Hidalgo la trató siempre con respeto y ella poco a poco se fue encariñando con el cura y su movimiento. Se enamoró de sus ojos de fuego y de su palabra fácil.
El 25 de noviembre de 1810 todas las corporaciones civiles y eclesiásticas de Guadalajara se reunieron en Tlaquepaque para recibir al cura de Dolores, don Miguel Hidalgo, quien iba a la cabeza de un cuantioso ejército, para acompañarlo a la capital de la Nueva Galicia (que abarcaba los actuales territorios de Jalisco y Nayarit).
José Antonio Torres, “el Amo”, uno de los cabecillas que se había unido al movimiento en la región de occidente, había ocupado Guadalajara quince días antes y de inmediato había invitado al líder del ejército insurgente a ocupar aquella importante ciudad.
Al recibir la invitación, Hidalgo estaba en Valladolid, donde fue recibido con frialdad, junto con Ignacio Allende. Los dirigentes del movimiento habían decidido separarse: Allende fue a tomar Guanajuato e Hidalgo decidió aceptar la invitación de “el Amo”.
En Tlaquepaque, para recibir a Hidalgo, además de las autoridades, fueron los representantes de la Universidad de Guadalajara y los escolares, así como varios señores principales de la ciudad. Todos pernoctaron en Tlaquepaque y a la mañana siguiente el cura de Dolores hizo su entrada triunfal a la capital de la Nueva Galicia.
Las calles principales, adornadas con guirnaldas y paños de colores, estaban abarrotadas de tapatíos que fueron a dar la bienvenida al líder de la insurgencia. Las campanas de la catedral, de la iglesia de la Merced, de San José de Gracia, del Convento de San Francisco, de Aránzazu… Todas fueron convirtiéndose en un eco interminable de júbilo cuando el generalísimo pisó las primeras piedras de la ciudad.
Sólo un carruaje negro permanecía con las ventanillas cerradas. Era un elegante carro de viaje con cortinillas de encaje tirado por cuatro corceles finísimos que un cochero de librea y chupa de terciopelo conducía con elegancia. Formó parte de la comitiva que recorrió la ciudad, pero en todo el recorrido nadie pudo averiguar quién iba en él.
El padre Hidalgo iba rodeado de una enorme comitiva compuesta por los miembros de la audiencia, del ayuntamiento, de la universidad, del consulado de comerciantes, de los representantes de los pueblos cercanos, así como de los militares y la tropa, tanto de a pie como de a caballo o en carruajes abiertos, como en el que viajaba el mismo generalísimo, acompañado por las altas personalidades de la ciudad.
Sólo un carruaje negro permanecía con las ventanillas cerradas. Era un elegante carro de viaje con cortinillas de encaje tirado por cuatro corceles finísimos que un cochero de librea y chupa de terciopelo conducía con elegancia. Formó parte de la comitiva que recorrió la ciudad, pero en todo el recorrido nadie pudo averiguar quién iba en él.
Desde los balcones de la casas, adornados con telas, pendones y alhajas, las mujeres arrojaban flores al libertador de México, gritándole ciegas de entusiasmo: “¡Salud al primer hijo de la Patria!” y “Bendito es el que viene en nombre del Señor!”
A la puerta de la catedral de Guadalajara ya lo estaban esperando los miembros del cabildo y dedicaron el tedeum a su “Alteza Serenísima” como comenzaron a nombrarle desde entonces, a pesar de la excomunión que se había levantado en su contra. Allí, frente al atrio de la iglesia principal de la ciudad, por fin la puerta del misterioso carruaje se abrió, dando paso a un personaje extraño. Descendió entonces un joven elegantísimo y fino, vestido con uniforme y divisas de capitán. Nadie le dirigió la palabra, pero un murmullo sordo recorrió a la muchedumbre.
Cuando el servicio religioso dio fin, pasó toda la comitiva al Palacio de la Audiencia, donde los jefes militares presentaron sus respetos. El misterioso joven acompañaba al generalísimo, como parte de la comitiva de su ejército, sin que nadie se molestase en presentarlo o aclarar su identidad.
En todo el día no dejaron de escucharse los repiques de campanas y las salvas de artillería en honor a los ejércitos de Hidalgo. Los tapatíos de todas las clases sociales acompañaron la procesión entre gritos, ebrios muchos de ellos de aguardiente y todos de alegría.
Por la noche se ofreció una opípara cena en el salón mismo del palacio y después asistieron el padre Hidalgo y sus acompañantes a una función al Coliseo de las Comedias. El capitán estuvo presente, por supuesto, y su finura y elegancia conquistaron a los presentes, aunque el muchacho habló poco y se condujo con prudencia.
Al padre Hidalgo se le ofreció hospedaje en una de las casas mejor ajuareadas de la ciudad, y, una vez instalado, discretamente dispuso que al joven capitán se le instalara en una casa similar, sin reparar en gastos, a fin de que nada le faltara.
Tanta preocupación del líder del movimiento dio pie a diversos rumores. La gente comenzó a decir que en aquel carruaje cerrado había llegado nada menos que Fernando VII, el rey destronado de España quien, tras huir de su cautiverio en Bayona, se había acogido a la protección de Hidalgo para recuperar su trono desde tierras americanas.
Miguel Hidalgo gobernó en Guadalajara con poderes absolutos; desde el Palacio de la Audiencia comenzó a dictar decretos para organizar mejor su gobierno: ordenó fortificar la ciudad y traer armamento desde los puntos cercanos; expidió el decreto de abolición de la esclavitud y devolución de las tierras a los indígenas y mandó al cura Francisco Severo Maldonado editar un periódico: El Despertador Americano.
Estas labores de gobierno ocuparon todo su tiempo, además de que todos los hombres y mujeres principales de Guadalajara querían agasajarle en sus casas; sin embargo, todos los días se hacía un espacio en las primeras horas de la tarde para ir a visitar largamente al joven capitán que no salía jamás de la casa que le fue acondicionada con todos los lujos y comodidades que merecía un soberano en el exilio.
En las pocas semanas que estuvo Hidalgo en Guadalajara no dejó de visitar al extraño militar ni un solo día. Muy importantes debían ser las conferencias que se celebraban entre ambos personajes, ya que se realizaban a puertas cerradas y nadie había podido escuchar ni una palabra de lo tratado en aquellas pláticas. Incluso una noche el cabecilla insurgente no salió de la casa del capitán hasta el amanecer.
Fue el día de infausta memoria en que una gavilla al mando del coronel Alatorre, por órdenes de Hidalgo, sacó a cuarenta y ocho españoles presos en el Colegio de San Juan y los degolló en el paraje denominado las Barranquitas. Eran comerciantes y algunos miembros del consulado que se habían rehusado a contribuir con la causa insurgente. Alguno era de Tepic, otros de Sayula o de Zacoalco y alguno más había venido en la cuerda de presos desde Valladolid.
No duró, sin embargo, aquella relativa tranquilidad. El gobierno de Hidalgo en Guadalajara se vio amenazado pronto por las tropas comandadas por don Félix María Calleja y don José de la Cruz. Hidalgo, al enterarse de que sus enemigos estaban muy cerca, decidió salir a enfrentarlos en el Puente de Calderón, al frente de su ejército que ascendía a más de ochenta mil hombres.
El 17 de enero de 1811 tuvo lugar la sangrienta batalla, y seis horas más tarde concluyó con la aplastante victoria de las fuerzas realistas al mando de Calleja, que estaban mucho mejor entrenadas a pesar de ser menores en número. Los caudillos de la insurgencia se escaparon hacia el norte, mientras que Calleja, junto a José de la Cruz, tomó Guadalajara el 21 de enero.
En las semanas siguientes el inclemente general realista hizo todo lo necesario para borrar de la ciudad las huellas de los insurgentes: restauró en sus cargos a aquellos miembros de la audiencia que habían sido destituidos, nombró una Junta de Seguridad para juzgar a todos aquellos que hubieran colaborado con los insurgentes y concedió el perdón al editor de El Despertador Americano, a condición de que publicara un periódico en contra del movimiento.
Pronto se enteró Calleja de la presencia en Guadalajara de aquel misterioso personaje que había acompañado a Hidalgo, quien todavía la multitud juraba que se trataba de Fernando VII.
Grande fue la sorpresa de los jueces y del mismo Calleja cuando el delicado capitán se despojó del bicornio adornado con plumas y galones, para dejar en libertad una larga cabellera rubia y ondulada que cayó sobre sus hombros.
El general hizo comparecer al militar frente a los jueces de la Junta de Seguridad y quiso él mismo estar presente dadas las sospechas de los tapatíos, ya fuera para dar parte al virrey o pronunciar su sentencia de muerte, dependiendo de quién fuese.
Grande fue la sorpresa de los jueces y del mismo Calleja cuando el delicado capitán se despojó del bicornio adornado con plumas y galones, para dejar en libertad una larga cabellera rubia y ondulada que cayó sobre sus hombros. Era una mujer.
María Luisa Camba había nacido y crecido en Valladolid como hija de un acaudalado comerciante, don Fernando Camba y Aguilar, español peninsular que no desaprovechaba la ocasión para denostar a los insurgentes, en particular a ese cura apóstata llamado Miguel Hidalgo y Costilla.
A la llegada de los insurgentes a aquella ciudad su padre no sólo se había rehusado a colaborar con el movimiento, sino que hablaba en las tertulias en contra de las ideas absurdas de esos afrancesados sin temor de Dios.
Pronto fue hecho prisionero, y si no fue pasado de inmediato por las armas junto con otros gachupines, fue porque su hija corrió a pedir clemencia al caudillo.
Para liberar a don Fernando, Miguel Hidalgo puso como condición que María Luisa se fuera con él en su recorrido a Guadalajara. Y ella, joven huérfana, sin nadie más en la vida que su padre, decidió seguir a las tropas insurgentes y dar algún consuelo a su padre, que iba en la cuerda de los presos.
Así pasaron por Izicuaro, Coro, Tecacho, Las Piedras, Zipimeo, Tlazazalca, Zamora, Ixtlán de los Hervores, la Barca, Zapotlán del Rey, Ocotlán, Poncitlán y Atequiza, hasta llegar a Tlaquepaque. Todo aquel tiempo María Luisa se mantuvo oculta en su carruaje cerrado, visitando por las noches a su padre, quien recibía un trato privilegiado gracias a su hija.
Hidalgo la trató siempre con respeto y ella poco a poco se fue encariñando con el cura y su movimiento. Se enamoró de sus ojos de fuego y de su palabra fácil. Un discurso suyo era capaz de hacer arder los corazones de sus tropas y el de ella. Lo había encontrado simpático e instruido, además de admirar su enorme inteligencia y benevolencia con los prisioneros.
Cuando llegaron a Guadalajara y María Luisa vio el recibimiento que le dieron al caudillo lo admiró aún más. Noche a noche él le compartía sus planes de gobierno y le narraba anécdotas curiosas de la gente de Guadalajara. También le contó con cuánta repugnancia tuvo que aceptar ser llamado “Alteza Serenísima” por los miembros de las corporaciones eclesiásticas y civiles de Guadalajara. Y cuando alguien le llevó el rumor a María Luisa de que su padre estaba incluido en la lista de los próximos a ejecutarse en las Barranquitas, loca de angustia, mandó llamar al cura, quien se tomó todo el tiempo necesario para convencerla de que su padre no estaba sentenciado y prometerle que lo liberaría.
La víspera de la Batalla de Calderón, en efecto, Hidalgo mandó soltar a don Fernando; lo puso fuera de Guadalajara y en camino hacia Valladolid. En cuanto a María Luisa, la dejó encargada con su amigo el cura Francisco Severo Maldonado, sin revelarle a aquél la verdadera identidad de la muchacha.
Los jueces de la Junta de Seguridad y el propio Calleja quedaron cautivos de su discreción y modestia, y a partir de aquel día la simpatía popular hacia “la Fernandita” no tuvo límites. La muchacha volvió a Valladolid cuando el jefe realista José de la Cruz, al obtener el gobierno de la provincia, decretó su libertad y desde ahí, enterada de la muerte del cura Hidalgo en Chihuahua, comenzó a ayudar a los herederos del movimiento cuando llegaron a la provincia de Michoacán. ®
Capítulo del libro Adictas a la Insurgencia, publicado por Planeta en 2019. Se reproduce com permiso de la autora y de la editorial.