En su libro En qué creer y otras historias heterodoxas Otto Granados Roldán publica una selección de textos periodísticos en los que trata asuntos tan diversos que van desde el mérito y la corrupción hasta el terrorismo y la religión, pasando por el desencanto de la democracia y los valores en política.

El trabajo periodístico que se presenta en artículos es un ejercicio importante debido a que, para expresar una opinión fundamentada que sea un aporte a la discusión pública, se requiere de rigor, investigación, capacidad de síntesis y claridad.
Durante décadas Otto Granados Roldán se ha dedicado a publicar en la prensa sus reflexiones sobre diversos temas, en un ejercicio que le ha servido lo mismo para su actividad política que para su posterior trayectoria en la academia.
Recientemente Granados Roldán publicó el libro En qué creer y otras historias heterodoxas (Cal y Arena, 2024), una selección de cuarenta textos periodísticos publicados en este siglo en los que trata asuntos tan diversos que van desde el mérito y la corrupción hasta el terrorismo y la religión, pasando por la situación de la democracia y los valores en política.
En ese libro el autor escribe: “La discusión sobre ética y vida pública es, desde luego, una de las asignaturas pendientes fundamentales para México, pero no habrá una real transición, no tendremos una cultura cívica fuerte, no seremos un país competitivo ni una democracia asentada si no le damos a estos temas la centralidad que tiene”.
Sobre algunos de los asuntos planteados en el libro conversamos con Granados Roldán (Aguascalientes, 1956), quien es maestro en Ciencia Política por El Colegio de México y ha sido académico del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey. Autor de al menos una docena de libros, ha colaborado en medios como Reforma, El Universal, La Razón, Milenio y El País. En el servicio público fue director de Comunicación Social y Vocero de la Presidencia de la República (1988–1992), gobernador de su estado natal (1998–1998), secretario de Educación Pública (2017–2018) y embajador de México en Chile, entre otros cargos. También fue presidente del Consejo Asesor de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura, además de que ha sido condecorado por los gobiernos de España y Chile.
—¿Por qué hoy esta recopilación de poco más de 40 textos que dan buena idea de 20 años de su trabajo periodístico, en el que, como usted señala, se han unidos dos pasiones: la comunicación y la política?
—Por varias razones, la primera de ellas es que quizá mucha gente no sepa que yo empecé mi recorrido profesional en el análisis y en el periodismo de opinión hace muchos más años que los de los textos reunidos en este libro. Pensé que era un buen momento para seleccionarlos en este momento porque reflejan una relación entre dos preocupaciones: razonar, pensar, estudiar y reflexionar para actuar en el pantanoso terreno de la realidad política.
Aunque decirlo suene un poco anticuado en estos tiempos de conversación pública superficial, mentirosa y frívola, esa combinación me ayudó a adquirir gradualmente un saber ordenado y tratar de aprovecharlo en la práctica, que es un poco la filosofía que subyace en este libro, que puede parecer un poco raro y provocativo porque aborda temas lo más alejados posible de la coyuntura en la que estamos.
Sigo mis intereses más personales, mis preocupaciones intelectuales y políticas más profundas para buscar llegar al hipotético lector con cuestiones intemporales y que puedan llevarlo a un nivel de reflexión distinto, a explorar en qué creer en ese escenario incierto, impredecible y misterioso que es la vida.
Espero que el libro tenga lectores, en los que aspiro a dejar una visión, una interrogante, una inquietud que ayude a dotar de sentido o, más modestamente, a introducir uno que otro elemento que nos ayude a entender el caos de la vida contemporánea, a darle cierto orden y a correr el tupido velo detrás del cual aparezca, con todo, una luz de optimismo.
El periodismo es una actividad en esencia política porque, al final del día, que relate los hechos con la mayor objetividad posible hace que uno tome posición respecto de los acontecimientos.
—Me pareció muy interesante cómo vincula el periodismo con la política. Cita usted una frase de Judith Butler, quien dice que “el periodismo es inevitablemente un lugar de lucha política”. En esa dirección, ¿qué forma de política es el periodismo?
—Bien llevado, es un actor muy importante en términos de, en primer lugar, ejercerlo con la mayor dosis de libertad posible. Eso me parece un elemento fundamental, así como la independencia.
Hacer un buen periodismo se convierte en un contrapeso de la vida política, de los poderes institucionalmente establecidos. Es una actividad en esencia política porque, al final del día, que relate los hechos con la mayor objetividad posible hace que uno tome posición respecto de los acontecimientos.
—Usted menciona la formación de un saber ordenado que le ha dado el periodismo. En su libro señala que, tras su vida política, regresó a la academia y al análisis. ¿En qué contribuyó el periodismo a esto?
—Me permitió construir una forma de razonar, de pensar, de reflexionar, a tener puntos de vista más informados, y en esa misma medida transmitirlas a los interlocutores con los que tengo contacto, que son mis alumnos o los hipotéticos lectores de algún artículo, de un ensayo o de un libro como éste.
En ese sentido, ayuda mucho entrenarse en manejar información, usar datos y evidencias para sustentar mejor las opiniones o los puntos de vista que uno formula.
—Sobre esta vertiente periodística: en 2003 usted proponía que el público pudiera conocer más de los medios, como un estatuto profesional, que hubiera recursos humanos más profesionales y que las empresas tuvieran transparencia financiera. Más de veinte años después, ¿cómo nos encontramos?
—Sigo pensando lo mismo y quizá de manera más preocupante. Déjeme empezar por el tercero de los puntos que usted menciona: me pregunto si un medio de comunicación cualquiera, cuyos propietarios están, a su vez, metidos en otros negocios (en la construcción, en hospitales, en bancos), pueden tener la independencia necesaria y suficiente para respetar la libertad de los periodistas para que cumplan su función y su misión con el público que consume la información. Allí francamente me parece que el panorama se ha vuelto mucho más preocupante, y lo vemos en estos días: cómo los intereses empresariales de un grupo predominan por encima de los intereses del lector y de valores como la libertad, la independencia, la autonomía para documentar y para relatar los hechos.
Debiéramos tener un estatuto profesional que le permita al periodista que, si bien puede ser un empleado de un medio de comunicación, gozar de ciertos derechos no sólo laborales sino también en el sentido de cómo preservar un espacio que le permita documentar los temas tal como las ve y las está comprobando.
En ese sentido regreso a los primeros dos puntos: debiéramos tener un estatuto profesional que le permita al periodista que, si bien puede ser un empleado de un medio de comunicación, gozar de ciertos derechos no sólo laborales sino también en el sentido de cómo preservar un espacio que le permita documentar los temas tal como las ve y las está comprobando.
Yo no digo (y en esto el mundo es muy similar en muchas partes) que haya un esquema perfecto, y uno lo ve: está la decisión reciente de Jeff Bezos, dueño de Amazon y del Washington Post, en las elecciones del año pasado en Estados Unidos: por primera vez en muchos años ese diario no publicó un editorial para manifestar su preferencia electoral a favor de un candidato, lo que había hecho por décadas. Así se genera un conflicto entre la propiedad empresarial y el cuerpo de prensa, el news room, que quiere manifestar cómo ve el periódico, desde el punto de vista editorial, a un candidato y al otro.
Asuntos como ése ocurren, lamentablemente, en todo el mundo, y no van a desaparecer porque no vamos a tener un esquema de relación perfecto, pero sí ayudaría mucho que hubiera un estatuto profesional como el que tenían otros periódicos en el pasado.
En ese sentido, también ayudaría muchísimo la transparencia de los medios, de tal manera que cuando uno prenda un canal de televisión, entre en una red social o abra un periódico, tenga información de sus intereses extraperiodísticos.
Esa combinación nos serviría para tener un periodismo mucho más profesional, más consistente, más libre, más independiente y, por lo tanto, muchos más útil para la sociedad.
—Hizo algunas anticipaciones políticas: en otro texto de 2003, “¿Cómo será el 2050?”, usted ya describía algunas tendencias al anunciar que las sociedades padecerían un síndrome del desencanto con la democracia. ¿Qué ha pasado con este aspecto en estos años?
—Es un texto de hace muchos años, y lamento mucho haber tenido algo de razón (perdón por la petulancia). Todos los informes que se publican año tras año, como los de The Economist, Latinobarómetro, etcétera, muestran, en efecto, un desencanto con la democracia por algo que expliqué en ese texto: cuando vino que Huntington llamó “la tercera ola democrática” creímos ingenuamente que la democracia era el pasaporte seguro y automático para todo lo demás: crecimiento económico, equidad, prosperidad, y no es verdad. La democracia fue, en ese momento (de los años ochenta y noventa para acá) un paso muy importante para tener regímenes democráticos en los que el elector pueda quitar y poner, por la vía del voto, a quienes quiere que lo gobiernen.
Pero lo demás no depende de la democracia electoral sino de políticas públicas correctas, de la productividad, de la educación, de la innovación, de la libertad económica, de la transparencia. Guillermo O’Donnell dijo, en algún momento, que al final del día la democracia era el ladrillo, mas no la casa. Creo que muchas de nuestras sociedades en la actualidad muestran ese desencanto porque sus expectativas eran demasiado altas.
Vivimos una época muy acentuada de desencanto democrático. Todos los estudios y las encuestas que se hacen en países, en regiones y en el mundo muestran ese estado de ánimo de la sociedad respecto de la democracia.
En el caso de México, alguna encuesta nos muestra que estamos prácticamente divididos entre la mitad de la población que cree que la democracia es un buen sistema de vida, y otra que considera que, si hiciera falta, la democracia es prescindible y que podemos vivir en un régimen autocrático o autoritario.
Quizá la pregunta pertinente ahora es si vamos a volver algún día a recuperar los valores democráticos en el sentido más rico del término, o si nos dirigimos hacia lo que en algún texto llamo “una sociedad posdemocrática”, en donde la democracia, en su sentido original, ya no nos va a importar tanto…
Esa división nos muestra un ambiente muy polarizado. Quizá la pregunta pertinente ahora es si vamos a volver algún día a recuperar los valores democráticos en el sentido más rico del término, o si nos dirigimos hacia lo que en algún texto llamo “una sociedad posdemocrática”, en donde la democracia, en su sentido original, ya no nos va a importar tanto sino que vamos a preferir vivir en otro tipo de régimen cuyos perfiles y aristas no me imagino en este momento.
—Uno de los ensayos que más llamó mi atención es el dedicado a la decencia y la política, en el que usted dice: “Es una auténtica candidez o algo peor creer que a nuestros personajes públicos los guíen ideas, valores o principios”. ¿Qué ha ocurrido con los políticos mexicanos?
—No quiero entrar en el fariseísmo de que todo tiempo pasado fue mejor, o su opuesto: el de la modernidad y de que, como el pasado ya pasó, ya no importa. Me parece que la vida pública y, en cierto modo, los ámbitos sociales e incluso las costumbres privadas se han visto invadidas por la superficialidad y una profunda ignorancia intelectual de un descaro y un cinismo escandalosos. Es lo que Harari llama “el reinado de la mentira”, en el que lo único que importa es cómo sale mi foto en las redes sociales, cómo le caigo bien al votante, qué dicen las encuestas sobre mí, lo que ha tenido un efecto perverso sobre la calidad de la política y de sus protagonistas.
No hay que olvidar (es una batalla que hay que dar) que lo único que justifica la función política es hacer que la gente viva mejor, proveer a los ciudadanos (que son eso y no súbditos) de bienes públicos básicos como seguridad, educación de calidad, bienestar, honestidad y rectitud.
Me parece que la vida pública y, en cierto modo, los ámbitos sociales e incluso las costumbres privadas se han visto invadidas por la superficialidad y una profunda ignorancia intelectual de un descaro y un cinismo escandalosos.
Parece que los únicos nutrientes son el poder por el poder, la ficción sobre la realidad, la creencia de que no cuenta el peso de la historia sino el tuit de la mañana y las explicaciones más que las soluciones.
Quisiera recordar algo anecdótico: el gran líder político de los últimos cien años, sobre el que se han escrito más libros (aproximadamente 1,150), el personaje más biografiado es Winston Churchill, el héroe británico de la Segunda Guerra Mundial. En 1945, dos o tres meses después de haber ganado ese conflicto, perdió las elecciones. Entonces, ¿qué es lo que importa: la historia o los votos?
Esta banalización a la que se han acostumbrado los políticos de hoy, lo que ha degradado el nivel de la conversación pública. El acto de razonar, de pensar, de reflexionar sobre los asuntos de fondo y que permite edificar la buena vida comunitaria ha sido reemplazado por la vulgaridad, la pérdida de valores y por los principios que importan y que hacen civilizada a una sociedad.
Eso es lo que está pasando. Hay que decir, por cierto, que no es sólo responsabilidad de los políticos, que al final del día siguen la ley del menor esfuerzo, sino que es una responsabilidad compartida con el electorado y con buena parte de la sociedad que ha estado de acuerdo en construir una conversación pública con este tipo de distorsiones.
—En un artículo publicado hace diez años usted hizo una reflexión acerca de la corrupción, de la que usted señaló que era reprobada verbalmente pero ampliamente practicada. Decía que, más allá de lo legislativo y de las políticas punitivas, había que procurar la socialización del valor de la legalidad. ¿Qué observa hoy?
—Estamos mucho peor. En la edición más reciente del Índice de percepción de la corrupción, de Transparencia Internacional, México volvió a caer: entre 180 países, México ocupa el lugar 140, junto a Nigeria y otros.
Es un fenómeno que se ha vuelto más complejo de lo que lo veíamos hace diez, quince o veinte años, y tiene que ver con muchos componentes, como ése que usted recuerda, que no es el único. Nos hemos acostumbrado a que la corrupción sea un lubricante del funcionamiento normal de la vida social. No quiero decir solamente la gran corrupción que se presenta en las licitaciones de la obra pública, sino lo que vemos todos los días en los medios de comunicación, sino también en la corrupción que cometemos y de la que ya casi ni nos damos cuenta, como, por ejemplo, violar las leyes de tránsito, incumplir con ciertas reglas de la vida urbana comunitaria, etcétera.
En la edición más reciente del Índice de percepción de la corrupción, de Transparencia Internacional, México volvió a caer: entre 180 países, México ocupa el lugar 140, junto a Nigeria y otros.
No es un asunto fácil de desentrañar ni de resolver, sino que se ha vuelto parte del modus vivendi en muchas sociedades.
En ese texto insistía en que el efecto imitación puede ser muy importante: en los países nórdicos, que son los que salen siempre mejor calificados en éste y otros índices, si hay un delincuente fiscal, una persona que no paga sus impuestos, sus vecinos dejan de saludarlo, le dejan de recoger la basura y se vuelve un paria en el ámbito comunitario porque no sólo se beneficia sino que, al hacerlo, perjudica a otros.
No hemos internalizado ese valor y no se ha socializado lo suficiente a través de la educación formal y de la informal para que se inocule en nuestro sistema nervioso como algo que tenemos que hacer.
Por ejemplo, pongo en ese ensayo las campañas contra el tabaco que se pusieron en marcha hace algunos años con mucha eficacia, y los índices de su consumo, excepto en algunos países de Asia, han descendido considerablemente, por lo que hoy estamos mucho más conscientes del perjuicio del tabaquismo para nuestra salud.
Habría que estudiar prácticas como ésa, por ejemplo, que nos permitan internalizar el valor de la honestidad, de la rectitud. Son bienes muy importantes para una sociedad que quiere ser civilizada y armónica que funcione razonablemente bien.
—Otro de los ensayos está dedicado a la decencia, de la que dice: “Aunque se dude, la decencia es una buena inversión política”. Es un tema que compete muchos a los ciudadanos.
—Sin duda. Le doy un ejemplo reciente: el año pasado tuvimos elecciones en Estados Unidos, en las que perdió la candidata demócrata y terminó su mandato el presidente Joe Biden, que salió con un 36 por ciento de aprobación. Pero éste creó 17 millones de empleos, construyó el plan más ambicioso de infraestructura, la que tenía décadas de no hacerse, y su gobierno ha sido el más verde en términos de combate al cambio climático y el más eficiente en cuidado del medio ambiente en las últimas décadas.
Allí se presenta un dilema: ¿qué es lo que realmente importa? ¿Que hagamos las cosas bien, con eficiencia y con la mayor transparencia, pensando en el bien común y en lo que necesita una sociedad para alcanzar mayores niveles de bienestar, de equidad, de crecimiento? Hay conceptos como libertad, justicia, verdad, compasión, bondad y confianza que no admiten adjetivos y que no son opciones ideológicas, sino de sentido común, y que constituyen reglas para una convivencia en una comunidad que sabe distinguir entre el bien y el mal y que se precia de ser civilizada.
Hay una especie de debate actual en el sentido de que al final del día conceptos como “mérito”, “esfuerzo”, “disciplina”, “trabajo”, “tenacidad” son prescindibles y no valen la pena, por lo que, entonces, hay que reemplazar esas cualidades y características humanas por el populismo dadivoso, que consiste en una política de pensiones, como la que tenemos ahora.
—En otro texto de 2020 usted reivindicó el mérito y el esfuerzo, y fue muy crítico con lo que llama “populismo dadivoso”.
—Hay una especie de debate actual en el sentido de que al final del día conceptos como “mérito”, “esfuerzo”, “disciplina”, “trabajo”, “tenacidad” son prescindibles y no valen la pena, por lo que, entonces, hay que reemplazar esas cualidades y características humanas por el populismo dadivoso, que consiste en una política de pensiones, como la que tenemos ahora, que consiste en hacer reformas fiscales que le den a los gobiernos más dinero para repartir a tontas y a locas, y que, garantizado todo eso, las personas van a tener una vida feliz sin esforzarse, sin ningún tipo de mérito, etcétera. Ése es un camino completamente equivocado, aunque al respecto hay una bibliografía académica reciente, como un libro famoso de un investigador norteamericano que se llama La tiranía del mérito y publicaciones de ese tipo.
Poco a poco nos vamos decantando a favor de que haya políticas públicas eficientes, pero éstas son ofrecerle a la gente una muy buena educación, muy buenos servicios públicos, de salud pública, una regulación por parte del Estado para que se creen las condiciones para que podamos competir en un suelo más parejo en el que el mérito, el esfuerzo, el talento, la disciplina de cada quien hagan la diferencia.

Eso es algo de sentido común, y ahora mi pronóstico es que en tiempos más recientes se despejará más esa cuestión y hay que ir, efectivamente, en defensa del mérito. A algunos les parece que es una herejía hablar de mérito, de esfuerzo, pero es el camino más seguro y más sostenido de las sociedades que funcionan.
—“No sólo se puede vivir más allá de la política, sino que la verdadera vida va más allá de ella”, escribe usted. A partir de su experiencia personal, ¿de qué le sirvió la política para llevar esa vida verdadera?
—Aprendí muchísimo en política, una actividad que desarrollé, en la que fui extraordinariamente feliz y en la que espero haber hecho un buen trabajo. Me permitió adquirir un gran nivel de conocimiento de las personalidades humanas, de la psicología de los demás como para dedicarme a dar conferencias, escribir libros y artículos como los que he reunido en este libro. ®