Kusturica aprovecha su documental para sugerir forzados paralelismos entre su obra y la vida del futbolista convertido en dios pagano en cuyo nombre se ofician matrimonios y misas con rock y chicas en hot pants.
¿Por qué no hacer un documental que sea un homenaje a Diego Armando Maradona y de paso uno a mí mismo, a mi obra? Quizá esto pensó el falsamente modesto director Emir Kusturica al concebir la película que “consagraría” al mejor jugador de futbol de todos los tiempos y, además, mostraría al mundo la entrañable amistad que los une. Personaje excesivo y un tanto naïve, que transita de la soberbia a la nobleza y sobrevivió a la cocaína, Maradona cuenta al protagónico Kusturica sus orígenes humildes, su ascenso a la gloria y su descenso a los infiernos, mientras el director intercala los fantásticos goles del Número 10 del Boca Juniors y del Nápoles entre desangeladas animaciones en las que éste se mofa de los capitostes del imperialismo yanqui y británico: Reagan, Bush padre, Margaret Thatcher, Tony Blair, Bush junior.
“Los norteamericanos controlan el tráfico de drogas hacia Estados Unidos”, advierte, exculpando a narcotraficantes bolivianos, colombianos, mexicanos, y descargando así un poco su propia culpa por su devastadora adicción —no delata, por supuesto, al dealer argentino que seguramente le vendió coca por primera vez.
Kusturica también aprovecha su documental para sugerir forzados paralelismos entre su obra y la vida del futbolista convertido en dios pagano en cuyo nombre se ofician matrimonios y misas con rock y chicas en hot pants.
Maradona apunta a Estados Unidos como el casi único causante de los males de Latinoamérica, incluyendo la drogadicción: “Los norteamericanos controlan el tráfico de drogas hacia Estados Unidos”, advierte, exculpando a narcotraficantes bolivianos, colombianos, mexicanos, y descargando así un poco su propia culpa por su devastadora adicción —no delata, por supuesto, al dealer argentino que seguramente le vendió coca por primera vez.
Maradona detesta también a los ingleses por la invasión a las Malvinas en 1982, pero se olvida —al igual que Kusturica— de mencionar a los generales argentinos —Videla, Viola, Galtieri— que provocaron esa guerra para exaltar el patriotismo y elevar los bonos de una dictadura cruel, inepta y gastada, y que sin mayores escrúpulos enviaron a jóvenes soldados a combatir un ejército poderoso y mejor preparado. El olímpico gol que le metió a los ingleses en el Mundial de 1986 en México habría significado la ansiada venganza.
Maradona se curó —temporalmente— de su adicción en Cuba y no escatima elogios para Fidel Castro ni para el mitificado Ché Guevara. Una admiración irracional que al parecer también comparte Kusturica —quien, extrañamente, no ha aprendido a hablar español—, a pesar de haber vivido él mismo bajo la dictadura comunista en la antigua y desgajada Yugoslavia, experiencias que ha reflejado y denunciado en películas como Cuando papá sale de viaje y Underground. En una polémica en 1995 con el filósofo francés Alan Finkielkraut, que lo criticó a él y a su película Underground aun sin haberla visto, Kusturica reconoce que vivió “casi toda su vida en un régimen que hizo un arte de la denuncia y la manipulación” (véase la discusión aquí). Desconcierta, por ello, la celebración del totalitarismo encarnado en el senil Fidel Castro y la inclusión gozosa de una escena en un atiborrado estadio bonaerense en la que el precoz e histriónico aprendiz de dictador Hugo Chávez despotrica contra la gira en 2007 de Bush Jr. a países de América Latina, invitando a un sonriente y emocionado Maradona a dirigir unas palabras a veinte mil eufóricos partidarios del “socialismo del siglo XXI”.
Maradona por Kusturica actualiza el viejo discurso que a la barbarie guerrera de Thatcher y los Bush opone la falsa dignidad y la ineficacia del socialismo castro–chavista. Un documental al que le sobran muchas de sus partes, menos los prodigiosos goles de Maradona. ®