Magritte, el pintor paradójico

Trampas para la mente

Magritte ha puesto en crisis uno de los principios básicos de la pintura occidental: la equivalencia entre el hecho de la semejanza y la afirmación de un ligamen representativo.

Intentando lo imposible, René Magritte

A partir de la aparición de la fotografía, la pintura no ha parado de cuestionarse a sí misma, de someterse a indagaciones esenciales. Desde que se libró de la obligación de representar, de registrar, de su fidelidad a la realidad, al objeto, sufrió una transformación radical: se constituyó ella misma en objeto, en cosa, en tema. Un tema para sí misma, casi un rulo solipsista, pero un solipsismo que contiene todo el sentido humano que genera la práctica del arte.

El siglo XX fue un vasto escenario de operatorias disímiles, a veces contradictorias en estos cuestionamientos.

El caso de René Magritte es paradigmático: uno estaría tentado a decir (o a pensar) que es un pintor que pinta con el pensamiento. Un pintor que creía en “la importancia del misterio evocado de hecho por lo visible y lo invisible, y que puede ser evocado en teoría por el pensamiento que une las cosas en el orden que evoca el misterio”.1

En su ensayo dedicado a René Magritte titulado Esto no es una pipa, publicado en español por editorial Anagrama, Foucault transita estos asuntos y revela que Magritte ha puesto en crisis uno de los principios básicos de la pintura occidental: la equivalencia entre el hecho de la semejanza y la afirmación de un ligamen representativo. En los cuadros de Magritte no se representa, no se afirma nada: el “juego infinito de las semejanzas” se repliega incesantemente sobre sí mismo, sin reenviar a ningún original. No es extraño que justamente el autor de Las palabras y las cosas se interesara de esta forma por la obra de Magritte, en la que justamente hay un juego desplegado entre palabras e imágenes.

Magritte muestra y nombra, y cuando nombra dice que lo que muestra no es lo que uno piensa que es, o no representa lo que uno cree ver, muchos cuadros de Magritte son paradojas, objetos en tensión, en contradicción. Incorpora la palabra en la tela, una palabra dibujada con claridad y precisión, una palabra pintada para desdecir lo que fue pintado arriba (en el caso de la pipa). Muchas veces establece juegos poéticos, invierte los términos, si hay una sirena, tendrá de pez la parte superior de su cuerpo y no la habitual, un barco puede estar hecho del mismo mar que navega, una piedra puede flotar en el cielo.

El caso de René Magritte es paradigmático: uno estaría tentado a decir (o a pensar) que es un pintor que pinta con el pensamiento. Un pintor que creía en “la importancia del misterio evocado de hecho por lo visible y lo invisible, y que puede ser evocado en teoría por el pensamiento que une las cosas en el orden que evoca el misterio”.

Pero veamos, o más bien leamos lo que el propio Magritte dice sobre esto: “Entre las palabras y los objetos se pueden crear nuevas relaciones y precisar algunas características del lenguaje y de los objetos generalmente ignoradas en la vida cotidiana”. “De vez en cuando el nombre de un objeto hace las veces de una imagen. Una palabra puede ocupar el lugar de un objeto en la realidad. Una imagen puede tomar el lugar de una palabra en una proposición”. “En un cuadro, las palabras poseen la misma sustancia que las imágenes. Vemos de otro modo las palabras y las imágenes en un cuadro”.2

Dice el poeta Wallace Stevens en Adagia, un volumen de aforismos aparecido póstumamente en 1957, que “En buena medida, los problemas de los poetas son los problemas de los pintores, y a menudo los poetas deben volverse hacia la literatura de los pintores para debatir sus propios problemas”. En el caso de Magritte puede invertirse la frase, o leerla entendiendo su condición reversible; es obvio que la conciencia del lenguaje permanente en su trabajo, el uso de la paradoja, de la metáfora, el juego trastocado de significaciones, lo acreditan como un poeta además de pintor. Y es un pintor paradójico que exige una participación intelectual del espectador, creador de cuadros no para ser mirados sino para pensar, hacedor de artefactos que inducen el conocimiento metafísico, muchas veces por medio del uso del misterio. Esto provoca un malentendido, una mala lectura que subraya la ambigüedad y enriquece la experiencia. Paradójico también por su flagrante contradicción entre su radical puesta en cuestión del concepto de representación, y la manera clásica, puntillosa, realista en que ponía esto en el lienzo.

Esta tensión entre técnica y enunciado acentúa su efecto. En este sentido es que resulta para Foucault un revolucionario reaccionario. Sus cuadros muchas veces parecen trampas para el ojo, pero son trampas para el ojo que manifiestan ser trampas para el ojo, lo que los desvincula de sus compromisos figurativos y los constituye en trampas para la mente. Y para no caer en la trampa hay que estar alerta, consciente, despierto, que es en definitiva lo que nos exige cualquier obra de Magritte, cualquier obra de arte. ®

Notas
1 Fragmento de una carta de Magritte dirigida a Michel Foucault el 23 de mayo de 1966.
2 Textos citados del Magritte de P. Waldberg. Ilustraban una serie de dibujos en el número 12 de la Révolution surréaliste.

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Publicado en: Arte contemporáneo, Destacados, Julio 2011

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