En Viaje al principio del mundo y Nostalghia la figura del hogar —el hogar de la infancia y del mundo de las primeras sensaciones— es un lugar que llevamos con nosotros. Como si el tiempo se desdoblara y continuara siendo nuestro tiempo interno inalterable y, a su vez, un tiempo externo tirano.
A los 103 años internaron a Manoel de Oliveira, el gran cineasta portugués. Oliveira se encuentra hospitalizado por un problema respiratorio. Mientras esperamos que se recupere nos remontamos a Viaje al principio del mundo (Viagem ao principio do mundo, 1997) una de las piezas más conmovedoras de su prolífico trabajo; recordando que este joven director de 103 años rodó a razón de una película por año desde sus cuarenta. Este filme portugués es un viaje a través del tiempo, como lo es Nostalghia, la entrañable película de Andrei Tarkovski de 1983, con la que guarda algunos puntos de contacto, o como lo es también —en otro modo— La mirada de Ulises (To Vlemma Tou Odyssea, 1995) de Theo Angelopoulos.
Si pudiera combinar las tres películas en una sola frase diría que la inocencia se extravía en la bruma del tiempo y la nostalgia o la saudade son el vehículo con el que nos remontamos hasta ella.
Qué materia extraña y fascinante es el tiempo. Cómo nos afecta. Creo que si el tiempo nos fuera físicamente accesible como lo es el fuego pasaríamos horas admirando su crepitar como lo hacemos frente a los leños encendidos. ¡Cómo transcurre y se (nos) escurre! ¿Qué aviva esa llama (de la vida) que fue y es al mismo tiempo y por qué tiene que apagarse al fin para seguir siendo de otra manera?
El tiempo es raro —y no lo digo meteorológicamente hablando—, no lo vemos ni lo sentimos pasar (nos) pero sus huellas y trazas están en todas partes. Afuera, en sus trabajos materiales de horadamiento, adentro, en nuestra intuición cotidiana del ser y el estar.
Así sucede con Viaje al principio del mundo y Nostalghia. En ambas, la figura del hogar —el hogar de la infancia y del mundo de las primeras sensaciones— es un lugar que llevamos con nosotros. Como si el tiempo se desdoblara y continuara siendo nuestro tiempo interno inalterable y, a su vez, un tiempo externo tirano por lo cambiante, por lo dinámico, por lo irreverente de su independencia.
Y a esa intuición nos llevan los recuerdos, las pequeñas —grandes— máquinas de viajar en el tiempo. Más precisamente en su variedad de saudade (para Oliveira) y de nostalgia (para Tarkovski).
Ya nos lo hizo ver brillantemente Proust, al descubrir que el niño que Proust había sido no estaba muerto como él creía. El nudo en la garganta, el sollozo que lo ahogaba frente al padre y enternecía frente a la madre hacía innumerables años, en Balbec, lo siente aún ahora, al final de la obra, y le demuestra con certeza —aunque no sea un conocimiento científico— que ese niño, ese pasado, ese tiempo aún viven en él; que él está hecho de ese tiempo, es ese tiempo; no es tiempo perdido, sino tiempo incorporado.
Así sucede con Viaje al principio del mundo y Nostalghia. En ambas, la figura del hogar —el hogar de la infancia y del mundo de las primeras sensaciones— es un lugar que llevamos con nosotros. Como si el tiempo se desdoblara y continuara siendo nuestro tiempo interno inalterable y, a su vez, un tiempo externo tirano por lo cambiante, por lo dinámico, por lo irreverente de su independencia.
De allí el sentimiento de devastación que experimenta el personaje de Marcello Mastroianni en Viaje al principio del mundo cuando regresa a su pueblo natal, ya anciano, y descubre que el Gran Hotel, esplendoroso en su época, no es más que un montón de ruinas desoladas. Y ese sentimiento de desencuentro entre el tiempo interno en donde todo está vivo e intacto, protegido por la mirada de la inocencia, y las huellas de un tiempo externo que sigue su curso sin nuestro permiso, es la nostalgia, es la saudade.
Tarkovski decía que en Nostalghia quería hablar de los lazos que —como una suerte de fatalidad— unen a los rusos a sus raíces nacionales, a su pasado, a su cultura, a la tierra, a los amigos y los parientes, esos lazos de los que no podemos liberarnos en toda la vida, allá donde nos lleve el destino.
En su libro Esculpir en el tiempo el cineasta ya exiliado de Rusia se pregunta: ¿Cómo iba a imaginar durante el rodaje de Nostalghia que aquel estado de tristeza aplastante y sin salida, que marca toda la película, podría alguna vez ser el destino de mi propia vida? ¿Cómo iba a imaginar que yo mismo, hasta el final de mis días, tendría que sufrir esa misma grave enfermedad? Era una señal de la imposibilidad de comprender lo incomprensible, de unificar lo no unificable. Era como un recuerdo de la finitud de nuestra vida aquí en la tierra, como un recuerdo admonitorio de la limitación y predeterminación de nuestra vida, entregada, no a las circunstancias externas, sino a los propios “tabúes” interiores.
Gorchakov, el protagonista de Nostalghia, es un poeta que viaja a Italia para reunir material sobre el pianista ruso Pavel Sosnovski porque debe escribir sobre él un libreto para una ópera. En Viaje al principio del mundo un realizador cinematográfico y un actor aprovechan un rodaje para reencontrarse con sus raíces y en La mirada de Ulises otro director rastrea el camino seguido por tres rollos de película a lo largo de casi cien años de historia. Y los tres alter egos de los artistas terminan adentrándose en su mismidad, volviendo a pisar su propias huellas.
Tarkovski habla de un sentimiento fatídicamente vinculante de dependencia con respecto al propio pasado. Yo creo que es la necesidad imperiosa que tiene el hombre de narrarse a sí mismo para poder —si no comprender— por lo menos atisbar algo del misterio que es el tiempo.
Tanto Viaje al principio del mundo como Nostalghia descansan sus cimientos subterráneos sobre el mito de Sísifo. En la primera se halla en la historia de la estatua de Pedro Macao, un hombrecito condenado a cargar un tronco pesado sobre su hombro a través de toda su existencia. En la segunda la alusión velada al mítico personaje está representada por el triple intento de Gorchakov de llevar una vela encendida a través de la piscina termal vacía azotada por el viento (por cierto, una de las escenas más hermosas y angustiantes que haya visto en mi vida).
No puedo cerrar esta nota sin remontarme a la visión del tiempo de Camus en El mito de Sísifo: “En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, Sísifo regresando a su roca, contempla esa serie de actos inconexos que devienen su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y en seguida sellado por su muerte. Así, persuadido del origen completamente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca todavía rueda. ¡Abandono a Sísifo al pie de la montaña! Siempre torna a encontrar su fardo. Mas Sísifo enseña fidelidad superior que niega los dioses y conmueve las rocas. Él mismo juzga que todo está bien. Ese universo, en adelante sin dueño, no le parece ni estéril ni fútil. Cada grano de esa roca, cada destello mineral de esa montaña, plena de noche, para él forma un mundo. La propia lucha hacia la cumbre basta para henchir el corazón de un hombre. Hay que imaginar a Sísifo dichoso”. ®