerra es Ilia Borodayenko, de veintiséis años. El 26 de junio de 2007 fue reventado a golpes con varas de hierro durante el asalto a un campamento a la orilla del río Angara, donde los ecologistas y los anarquistas estaban protestando en contra de la construcción de otra planta de energía nuclear.
—Las organizaciones fascistas nacieron a la mitad de los años noventa —cuenta Pit—, cuando a Rusia llegó una oleada enorme de inmigrantes. Y son gente más salvaje que los rusos en el extranjero. Si dañas a uno, todos sacan cuchillos. Apañaron todo el comercio en Moscú y crearon varias mafias, obviamente brutales, pues son unas bestias. Ahora súmale a eso que tienen otra apariencia, hablan otro idioma, y que cuando empezó la guerra en Chechenia, la tele mostró cómo mataban a los soldaditos rusos. En mi salón todos los chavos pertenecían a las bandas nazis. Excepto yo. Con el tiempo se volvieron unos engendros. Nazi–punks, nazi–rastas, e incluso nazi–niegrys. Su héroe es el vándalo futbolero Eskimo.
—Hubo unos helados con ese nombre —recuerdo.
—A güevo, sabor vainilla cubiertos de chocolate; él también es negro por fuera y blanco por dentro.
Los amigos de Pit ganaron como aliados del otro lado de la barricada a los skinheads antifascistas, a los skinheads rojos y a los skinheads apolíticos.
Las organizaciones fascistas nacieron a la mitad de los años noventa —cuenta Pit—, cuando a Rusia llegó una oleada enorme de inmigrantes. Y son gente más salvaje que los rusos en el extranjero. Si dañas a uno, todos sacan cuchillos. Apañaron todo el comercio en Moscú y crearon varias mafias, obviamente brutales, pues son unas bestias.
Pit dice que sus amigos anarquistas le consiguieron una lista de los líderes de las organizaciones fascistas de Moscú. La mitad no tiene apellidos rusos. Son jóvenes que provienen de Pakistán, Kirguistán, el Cáucaso e incluso de Chechenia, pero ellos son ya una segunda generación de inmigrantes que, como él, no conocen ni una sola palabra en su lengua materna.
—Si vieras cuántos apellidos judíos.
—¿Por qué les interesa esto? —lo interrumpo.
—Porque no los entendemos —responde Pit—. Le pregunto a uno: “¿Por qué estás con ellos si eres morenito como yo?”, y él me dice que sus ancestros eran de Bulgaria, Croacia e Italia. Nunca admitiría que vienen de Bakú o de Dusambé.
Pit es muy nervioso, un intelectual atemorizado, tiene SEPT, o síndrome de estrés postraumático que sufren los soldados después del regreso de la guerra. Por buena gente me da un sinfín de consejos antes del viaje.
—La regla de oro es no creerle a nadie. No hablar con nadie en el camino, y, Dios no lo quiera, beber vodka. No salir en la noche, no detenerse frente a los bazares y no rentar depas de las mujeres que están paradas frente a las estaciones. En Rusia somos salvajes, muy agresivos. Si en medio de la nada se te chinga el carro, y ya está cayendo la noche, métete al fondo del bosque. Ahí acampas.
—El invierno está cerca.
—Al bosque te digo; con lobos, no con gente.
Heavy metal: putas, tocadas y chupe
No llega. Después de una hora llama para decir que se le hizo tarde; vendrá en cuarenta minutos.
—Ya estás una hora tarde —le digo midiendo mis palabras.
—Y serán cuarenta minutos más.
Sesenta, fueron sesenta. En total, dos horas. Entró al café y ni siquiera se disculpó. Jeans, una chamarra verde, güero, pelo largo, barba. No parece fascista. No aprieta la mano al saludar. Pero sonríe feo y su cara nunca cambia de aspecto, como la gente con parálisis del nervio facial.
Sergei Troicki, conocido como “el Pauk” (el Araña), es líder y fundador de Korozya Metalu, adoradísima por los skinheads y por los fascistas. Tiene cuarenta y un años.
Tenía dieciocho cuando en 1984 lo rechazaron en la universidad sólo por tener el pelo largo. Fundó una banda, aunque eran los peores tiempos para las bandas de rock de la escena underground, porque estaba Yuri Andropov en el poder, el ex jefe de la KGB que por suerte se murió trece meses después de su coronación.
La madre del Pauk es dentista, el padre es profesor de filosofía.
—¿No les molesta que su hijo sea fascista? —pregunto.
—¿Por qué debería de molestarles? —me responde con otra pregunta y ruidosamente sorbe el café.
—En la Unión Soviética y en Rusia, “fascista” era un insulto de lo más bajo. Mataron a veinte millones de tus compatriotas.
—Los comunistas mataron a más y en el ejército de Hitler sirvieron un millón y medio de soldados soviéticos.
Pero tampoco le dan asco. Incluso fue miembro del Partido Nacional Bolchevique (los fascistas rojos), tocó en sus mítines políticos, en sus encuentros y marchas.
Hace muy poco regresó de Siberia, de una gira con su banda.
—Conciertos en once ciudades durante catorce días —cuenta emocionado. Después de cada concierto, el chupe hasta el amanecer, después el tren, otra vez la tocada, el chupe y el tren… Durante la gira cada día tratamos de beber no menos de medio litro de vodka por persona y diferentes bebidas locales. Era para evitar la intoxicación alimentaria, la descomposición psicológica y para estimularnos. Putas, música y chupe son mi vida. Lo más bello.
En Novokuznetsk, un pueblo minero, un fan les dio dos toneladas de carbón. Ahí mismo lo vendieron por cinco mil rublos.
—Después del concierto rentamos unos deliciosos baños turcos y cinco putas —cuenta el Pauk—. En Moscú una buena prostituta cuesta diez mil rublos, pero en la provincia puedes quedarte toda la noche con una top model por 800 rublos (25 dólares). Tres de ellas siguieron la gira con nosotros y durante los conciertos bailaban desnudas en la escena. Eran unas estrellas, pero las corrimos en el camino, porque en cada ciudad queremos putas nuevas.
El Pauk da muchos conciertos en la provincia porque en Moscú no tiene posibilidades de tocar en un espacio grande. Su música está vetada de la radio y la televisión.
—Me encarcelaron dos semanas —se queja—. Por nuestras canciones. Por llamar al alboroto nacional, incitar al odio racial y a la violencia. No mames. La música es abstracción pura, no se debe tomar literalmente.
—Cantas sobre clavar una estaca en el pecho de un negro. ¿De qué abstracción hablas?
—Sí, como clavársela a los vampiros. Abstracción pura, pues los vampiros no existen.
—Tus fans lo entienden perfectamente, andan por las calles y madrean, incluso matan a inmigrantes y estudiantes africanos.
—No es mi culpa que me malinterpreten.
El rock patriótico: el Zarato Presidencial
—Está fatal en Moscú —Valiery Naumov también quiere espantarme—. En el salón de mi hijo, de 34 niños 17 son extranjeros no eslavos. ¡La mitad! Cuando yo iba a la escuela en mi grupo había uno. Aquí en Moscú la tierra es más cara que en Londres, y ellos lo compran todo. Sus palacios los calientan con el dinero en los hornos, mientras que el país se muere.
—Lo sé. Cada día mueren en Rusia 1,500 personas. Es una catástrofe demográfica, más aún porque las rusas no quieren tener hijos, pues estorban en el trabajo.
—La televisión es el enemigo número uno. Y las drogas, la pepsicola, el McDonald’s… Y todo ese afán prooccidental desprovisto de ideología, el peor de los males de la humanidad está escurriendo de las pantallas y no anima a tener descendencia. Dicen que si quieres destruir al enemigo tienes que criar a sus hijos. Y de tal forma los está criando la tele que lo único que les importa en la vida es el dinero.
Habla de la generación que nació en los años ochenta y que en Rusia se llama con desdén pepsikolny.
Valera es líder de Iván Carevich, una banda de rock folk que se remite a la tradición medieval rusa. En ocho años aún no han podido entrar a los grandes escenarios. Tocan vestidos con pieles, cotas de malla y utilizan espadas. Su más grande éxito es “Rossiya vpieriod”. Primero por las tierras, por la fe, por los Urales, aunque Crimea ya es otro país, cosa que algunos rusos aceptan con dificultad. Lo que es cierto es que difícilmente le puedo negar la razón en cuanto a la televisión rusa. Copia los patrones occidentales como puede, pero sin duda ninguno que tenga que ver con los estándares informativos. Superó a todo el mundo en cuanto a ideas de tareas para los participantes de los reality shows, que por dinero meten el culo en pasteles, comen estiércol, carroña, cucarachas vivas…
—Hasta que llegó Putin al Zarato Presidencial y permitió el patriotismo, la cosa se puso más leve —dice el líder de Iván Carevich.
Se convirtieron en la estrella del Festival del orgullo ruso que organiza el partido de Putin, Yedinaya Rossiya.
—Entre más escuche la juventud nuestra música, menos pepsicola tomará. Pero no lo estamos logrando porque todo el show business de Moscú es una mierda. Si no pagas con generosidad no tienes chance de entrar a la radio o a la tele. Dos, tres personas deciden lo que le gusta a la nación. Y al güevón del ruso, acostado en el sofá, tomándose una cerveza, lo puedes hacer engullir lo que sea.
El rock ortodoxo antiguo: autocensura
En Rusia desde los tiempos soviéticos ha habido necesidad de “consultar el contenido de los textos con los órganos ideológicos”. Sólo que ahora hay que hacerlo en una oficina local del Servicio Federal de Seguridad, anteriormente conocido como la KGB, y en cuyo territorio será el concierto. Los greñudos también cambiaron de nombre. Ahora se llaman mazefakery (motherfucker pronunciado a la rusa).
—Antes del concierto recojo los textos y los llevo adonde hay que llevarlos —cuenta “la Pulia”—. Les pido que para los conciertos en lugares públicos escojan rolas que no inciten a la violencia, al nacionalismo, y sin “mata”, sin groserías.
—Los punks no saben hablar de otra manera —me preocupo.
—Ni modo. “Ubiy mienta” (mata al tira) no pasará.
Pulia significa bala, proyectil, cartucho. Y así es. Rápida, aguda, como un cohete, animada, pendenciera e impetuosa. Esbelta y fina, pero no frágil. Tipo hipster. Treintona. Es directora del Centro Juvenil de la Cultura de la Santa Princesa de Petersburgo. El centro es un cobertizo de madera en la plaza del barrio de Bibirevo, donde están construyendo el templo ortodoxo De Todos los Santos Moscovitas. El padre Sergei, párroco local y ex jipi, acogió el centro cuando después de varios años de guerra la milicia corrió a los jóvenes del sótano que habían ocupado desde 1994.
—El padre sabe por su experiencia —cuenta la Pulia— que cuando los jóvenes se ocupan de la poesía, la pintura y la música, sin duda habrá drogas y también alcohol. Sin Dios no hay de otra. Sobre eso canto. Y acerca de que hicieron una tienda y un putero con nuestro sótano. Ahora yo tengo un juicio abierto por manejar un negocio ilícito que pretende ser actividad cultural.
La chica es líder y vocalista de la banda La Cruz del Sur. Dice que tocan rock ortodoxo–antiguo.
Andrei, un golpe seco
El club de Jerry Rubin en el sótano número 62 en Leninski Prospekt (el Prospecto de Lenin) es un lugar sagrado para los antifa moscovitas, toda la juventud pensantey radical, y antifascista. Para todos los rebeldes de Moscú, luchadores por una causa justa —derechos humanos, pero también la libertad para los conejos, ratones y ratas de laboratorio. Más de una vez entraron por la fuerza a plantas procesadoras de aves, mataderos, centros científicos, para liberar a los animales y demoler los laboratorios.
Aquí el Sid y su Tarkany empezaron una carrera en la escena underground, pero actualmente el punk másbravucón es el joven Pit de la banda Ted Kachynski.
Ocuparon el sótano en 1992. Su santo patrono es Jerry Rubin, ideólogo y líder de los jipis y anarquistas estadounidenses. Es más como una casa o, mejor dicho, el sótano de la cultura; el underground de la cultura alternativa, la no comercial. Sin seguridad, sin guardarropa, sin entradas.
—Tampoco hay un bar —dice Andrei Otis Gonda. Los antifascistas no beben, no fuman, no toman drogas, porque para ser radicales tienen que estar activos, sobrios.
Andrei llegó a Moscú para estudiar veterinaria todavía en la época soviética, pero en 1995, dos meses antes de titularse, dejó la universidad. Me explica que veterinaria es una rama del conocimiento que sirve para la crianza de animales para después matarlos y comerlos.
Así que trabajó de portero, de tendero en una tienda nocturna, de maestro de francés, de inglés y de educación física; de administrador, de entrenador de karate, aikido y tai–chí; de constructor y de vendedor ambulante. Hace un par de meses quebró rotundamente otro de sus negocios. Pero se casó, tiene hijos. Para ahorrar comía en un comedor para fieles Hare Krishna. Trabajaba más de la cuenta y terminó en el hospital por agotamiento del organismo y crisis nerviosa.
Fue cuando los corrieron de la casa. Vivían en un sótano con niños chiquitos. Después se mudaron a un garaje en el que Andrei puso una estufa de hierro fundido. Y pasó lo peor. Le robaron sus documentos en el metro.
Cada dos, tres días pasaba varias horas en comisarías, hasta que se asqueó, repitiendo la misma historia una y otra vez. Quién es, de dónde viene, dónde están sus documentos, dónde vive, con quién, de qué vive, cuál es su domicilio…
—La mayoría de las veces me agarraban en el metro —dice—. Se paran en un lugar que no puedes evitar, y a mí es fácil notarme.
—¿Por qué? —pregunto estúpidamente.
—Porque tengo negra la jeta.
—Puedes ponerte capucha.
—A esos los agarran más. Los pescan entre el río de gente indocumentada, a los kavkazki, y cuando se topan con una jeta realmente negra, tipo africano, la revisión es segura. Siempre me amenazaban con la deportación, cuando ni siquiera tengo para una mordida. Entonces me obligaban a abrir mi mochila. Durante muchos años fui vendedor; me sacaban lo que querían y me mandaban a la chingada. Algunos se mostraban decentes, pero había quienes me lo quitaban todo, una catástrofe.
—¿Qué tipo de material?
—Cosméticos o discos con música. Una vez me robaron justo saliendo de un almacén. Un golpe seco. Regresé a casa… en la puerta mi mujer me preguntó por las medicinas para mi hijito. Tenía que comprar algo de comer, porque no había nada en el refri. El peor día en mi vida. Quería acabar conmigo, pero me faltó valor. Pasé todo el día vagabundeando por la ciudad y buscando cosas terribles.
—¿Cómo qué?
—Buscaba la muerte. Pero encontré este club. Nunca en mi vida había oído hablar de Jerry Rubin, pero entré, porque era gratis. Estaban proyectando una película sobre el Che Guevara.
Se enamoró del lugar. Desde hace varios años guarda el orden en el club, da clases de karate, aikido y tai–chí.
En 2002 le dieron la nacionalidad rusa.
—Cuando finalmente tuve los documentos en la mano, al poco tiempo pararon las revisiones.
El rap gangsta: por un puñado de dólares
Hacen una pareja de lo más rara. Un poco como el gordo y el flaco de jóvenes. El pequeño–flaco tiene veintisiete años, un rostro muy pálido, mientras que el grande–gordo tiene veintinueve, los pies del número 49, pelirrojo y pecoso. Uno es georgiano de Sujumi, en Abjasia, y el otro judío ucraniano de Donetsk. “El Midget”, o sea Zurab Sharabid, es rapero, y “el Iceman”, es decir Sasha Wiseman, es el director —como dicen— del grupo unipersonal de artistas, su mánager.
—Como judío, el comercio y la diplomacia los llevo en la sangre —se ríe escandalosamente. Me va muy bien de kreativshchik, de creativo…
—Diseñador —le corrijo.
—El diseñador diseña la moda, yo diseño estrategias, lanzamientos, yo me la rifo, marco la tendencia.
Se me hizo muy difícil comprender su última creación. Era más o menos así: Stim, un rapero del muladar de la gran estrella Sieryoga, el grupo rival de hip–hop, no le pagó por el bling que el Iceman le mandó a hacer en una joyería. El bling es la marca registrada de un músico, un artefacto decorativo que se porta en una gran cadena de oro, del cual ningún rapero puede prescindir. Cuando por fin el Iceman pescó a Stim y le exigió el dinero, éste le devolvió el bling. Una ocasión así no se puede dejar pasar. El Iceman relató la historia inmediatamente en una entrevista para un periódico musical en internet.
—El rapero es una autoridad para los fans —dice—. Los chavos lo escuchan, lo imitan, mientras que yo le eché a perder la imagen. No importa que hiciera una mamada, ¡lo que sí es que devolvió el bling! Un rapero que pierde su bling pierde su honor. Pero para él no es nada. ¿Sabes por qué?
—¿Por qué?
—¡Se rasura las piernas! ¡Un hombre! Eso también lo conté en internet.
—Oye, no capto… ¿Es una metáfora?
—¡No! ¡Él literalmente se rasura las piernas! —el Iceman se ríe a carcajadas—. ¿Cómo un hombre se rasura las piernas? Menos siendo rapero. Yo lo vi con mis propios ojos, porque estuve trabajando con Stim y Sieryoga. Éramos amigos, ahora me amenazan. Me dijeron que si hoy aparecía en el club me darían una putiza. Yo no soy igual a Sieryoga. No tengo su fama ni su dinero, ni siquiera sus parámetros físicos. Él era boxeador y todo el tiempo levanta fierro.
—Lo hacen sólo por mercadotecnia —descubro.
—El rap se nutre de conflictos. De la guerra, de los pedos, todos escriben de una batalla. Ellos sólo pueden perder, y yo ganar. Yo gano incluso si me matan. Seré héroe. Escribirán canciones sobre mí. Por lo menos el Midget.
Para qué lo dice si sabe que no da para ser héroe. Lo pudo haber sido en Donetsk, de donde viene y donde tuvo un pleito con los gángsters, pero huyó de la ciudad y del país.
Llegó con cien dólares a Moscú en 1999. Cuando el dinero se acabó terminó en las calles. Pasaba hambre. Vivió medio año en la escalera de un edificio. Le daba de comer un georgiano del último piso. Así conoció al Midget, que le ayudó a conseguir chamba en el lavado de coches. Ahí lograron capitalizarse y se dedicaron al rap.
—Y para estar en paz —dice el Iceman. Pero con mi jeta colorada y mi tamaño es imposible. Siempre que salgo con mi chica se arma la bronca. Siempre con los caucásicos. La insultan, la provocan, la acosan. Siempre se portan de una manera grosera. Estoy harto. No soporto a los caucásicos.
—Sasha, un poco de piedad. El Midget es del Cáucaso. Está aquí con nosotros.
—Él es diferente. Los georgianos del Cáucaso se saben comportar, son gente inteligente.
—Yo sé por qué es así —interrumpe el Midget. En Georgia todos los bandidos buscados por la justicia se vienen a Moscú; es tierra de grandes oportunidades, también para ellos.
La familia del Midget tenía siete dólares cuando llegó aquí. Por ser georgianos tuvieron que huir de Abjasia. Escogieron al mismo país que ayudó a correrlos de su propia casa.
El rap mazorski: el Terrible Boulevard
El Iceman recibió la nacionalidad rusa el año pasado, pero el Midget, como georgiano, no tiene posibilidades. Cada año tiene que comprar la constancia de domicilio falsa por nueve mil rublos (285 dólares). Los demás extranjeros pagan sólo mil.
Cruzamos la ciudad en el viejo y hermoso Lincoln del Iceman y recogemos a los chavos para un strielka (pleito). Se suman otros coches. A medianoche estamos enfrente del club Zara (calor) en el Terrible Boulevard. Es un local muy fresa y caro que cuenta con ropa selecta para hiphoperos (mazorovie).
El Iceman reparte las revistas para mujeres a los muchachos. Hay que enrollarlas muy apretadas y ya tienes un arma eficaz, mas no aguda, que tiene una potencia de golpe parecida a un palo de madera. Es el invento soviético de las fuerzas especiales, muy popular entre los bandidos de Donetsk.
Los amigos del Iceman y del Midget no tienen apariencia de zakapiory, o sea maleantes de los barrios periféricos. Son unos clones fallidos de los tipos de Nueva York, mazory de plástico, hijitos de papis oligarcas, en sofisticados atuendos hiphoperos. Los fans del Midget.
Son los que imponen la moda musical en Moscú, porque tienen plata para visitar los clubes de lujo con frecuencia. Ahora reina el rap mazorski, también llamado rap de club, además de su versión pop, R’n’B.
Esperamos a la brigada de Sieryoga y Stim, castañeteamos los dientes de tanto frío y yo les cuento cómo habría de haberles calentado y alumbrado un sol artificial arriba de Moscú a finales del milenio pasado.
Los autores de Reportaje desde el siglo XXI, que murieron en los años setenta, escribieron un libro basado en conversaciones con científicos de la Academia de Ciencias de la Unión Soviética. Es donde nació la idea de enviar hacia arriba ondas electromagnéticas a través de unos enormes espejos. Veinte, treinta kilómetros arriba de la tierra los rayos se habrían cruzado y habrían encendido un sol artificial de ardientes partículas de nitrógeno y oxígeno.
Habría habido luz las 24 horas, pero sin ocasionar daño a los habitantes de Moscú, porque la medicina habría resuelto el problema del cansancio para ese entonces. Además de todo, en la amistosa y opulenta capital de cinco millones de habitantes —sin coches (habría estado prohibida su entrada a la ciudad) ni nieve en las calles calentadas eléctricamente— se habría podido trabajar sin parar. En los años cincuenta los científicos calcularon que para quitar la nieve de las calles rusas se gastaba la misma cantidad de combustible que en la campaña de cosecha.
Después de una hora de espera, quedó claro que los contrincantes del Iceman y del Midget no iban a llegar. Los chicos me invitan al club, pero yo había jurado no entrar jamás a un local donde se reservan el derecho de admisión (en ruso: fizkontrol).
—Se fijan si estás vestido adecuadamente y si tienes suficiente para comprar algo en el bar.
—Si no tuviera una mano o fuera jorobado, o minusválido tampoco me dejarían entrar —me enfurezco—. ¡Pinches raperos de mierda! ¿Por qué lo permiten? Es una mamada peor que el racismo.
—¿Imagínate que dejaran entrar a los mal vestidos, apestosos y minusválidos? —el Iceman se pone a la defensiva. El lugar debe ser alegre. A mí no me gustaría bailar con un minusválido.
—Pero dejan entrar a los enanos —notó el Midget.
—Los enanos son buena onda.
—Pero los minusválidos se ven tristes, si al menos fueran alegres…
Al día siguiente en internet se corrió el chisme de que a Sieryoga y a Stim les dio miedo. Dos días después, cuando el Iceman y el Midget regresaban a su casa por la noche, ya los estaban esperando cinco hombres con los rostros cubiertos. Mientras los madreaban entre cuatro, el quinto estaba filmando. A la mañana siguiente estaba en internet.
Tres semanas después, antes de partir para Siberia, fui a visitar al Midget al hospital.
—Moscú es la mejor ciudad para despegar, para hacer carrera y dinero —susurraba entre sus vendas el joven georgiano—. Hermosa ciudad. La amo. Me enseña cómo vivir, me nutre y hasta me castiga. Amo a Moscú más que todos los nacionalistas juntos. Ni siquiera tiro basura en las calles. ¡La amo tanto!
Ahora trasladémonos al futuro lejano y demos un paseo por una de las calles moscovitas del siglo XXI. ¿Sienten la pureza del aire, impregnada de prados y de bosques? No sólo es el gran número de parques y plazuelas. Estamos a las orillas del río de Moscú. Miren, podemos contar todas las piedras en su lecho. Cardúmenes de peces de color oro y platino pasan entre las algas. El río ya no lleva aguas negras. Se las limpia en su lugar de origen. Todos los residuos se usan para fines apropiados, mientras que el agua limpia, enriquecida previamente con oxígeno, llega al río. —Reportaje desde el siglo XXI, 1957. ®
“Perros rabiosos” es el capítulo 3 de La fiebre blanca, del periodista polaco Jacek Hugo–Bader, publicado en México por La Mirada Salvaje / Surplus, 2014. Traducción de Anna Styczyńska, quien amablemente nos dio permiso para reproducirlo.