El día en que las autoridades mexicanas decretaron la cuarentena, conforme fue adentrándose la noche, sentí en lo más profundo del alma un miedo sobrenatural. Un sentimiento de que algo satánico caía sobre el mundo entero. No fue el miedo a contraer el virus sino a algo peor.
Recuerdo haber experimentado una angustia irracional cuando me acercaba a mi cumpleaños 43. La muerte se me revelaba insistente. Las huellas de lo perecedero inundaron de señales aquellos días. En mí, la conmoción y la melancolía como único remanente de lo efímero, sin explicación que calmara la angustia que persistió durante meses. Por aquel tiempo, también, encontré un artículo escrito por Ethel Krauze, “Boleto de ida para la vejez” (Confabulario, 13 de agosto de 2016), una diatriba de la escritora contra temas como la eutanasia y el derecho a morir dignamente. Temas que se promueven porque se han convertido en un triste pretexto para no sobrellevar las molestias causadas por la vejez, por la ineptitud de brindar los paliativos físicos, emocionales y espirituales en una era ávida de intereses particulares y de progreso económico. Escribe Krauze:
Lo legal no es necesariamente lo moral. El viejo no se estorba a sí mismo, es la sociedad la que no le da cabida. Una sociedad rampante que privilegia la juventud, la fuerza física, la velocidad, la imparabilidad. Una sociedad que le tiene horror al rostro humano, con el acompañamiento, la compasión, y el sacrificio que supone el amor y el dolor compartidos. Una sociedad a la caza permanente del entretenimiento y las selfies sonrientes de Facebook.
Fue inevitable que recordara la muerte de mi padre a los 75 años, ocurrida meses antes en una casa de cuidados para adultos mayores. Lugar que creímos —mis hermanos mayores y yo— una opción positiva, donde personas capacitadas lo acompañarían y cuidarían, a la vez que nos guiarían de cómo hacerlo nosotros. Mi padre sobrellevó las secuelas de la embolia, ocurrida el mismo año del fallecimiento de mi madre, el mismo año en que celebrarían sus bodas de oro. Vivió de manera independiente durante más de cuatro años, hasta que, literalmente, salió de sus cabales. De sus ocho hijos, solamente dos estuvimos en el punto álgido. El adulto mayor la tiene muy difícil. Las sociedades progresistas en las que los gobiernos suelen impulsar nuevos paradigmas se han olvidado del rescate de la familia y de las personas con alguna discapacidad, y priorizan otras luchas de diversos colectivos sociales. Carecemos de campañas de apoyo, de ejemplos que den aliento a los familiares en circunstancias de dolor y de prueba por las que todos tendremos que pasar. Reina el pensamiento de que ponerse viejo es ponerse inútil, mejor aplicarles la eutanasia con o sin su consentimiento.
Para el filósofo Emmanuel Lévinas la compasión sería una de las formas que adopta la intuición, la intuición de la responsabilidad que asumimos sobre el otro. La filosofía primera es la Ética, dice Lévinas, no la Ontología, y lo que esa reflexión descubre es una subjetividad atravesada por la responsabilidad en el otro. En palabras pobres, lo resumo, el mandato sería: Amar al otro más que a mí mismo.
La compasión es un fenómeno moral básico que a pocos importa en nuestra época. Se promueve hasta el cansancio el ver por nosotros mismos bajo el singular escudo de los eufemismos: sano egoísmo, sana restricción. A eso le llaman amor propio. Celosos de nuestro tiempo, de nuestro espacio, de los vicios y manías que se van sumando a nuestros hábitos.
Para el filósofo Emmanuel Lévinas la compasión sería una de las formas que adopta la intuición, la intuición de la responsabilidad que asumimos sobre el otro. La filosofía primera es la Ética, dice Lévinas, no la Ontología, y lo que esa reflexión descubre es una subjetividad atravesada por la responsabilidad en el otro. En palabras pobres, lo resumo, el mandato sería: Amar al otro más que a mí mismo. Consigna que causa más malestar que entendimiento, consigna que se toma más como imposición y no como un acto de misericordia.
¿Dónde te agarró el aviso?
El día en que las autoridades mexicanas decretaron la cuarentena, conforme fue adentrándose la noche, sentí en lo más profundo del alma un miedo sobrenatural. El sentimiento de que algo malévolo, satánico caía sobre el mundo entero. No fue el miedo a contraer el virus sino a algo peor. Un fuerte sentimiento de indefensión. Fue como si mi intuición me alertara de que el mundo había iniciado un cambio sin retorno. Entre el 23 de marzo y hasta finales de abril viví una suspensión del tiempo. Experimenté sensaciones extrañas, por ejemplo, despertar a las 4:40 de la madrugada, volver a dormir y despertar a las 4:43, segura de que había dormido al menos una hora. ¿Cómo así? Soñar con mi madre fallecida y despertar escuchando a mi hija hablar con ella, con una claridad que movía más al asombro que a la duda. La primavera, arrítmica y desvaída, sin ruidos urbanos, sin música, sin risas, sin vendedores ambulantes, sin el canto de las aves. Las palomas que suelo alimentar todos los días también dejaron de visitarme. El color de la atmósfera era turbio. Desde las redes sociales los usuarios comentaron que escucharon estruendos en el cielo, la NASA los nombró “cielomoto”, además de otros avistamientos y luces desconocidas. Hubo quien tomó una fotografía de la luna entre las nubes formando una tenebrosa imagen, casi idéntica a la pintura de “Lucifer”, el Ángel Caído de Alexandre Cabanel. Tuve sensación de ingravidez, letargo y estado de estupor. Los fluidos corporales fueron escasos, no recuerdo haber sudado ni una sola vez pero, sí, sentir un frío repentino de la nada. Mis quehaceres domésticos guardaban un ritmo y una precisión fluida, tomando conciencia desde lo micro a lo macro, reflexión de cada instante sin agobio y en plena conciencia. La lectura y la investigación en los temas que despertaron mi interés fueron imparables y enriquecedores. Parecía como si la información hubiera sido liberada.
Transcurría mi existencia desde el encierro. Iba del pasado al futuro, del futuro al pasado hasta que caí en la cuenta de que no había pasado y que tampoco había futuro. Sólo estaba ese presente. Luego vino la paradoja de “la nueva normalidad”. Una sentencia que solamente se atreven a lanzar quienes cuenten con los artilugios necesarios para someternos a su visión de lo que significa una “nueva normalidad”. Allá afuera todo permanece en su sitio. Nuestros deseos de expresión, lo que nos quede de civilización, usos y costumbres no desaparecerán de la noche a la mañana. No importa cuánto lo decreten los gobiernos únicos del mundo mundial. El ser humano quiere ser libre, poco importa que esa libertad sea ilusión, queremos nuestra imperfecta vidita de regreso.
El fin de semana lo pasó con su nieta y su esposo, acordamos que mi hermano y yo nos ocuparíamos de él desde el lunes. Estábamos quemados, desgastados. Ese fin de semana nos tomamos un respiro por nuestras propias familias. Sin más, el lunes, a las 9 de la mañana que lo visitamos lo encontramos muerto. Fue devastador. Deshonrada su memoria. Su muerte fue, durante muchos años, insuperable para mí.
Desde la muerte de mi padre evité reflexionar cómo habían sucedido los hechos. Para mí estaba claro lo que nos dijeron los médicos una semana antes, cuando lo ingresamos de urgencia en el Seguro Social, Clínica 35 en Ciudad Juárez, a causa de un segundo derrame cerebral. Ese derrame lo dejó sin voz, en un estado peor que la vez anterior. El médico nos aconsejó que mejor lo lleváramos a casa “a bien morir”, que no había nada que hacer por él. Me pareció una declaración mayúscula. Porque, fuera de la rehabilitación y los cuidados que mi padre necesitaría para su recuperación, no entendía cuál otra complicación habría que le impidiera evolucionar favorablemente. Le dieron el alta y lo llevamos de regreso al asilo para el cuidado de noche, ya que de día nos turnaríamos para estar con él. Fue un viernes. El fin de semana lo pasó con su nieta y su esposo, acordamos que mi hermano y yo nos ocuparíamos de él desde el lunes. Estábamos quemados, desgastados. Ese fin de semana nos tomamos un respiro por nuestras propias familias. Sin más, el lunes, a las 9 de la mañana que lo visitamos lo encontramos muerto. Fue devastador. Deshonrada su memoria. Su muerte fue, durante muchos años, insuperable para mí.
Durante las cavilaciones, cada vez más insistentes a las que me somete la cuarentena, durante el sueño tuve una revelación: a mi padre lo mataron. Desperté con el corazón acelerado, los ojos desorbitados, sin aliento, sorprendida de semejante idea. Sin embargo, recordé cuando llegué al asilo esa mañana, habían cambiado a mi padre de habitación, y para llegar a él teníamos que atravesar la cocina del lugar. Allí encontré cocinando a una de las mujeres que se encargó de su cuidado durante las últimas semanas. Le pregunté cómo estaba mi padre y ella me respondió con templanza y serenidad admirables: “Está tranquilo, muy tranquilo”.
Hizo énfasis en “muy tranquilo”, ahora reflexiono. Me tomó cuatro años enfatizar su respuesta. Mi padre estaba muerto y nunca nos llamaron para avisarnos que se había agravado su condición. ¿Cuándo pensaban hacerlo?
Nunca hicimos preguntas. Hasta ahora, horrorizada, repaso los rostros de los que habían sido sus compañeros durante el año y medio de su estadía en ese lugar. Todos habían muerto. El lugar se renovaba con nuevos inquilinos todos los meses. Las camas alojaban nuevos nombres de viejos cuerpos. Unos llegaban y otros morían. Puedo imaginar su espanto y desamparo al escuchar la ambulancia durante la madrugada —como dicen que ocurría continuamente— llevándose a alguno de ellos porque se había puesto mal, y que, probablemente, ya no regresaría.
A nuestros días, desde España se reportó que la mayoría de muertos por covid–19 fueron ancianos y personas discapacitadas. Es lógico pensar que sus muertes se debieron a la edad y a diversos condicionantes en su salud. Pero, conforme han pasado los meses, sale a la luz que fue por órdenes del gobierno que se les dejó morir en las residencias, como les llaman a esos lugares de cuidado para el adulto mayor. El gobierno asumió ahora que fue “un error”. Fue un borrador de seis que se había filtrado a la prensa por error. Un borrador en el que se lee que “las personas discapacitadas o mayores hay que dejarlas morir”. Ya el haber hecho un “borrador” con semejantes órdenes inculpa a las autoridades españolas. Al igual que los comentarios del presidente de Argentina, Alberto Fernández, que sostiene sin tapujos que “El mayor problema de la economía son los viejos. Antes vivían hasta los setenta y ahora quieren vivir hasta los 85 y tenemos, encima, que mantenerlos sin que hagan nada”. Otra joya de la misma tesitura dicha por la directora del Fondo Monetario Internacional en 2017, Christine Lagarde: “Los ancianos viven demasiado y eso es un riesgo para la economía global. Tenemos que hacer algo y ya”. No se me confunda como “corta de miras” o con la consabida desaprobación de ser conspiracionista. Las contradicciones provenientes de la OMS respecto a las medidas impuestas contra la pandemia han tenido que ser rectificadas al paso del tiempo y vaya usted a saber lo que queda aún por saber.
La extraña historia que envuelve a esa residencia para adultos mayores, Los Años Dorados, así se llamaba, ya no existe. Su historia encierra oscuros secretos. En un mundo donde lo real es lo único que podemos ver y tocar, el asalto de tal revelación a mi conciencia es mera fantasía. En el mundo de hoy no hay cabida para la trascendencia del espíritu ni la salvación de las almas. Se le niega la existencia a todo, no existe el diablo, no existe Dios, ni el bien ni el mal, no existe la mujer ni el hombre porque hasta eso se ha puesto en discusión. Todo es relativo. “Quédate en tu casa, idiota”, salva al mundo y tómate una selfie.
Ya lo habían dicho, nuestra existencia se expande o contrae por las palabras que dejamos de hablar, que son las cosas que dejamos de hacer, por las cosas que dejamos de pensar. Exalto la reflexión del padre Carlos Humberto Spahn, fundador de FRICYDIM, parroquia en Tuxla Gutiérrez:
Estamos atrapados en una visión naturalista, hemos perdido la capacidad de mirar desde la fe las cosas. Hemos perdido la fe. La iglesia va cayendo como si fuera un organismo, una asociación, una sociedad de asistencia social, un plan puramente humano de asistir a los pobres, de cuidar a la naturaleza, el medio ambiente. Una globalización para estar bien con los organismos mundiales y que haya una sola política, un solo gobierno. Estamos en eso. Pero no se nombran los misterios. No se cita la doctrina, no se cita el dogma, no se cita la moral, las virtudes teologales, las realidades sobrenaturales, la vida eterna, la esencia divina, el misterio trinitario, la sabiduría divina, la gracia de Dios, las gracias actuales, la gracia sacrificante, el crecimiento en la gracia, el mérito, las almas del purgatorio, el cielo, el infierno, la muerte, las realidades sobrenaturales, la providencia, el culto, la eucaristía, el sacrificio, la inmolación, las mortificaciones, sacrificio, la virginidad, la pureza, la castidad, la magnanimidad, es una lástima. Estamos cayendo en eso y nos están dando durísimo las fuerzas del mal.
Han pasado más de setenta días desde que se declarara en México la cuarentena “voluntaria” (según la OMS, desdiciéndose de lo decretado al principio). Estoy segura de que muchos saldremos cambiados de ella, otros, con toda seguridad, permanecerán igual que como entraron. Creo que, en cierto sentido, la filosofía invaluable de Lévinas en permanecer vivos con el propósito de velar por el otro es el acto de mayor valentía y respeto que pueda otorgarse a la humanidad. Ser necesitados por las obras de misericordia que realizamos significa que nuestra existencia no ha sido en vano. El servicio es, a final de cuentas, la evaluación última por nuestros actos. Ésta sería una de las propuestas éticas del filósofo: la necesidad de trascendencia ante la aceptación inminente de nuestra muerte. ¿Cómo? Saliendo de nosotros mismos, del ensimismamiento, del egoísmo. Tender puentes hacia los otros, sumergirse en la relación con los otros, la sociabilidad sin intereses particulares. Sin el falso reconocimiento de la afinidad religiosa o ideológica sino para alcanzar una auténtica convivencia intercultural respetuosa y equitativa. Sin anular o marginar, sin confrontaciones, sin violencia. No en vano la filosofía de Lévinas fue una de las más destacadas por el papa Juan Pablo II en su afán por rehabilitar el humanismo cristiano. Sin duda, personajes fuera de lo ordinario. Espero que la “nueva normalidad” haga que nuestro egoísmo muera, que demos paso a lo nuevo y seamos mejores seres humanos, que la fe en Dios y los valores cristianos vuelvan a estar de moda. Lo viejo tiene que morir. ®
Referencias
“Boleto de ida para la vejez”.
“El otro en Lévinas: una salida a la encrucijada sujeto–objeto”.
“¡Destapado el mayor escándalo! Se dejó morir a los mayores por órdenes políticas”.
“Los viejos deben morir. Alberto Fernández”.
“Christine Lagarde y la frase ‘Los ancianos viven demasiado’”.
Contradicciones de la OMS ante la pandemia.