Mario Vargas Llosa y el indigenismo

Mascarita, El Hablador y la selva

Mario Vargas Llosa parece, a primera vista, un novelista urbano. Sin embargo, también se ha preocupado por la realidad indígena de América Latina. Lo demostró en El Hablador, una obra que se inspira en el primer viaje que hizo a la selva peruana en 1958.

Vargas Llosa.

Allí encontró una naturaleza en estado salvaje que lo fascinó, lo mismo que un mundo muy diferente del Perú occidentalizado, en el que parecía dominar la aventura, la violencia, la ausencia de ley… No pudo evitar la sensación de que retrocedía en el tiempo, a un universo más primitivo. El recuerdo de aquel viaje le perseguiría en el futuro, plasmándose en novelas como La casa verde o Pantaleón y las visitadoras.

De la mano de dos lingüistas estadounidenses, el matrimonio Schnail, Mario supo de los contadores de cuentos machiguengas. Estos “habladores” constituían el armazón sobre el que se asentaba la comunidad, porque sin la memoria oral de las historias que difundían la identidad colectiva se hubiera disuelto en la nada. El futuro Nobel experimentó una inmediata atracción por ellos. Había encontrado una prueba de que un relato va más allá de la simple diversión porque significa algo tan necesario como para garantizar la existencia misma del grupo. En cierta manera, los habladores eran colegas suyos porque se dedicaban al mismo oficio, el de relatar historias. Sintió entonces la necesidad de fabular sobre ellos, pero no cumplió su propósito hasta mediados de los ochenta, con una novela que es fantasía, aunque bebe también de las fuentes de la literatura etnográfica y folklorista.

El narrador que abre El Hablador, por más que Vargas Llosa diga que se trata de un personaje ficticio, puede identificarse con él sin problemas. Nos habla en primera persona y nos dice que ha tenido que marcharse a Florencia para descontaminarse, por un tiempo, de su “malhadado país”, Perú. Sin embargo, Perú sale a su encuentro en forma de una exposición fotográfica sobre los nativos de la selva amazónica, con instantáneas que aciertan a reflejar su mundo arcaico “sin demagogia ni esteticismo”. Las instantáneas poseen la virtud de resucitar su propia experiencia entre los machiguengas e incluso cree reconocer algunos de los indios con los que había conversado. La imagen que más espera se la encuentra hacia el final: hombres y mujeres, sentados hipnóticos, miran con fascinación a un hombre que, de pie, les cuenta uno de sus relatos.

Las instantáneas poseen la virtud de resucitar su propia experiencia entre los machiguengas e incluso cree reconocer algunos de los indios con los que había conversado. La imagen que más espera se la encuentra hacia el final: hombres y mujeres, sentados hipnóticos, miran con fascinación a un hombre que, de pie, les cuenta uno de sus relatos.

Un personaje decisivo en la novela es Saúl Zuratas, alias “Mascarita” por el escandaloso lunar que le cubre la parte derecha del rostro; es el chico más feo del mundo, pero también una magnífica persona, simpático y trasparente. El narrador tuvo ocasión de conocerlo cuando fue su compañero en la Universidad de San Marcos, cuando ambos estudiaban en la Facultad de Letras en los años cincuenta. Mascarita cursa derecho, para contentar a su padre, pero también etnología, fascinado por la cultura de los indios, de los que habla con admiración. De hecho, su interés por ellos es más emocional que científico. “Era, sobre todo, el mundo indígena, con sus prácticas elementales y su vida frugal, su animismo y su magia, lo que parecía haberlo hechizado”.[1] Puede decirse, por tanto, que lo suyo es una especie de conversión. En el sentido cultural y, tal vez, también en el religioso. Por eso, dos temas pasan a monopolizar su conversación: las culturas amazónicas y la decadencia de los bosques donde viven.

El narrador no encuentra que esta evolución sea óptima. Más bien lo contrario: considera que Mascarita se ha obsesionado en exceso. “Te has vuelto un (mono)temático”, le reprocha. Pero su amigo está convencido de que no exagera porque en el Amazonas se está cometiendo un crimen horrendo en medio de la indiferencia general, el de la destrucción de la naturaleza a través de métodos brutales como la pesca con explosivos o el desbroce del bosque por medio de incendios.

Vargas Llosa presenta a su protagonista a partir de unos sentimientos contradictorios, conmovido ante una persona con el coraje necesario para entregar su vida por lo que cree, pero, al mismo tiempo, asustado. Porque sabe que de esa fe inquebrantable puede salir tanto un altruista como un fanático. De ahí que su amigo le inspire, al mismo tiempo, atracción y rechazo. Admira su bondad personal a la vez que le considera una criatura extravagante, aunque también reconoce que, pese a su radicalidad, no cae en la tentación de hablar a los demás como si fueran pobres descarriados que no saben lo que hacen. En ocasiones, incluso se da el lujo de provocarlo para demostrarle lo supuestamente absurdo de su posición. Le dice, por ejemplo, que no es razonable que el país deje de explotar las riquezas de la Amazonía, con las que millones de personas podrían beneficiarse, sólo para que unos cuantos miles de personas continúen practicando costumbres ancestrales y los etnólogos puedan estudiarlos. En otras ocasiones, no duda en utilizar datos que sabe falsos. Los indios, por ejemplo, no pescan con veneno. Pero así consigue lo que busca: que su compañero entre al trapo.

Poseedor de una aguda sensibilidad ecológica, no acepta un progreso que ponga fin a siglos de equilibrio entre el hombre y el ecosistema. Para él, lo peor que les puede pasar a los indios es la pérdida de su identidad. Si les quita lo que son, se convierten en caricaturas de sí mismos.

Mascarita, en apariencia, no se toma a mal estas críticas, pero en el fondo se siente herido en lo más íntimo, tanto como si alguien hubiera insultado a su padre. Si no llega a exteriorizar sus auténticos sentimientos, seguramente es porque ha aprendido de los machiguengas que uno no debe dejar espacio a la rabia. Es así como se consigue “que las líneas paralelas que sostienen al mundo no cedan”.[2] Su visión de la vida está apegada a un imaginario en el que lo que cuenta es la naturaleza, el ritual, los mitos, aunque al mismo tiempo cree que los indios se hallan en una situación de inferioridad si se utilizan criterios como la mortalidad infantil o los derechos de la mujer. Él mismo, por su deformidad física, no hubiera sobrevivido en esa sociedad. No obstante, está convencido de que los rasgos desagradables de una cultura ajena no dan derecho a exterminarla. Poseedor de una aguda sensibilidad ecológica, no acepta un progreso que ponga fin a siglos de equilibrio entre el hombre y el ecosistema. Para él, lo peor que les puede pasar a los indios es la pérdida de su identidad. Si les quita lo que son, se convierten en caricaturas de sí mismos. Los que han emigrado a Lima, a la gran ciudad, no serían más que zombis, desconectados para siempre de lo que vivificaba su ser, es decir, de su entorno, de su religión, de su idioma.

Vargas Llosa ha declarado que el personaje de Mascarita responde a una invención, pero también reconoce que se basó en la experiencia de diversos amigos que estudiaban antropología. También, en su círculo de conocidos, se hallaban judíos, es decir, miembros de “esa pequeña comunidad que es también una de las muchas tribus del Perú”.[3] Mascarita no es religioso, pero pertenece por vínculo familiar a este mundo confrontado tan de cerca a la discriminación. Eso le prepara, en cierta forma, para comprender a los indígenas porque él también es, en más de un sentido, un ser aparte.

Nuestro autor tuvo muy cuenta una experiencia concreta que conoció de cerca, una “especie de conversión cultural”, pero Mascarita, básicamente, responde a una ficción. Eso no quita, de todas formas, para que puedan rastrearse los posibles modelos que sirvieron para trazar su carácter y sus peripecias. Por la forma en que el protagonista de El Hablador plantea la problemática indígena, parece razonable suponer que uno de sus referentes en la vida real pudo ser el novelista José María Arguedas, defensor de una “utopía arcaica” que consistía en la preservación, a toda costa, del antiguo modo de vida rural. Esta postura correspondía a una antropología de signo conservacionista: los indios debían permanecer fuera de cualquier contacto con los occidentales. De no mantenerse aislados, experimentarían un inevitable proceso de destrucción.

No es esta la única similitud entre el protagonista de El Hablador y Arguedas, ya que tanto el uno como el otro se distinguen por una extraordinaria timidez con las mujeres. Pero, sobre todo, lo que más llama la atención es que ambos sufren profundos traumas. En la vida real, el autor de Los ríos profundos vivió bajo el peso de una infancia muy dura, separado de su padre, maltratado por su madrastra. En la ficción, Mascarita ha de enfrentarse a un aspecto físico repugnante. ¿Origen, tal vez, de su amor hacia unos indios con los que comparte la condición de marginado? Asegura que no los idealiza, pero ve en ellos a una especie de superhombres. Como Arguedas.

Frente a la defensa de lo ancestral el alter ego de Vargas Llosa se erige en el portaestandarte del discurso de la modernidad a partir de la sacralización de un conocimiento que se autoproclama racionalista, como si hubiera, per se, menos lógica en adorar a la boa constrictora que en elaborar grandes cosmovisiones laicas, como el liberalismo o el marxismo, no menos míticas en realidad. El universo de los blancos es el universo de la razón mientras que los indios se hallarían prisioneros en la cueva de las supersticiones, incapaces aún de remontarse hasta la luz de la razón. Desde este punto de vista, la Historia es un recorrido lineal hacia un mayor nivel de progreso, en el que los pueblos se distribuyen de una manera jerárquica en los distintos estadios de esa evolución. Por eso, viajar a la selva implica ir hacia atrás en el túnel del tiempo, de regreso a la “prehistoria”, de acuerdo con la vieja idea de que la gente sin escritura es gente sin historia, de vuelta a una etapa salvaje de la humanidad en la que el mundo está aún por “domar”.

La Historia es un recorrido lineal hacia un mayor nivel de progreso, en el que los pueblos se distribuyen de una manera jerárquica en los distintos estadios de esa evolución. Por eso, viajar a la selva implica ir hacia atrás en el túnel del tiempo, de regreso a la “prehistoria”, de acuerdo con la vieja idea de que la gente sin escritura es gente sin historia…

Por suerte, el antagonismo ideológico no hace naufragar la amistad del narrador con Mascarita. Cierto que tiene que fingir interés por sus palabras cada vez que le escucha, pero… ¿no es eso una demostración de afecto más que una hipocresía? No obstante, con el paso del tiempo, la relación se volverá más superficial.

Mascarita podría canalizar su pasión por lo etnológico a través de una carrera académica para la que está, sin duda, dotado. Ha presentado su tesis y cuenta con una beca para ir a Francia, a especializarse. Pero se niega, en apariencia para no dejar solo a su padre anciano. La verdadera razón es otra, sin embargo. Le embargan dudas más que considerables de carácter deontológico. ¿Es moral el trabajo de campo? Piensa que, en realidad, la supuesta tarea científica no deja de encubrir una agresión contra la cultura aborigen. La llegada de los estudiosos, provistos de sus grabadoras, vendría a modificar de forma desastrosa la realidad observada. Ellos no serían, en la práctica, distintos de los misioneros. Fueran conscientes o no, actuaban como la punta de lanza de una agresión imperialista. Para Mascarita, sólo existe una manera de respetar a los indígenas: no acercarse a ellos. Porque sólo así podrán seguir siendo lo que son. Ellos, a diferencia de los descendientes de los incas, a los que no les queda más salida que integrarse, aún tienen la opción de mantenerse libres y conservar un saber que los blancos hace tiempo que han olvidado, el del equilibrio con la naturaleza.

Un ilustre historiador de la vida real, Raúl Porras Barrenechea, que aparece en la novela como profesor universitario, discrepa radicalmente de lo que para él significa la resurrección de un “indigenismo fanático”. Al enterarse de que un alumno tan prometedor piensa de esta manera renuncia de inmediato a ficharlo en el Departamento de Historia. Prefiere que se marche a Francia “y haga carrera promoviendo la Leyenda Negra”.[4] Porras, por cierto, es un crítico acerbo de la etnología. La considera una pseudociencia que, para colmo de males, contribuye a estropear la prosa castellana.

Mientras tanto, el narrador no sabe muy bien lo que propone su amigo. ¿Desea, tal vez, que Perú declare la selva en cuarentena y no permita la entrada de foráneos? Su actitud le parece propia de un santo o de un loco. Cuando él mismo tenga oportunidad de visitar la selva su reacción será ambivalente: la experiencia le permite comprender mejor el comportamiento de Mascarita, pero, por otro lado, le proporciona más razones para justificar su discrepancia. No comprende tanto empeño en preservar inmaculadas unas tribus que, de todas formas, con más o menos rapidez, experimentan un proceso de cambio inevitable bajo la influencia de blancos y mestizos. No obstante, aunque los indios pudieran mantenerse en su primitivismo, eso no sería deseable porque continuarían en una posición de inferioridad frente a las agresiones externas. La alfabetización, en cambio, les permite tomar conciencia de la explotación que sufren por parte de los patronos de la Amazonía. Es entonces cuando advierten que el beneficio real se obtiene de comerciar directamente con las ciudades organizándose en una cooperativa, aunque eso significa enfrentarse a la violencia de sus enemigos “civilizados”, dispuestos a todo para imponer sus intereses. El problema es que el desarrollo económico, según Vargas Llosa, conspira contra el mantenimiento de las viejas tradiciones. Desde esta óptica, da igual si ese progreso se produce desde parámetros capitalistas o socialistas porque el resultado, para los indios, acaba por ser el mismo: la pérdida de identidad.

Sorprendentemente, Mascarita se marcha a Israel, tal vez porque su anciano padre quiere morir allí. De manera asombrosa, Vargas Llosa lo reencuentra en los años ochenta durante una nueva visita a la selva, con motivo del programa de televisión que encabeza, La Torre de Babel. Descubre entonces que su antiguo compañero se ha transformado… ¡en el Hablador de los machiguengas! Comprende entonces por qué los machiguengas son reacios a mencionarle. No buscan proteger a una institución sino a una persona concreta, a Mascarita, el extranjero que se ha convertido en uno de ellos, sin duda porque él así se lo ha pedido para no llamar la atención de los blancos. Nunca se había marchado a Tierra Santa, en realidad. Ésa había sido la coartada para desaparecer tras la muerte de su progenitor, cambiar de vida, cambiar de pueblo y hallar, por fin, su lugar en el mundo a través de una experiencia que significa, en muchos sentidos, nacer otra vez.

Su caso ejemplifica la teoría que ya en 1930 había defendido Uriel García en su libro El nuevo Indio. Indígena no es el que pertenece a una raza sino el que se identifica con una cultura, la de la Sierra, encarnación del Perú “auténtico” frente a una costa dominada por la herencia española. La indianización de Mascarita será una ficción narrativa, pero no deja de remitirnos a la realidad si pensamos en el caso de Andrés Alencastre. Hijo de un terrateniente al que mataron sus indios, Alencastre se convirtió en profesor de una lengua quechua que intentó depurar de adherencias castellanas. Por otra parte, promovió un concurso de belleza indígena para cuestionar los cánones estéticos occidentales. Incluso se cambió de nombre puesto que se hacía llamar K’illko Waraqa.[5] ¿No nos encontramos con una fascinación por lo autóctono similar a la que refleja, en El Hablador, Vargas Llosa? ®


[1] Vargas Llosa, Mario. El Hablador. Madrid: Alfaguara, 2011, p.31.
[2] El Hablador, p.35.
[3] Vargas Llosa, Mario. Literatura y política. Madrid: Fondo de Cultura Económica, 2003, p.88.
[4] El Hablador, p.48.
[5] Muñoz–Bernand, Carmen. “Semblanzas andinas: incas, cholos o campesinos globalizados”. Revista de Occidente nº 269, octubre de 2013, pp. 52–54.

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Publicado en: Ensayo

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