En este libro no están todos los que son ni son todos los que están —podrían preguntarse algunos lectores por Panaït Istrati, Malcolm Lowry, Philip Roth o Kennedy Toole—, pero no se trata de una enciclopedia. Con éstos es suficiente para hacernos una idea de quién es el escritor detrás de estas semblanzas peculiares y tan llenas de sorpresas y anécdotas.
Fue Víctor del Real quien me presentó a J. M. Servín al comienzo de los años noventa, y en la oficina de este editor compartimos proyectos editoriales y una visión muy cercana de lo que acontecía en la cultura mexicana de aquellos años. Del Gallito Inglés y La Pus moderna a A Sangre Fría (“amarillismo de fondo”) —reeditada hace un par de años por Almadía— pasando por la eclosión de los nuevos grupos de rock, los cuales muy pronto nos decepcionaron por su estridencia patriotera y guadalupana, sus flacas propuestas artísticas una vez que accedieron a los grandes medios y a la adocenada industria discográfica. “Además, ni siquiera leen”, apunta Servín en el prólogo a su nuevo libro Del duro oficio de vivir, beber y escribir desde el caos [Cal y Arena, 2012].Lo primero que leí de Servín fue un cuento inquietante en una revista —de la que no recuerdo su nombre, pero editada por Víctor del Real— sobre unos tipos siniestros que desde un auto arrojan al borde de la carretera al Ajusco el cuerpo de una mujer, y unas horas más tarde regresan por él. Un relato de escenas lyncheanas en un entorno que prefiguraba ya la delirante violencia actual del narco.
Publiqué en Replicante algunos de los ensayos reunidos en este libro, que es un catálogo extraordinario de escritores y otros artistas que se caracterizan por una visión crítica de la vida, a veces desencantada, irónica o francamente desdeñosa, al grado de ver en el suicidio, algunos de ellos, la única salida. Artistas que aprendieron a vivir muy pronto al margen de las convenciones sociales, forjadores de su propia biografía.
En estos textos híbridos de crónicas y ensayos Servín se decanta por los autores que lo orillaron a escribir, unos que, si algo pudiera hermanarlos, sería una aversión al poder, la teoría y práctica de una estética a la que Servín llama “feísmo”, una vida y, sobre todo, una obra que florece a contracorriente del canon.
En este libro no están todos los que son ni son todos los que están —podrían preguntarse algunos lectores por Panaït Istrati, Malcolm Lowry, Philip Roth o Kennedy Toole—, pero no se trata de una enciclopedia. Con éstos es suficiente para hacernos una idea de quién es el escritor detrás de estas semblanzas peculiares y tan llenas de sorpresas y anécdotas, pues a la vez que se acerca a ellos con el respeto que merecen esos viejos maestros también se da el tiempo necesario para desmitificarlos; esto es, para desvelar el halo de misterio y reverencia que han tendido sobre ellos ciertos críticos y lectores —sobre todo los que se regodean en una contracultura acrítica, ahistórica y reverencial—, por no hablar de la indiferencia desdeñosa del establishment cultural europeo y anglosajón. Hay autores y músicos muy conocidos, si hablamos de fama a secas —Serge Gainsbourg, Albert Pla— pero muy poco comprendidos si nos referimos a una lectura profunda de su obra literaria, o musical, en su caso, y menos aún si tratamos de entender las circunstancias en que vivieron y desarrollaron una obra que sigue siendo ejemplo de genialidad, osadía y frescura; una obra que es a un tiempo testimonio, periodismo de investigación y literatura de gran calado —de la que harían bien en abrevar las nuevas y festejadas plumas nacionales.
Aunque Servín rehúye la solemnidad de la academia y de la crítica canónica no tiene empacho en citar a Paz o a Lévi-Strauss, como tampoco tiene reparos en hablar francamente de sus pasiones literarias y musicales, de sus mayores influencias; incluso expresa abiertamente cómo le gustaría ser reconocido. Sin falsas modestias, pero sin buscar halagos gratuitos o empalagosos, de ésos que echan a perder al escritor.
Es de celebrar también la franqueza cuando Servín escribe al comienzo que no mencionará a escritores o músicos mexicanos (si acaso Nortec aparece circunstancialmente porque el autor estaba de paso por Tijuana y era algo así como el soundtrack inevitable). Respecto de los escritores de este país, le interesan más Payno, Azuela y Revueltas, suficientemente estudiados, dice, por críticos y ensayistas.
En estos textos híbridos de crónicas y ensayos Servín se decanta por los autores que lo orillaron a escribir, unos que, si algo pudiera hermanarlos, sería una aversión al poder, la teoría y práctica de una estética a la que Servín llama “feísmo”, una vida y, sobre todo, una obra que florece a contracorriente del canon. Es significativo que de los autores homenajeados por Servín apenas uno mereció eventualmente unas líneas del crítico Harold Bloom. Así, a los músicos y escritores nuestro autor los reconoce como “exploradores iconoclastas de lo más profundo de la experiencia humana”, los cuales aparecieron providencialmente en diferentes lugares y circunstancias críticas de su vida. A ellos debemos pues que Servín sea dueño ya de una considerable obra propia que se distingue por compartir varios de los rasgos que caracterizan a sus mentores.
Como todo buen libro, éste es también un largo viaje circular. Comienza con el concierto de los Ramones en Neza, locos e incendiarios. Sigue con las Torres gemelas y el terremoto de 1985. París y los inmigrantes árabes y negros, el racismo del ultraderechista Le Pen. Tijuana, la entrañable víctima de la rapiña de escritores y fotógrafos como Sebastião Salgado. El asesinato de Valentín Elizalde y los charlatanes que aseguran hablar con su espíritu. Continúa con una vertiginosa revisión —y reflexión— sobre la vida y obra de creadores como Céline, James Ellroy, Raymond Carver, Jack London, James Ellroy —de quien extraigo esta cita: “La rabia de la contracultura denota un nuevo conformismo. A la crítica que hace de éste le hace falta rigor analítico y le sobra resentimiento personal. […] Me encabroné con la contracultura y su angustia vital descafeinada. Monté en su ola de la droga. No advertí lo contradictorio que era”—, y varios más que se asomaron al abismo y escribieron sobre una experiencia excepcional para que nosotros pudiéramos leerla. ®