En su poesía se mezclan memorias y terrores infantiles con el deseo y el erotismo, combinación apabullante de la que es difícil desprenderse.
Él me dijo que mi único destino era escribir poemas.
Y yo lo escuché sencillamente, sintiendo que iba a obedecerle.
Busco en YouTube un video en el que Marosa lee, recita, crea poemas. No hay muchos. Mi favorito es uno titulado “Diadema” que apenas dura 55 segundos. Descalza y enfundada en un vaporoso vestido negro sobre el que luce un largo collar de perlas, la uruguaya está en el escenario. No lee, se pasea por el espacio y se apoya en el respaldo de una silla mientras enuncia versos con voz cantarina oscura: “Enviaba chispas a mi habitación, en todas sus bocas abiertas tenía lágrimas rosas y también huesos y peines”.
Hay algo hipnótico en la poesía de Marosa di Giorgio (Salto, 1932–Montevideo, 2004), pero yo describiría su escritura como orgánica, feraz. Lees un verso y éste se reproduce en cientos de imágenes que te atraviesan como una cascada tumultuosa.
En Los papeles salvajes (Adriana Hidalgo, 2008) se reúne toda su obra poética. En 652 páginas de prosa abigarrada hay mucho espacio para hombrecitos, conejos, vampiros granates, niñas con corona de trenzas, leones o mujeres rojas con la risa del maíz desgranado. La poeta está acompañada de estas criaturas cuasimágicas en el mundo selvático que se desarrolla en Salto, su ciudad natal. Pero también están sus padres, su abuela, las tías, las primas, los seres bienamados “que se me mostraron siempre silenciosos e irisados”.
Si Marosa creó una tierra poética de la que entraba y salía a voluntad, también se inventó a sí misma. No sólo al unir sus dos nombres —María y Rosa— sino al convertirse en voz y protagonista de sus papeles salvajes.
Hay quien dice que era más bien tímida, pero que al momento de leer sus poemas se transformaba. Otros la describen como “una señora extraña” que se desnudaba para tomar el sol sobre las tumbas del cementerio salteño.
“Volvimos a los árboles. Al vernos. Se pusieron crispados, angustiados, y después aflojaron un llanto suave, de lágrimas que parecían pétalos”. La autora pasó la niñez en tierras agrícolas de su abuelo y su padre —donde no faltaron ni libros ni lecturas de poesía—; durante la adolescencia se mudó con la familia a la ciudad, al centro de Salto, y ya en la juventud desarrolló una afición al teatro: participó como actriz en más de treinta representaciones. Publicó sus primeros poemas a los catorce años, en el periódico estudiantil, y a los veintidós dio a la imprenta su primer libro en una edición de autor.
Amén de trabajar poco más de un lustro en el diario Tribuna Salteña —estaba a cargo de la sección “Sociales y Culturales”—, fue empleada municipal durante casi veinte años, primero en el Registro Público y después en la Intendencia Municipal de Montevideo. Nunca se casó ni tuvo hijos. Después de jubilarse, se dedicó a recorrer América Latina y buena parte de Europa gracias a becas, premios e invitaciones a festivales de poesía.
“Yo estaba oculta entre las hojas y asomé de entre las hojas. Yo, como siempre, no sabía qué hacer, si esconderme. Si aparecer”. Hay quien dice que era más bien tímida, pero que al momento de leer sus poemas se transformaba. Otros la describen como “una señora extraña” que se desnudaba para tomar el sol sobre las tumbas del cementerio salteño. Su biógrafo, Leonardo Garet, apunta que Marosa “era el centro natural de gravitación por su personalidad avasallante, aun siendo retraída”.
Mi alma tiene miedo y tiene audacia.
Es una muñeca grande, con rizos, vestido celeste.
Un picaflor le trabaja el sexo.
Ella brama y llora.
Y el pájaro no se detiene.
En su poesía se mezclan memorias y terrores infantiles con el deseo y el erotismo, combinación apabullante de la que es difícil desprenderse. En la comarca que erigió para habitar la poeta espera con ansias a su amado, su “monstruo de almíbar, novio de tulipán, asesino de hojas dulces”. Leo que él la besó, que el campo estaba ardiente y suave, que temblaba… Y se me erizan los vellos de la piel.
¿Quién es Marosa? Para mí es “aquella muchacha” que escribía poemas “enervantes y dulces, con gusto a durazno y a hueso y sangre de ave” para colocarlos cerca de las hornacinas, de las tazas, de las lámparas. Es la chica de cabello rojo que entra en trance para dar forma a un mundo indómito, donde la poesía se reproduce en querubines y gladiolos y mariposas. Y es libre y eterna. ®