Marseille Noir es una colección de relatos negros coordinada por el periodista Cédric Fabre. Una excusa para retratar la violencia social en catorce barrios que se miran de reojo y a veces ni se hablan.
Un maestro tranquilo y bonachón no soporta la música atronadora de su vecino y lo ahoga aplastándole un libro en la garganta. Hay dealers de poca monta que no conocen las cités de mala reputación ni se atreven a declararse a la chica que les gusta, pero sí a venderle heroína. Una madre soltera se distrae pensando en cómo llamar la atención del profesor de su hija y perece en la anarquía de una rotonda sin tiempo al descubrir que su galán tiene el pasado poco glamoroso del inmigrante argelino y pobre. Un hombre se inmola haciendo estallar los contenedores de la ciudad. El equipo de fútbol local toma el poder en el Ayuntamiento y reemplaza el busto de la Marianne republicana por la Copa de Europa de 1993.
Nada de esto sucedió en Marsella pero cualquier marsellés reconocería a su ciudad en los cuentos de Marseille Noir (Éditions Asphalte, 2014), una colección de relatos negros coordinada por el periodista Cédric Fabre. Una excusa para retratar la violencia social en catorce barrios que se miran de reojo y a veces ni se hablan.
El tiroteo con kaláshnikov en la cité de La Castellane, la barriada del norte de Marsella en la que cualquier vecino ubicaría, seguramente con hastío, la infancia del futbolista Zinedine Zidane, puede ser contado desde el drama o la caricatura. En los dos registros la narración se ajustaría a la verdad. El día en el que el primer ministro, Manuel Valls, visita la ciudad para presentar datos optimistas sobre el descenso de la delincuencia, los tiros de la legendaria arma soviética resuenan en una de las cités que más maltrata el paro y el tráfico de drogas. Hasta un mando de la Policía tiene que refugiarse del ataque entre los asientos de su coche, que acaba, a diferencia de otros ocurrido entre bandas rivales de narcotraficantes, sin heridos pero con gran rebumbio mediático.
El episodio de la Castellane no forma parte de la colección de cuentos de Marseille Noir, pero encajaría perfectamente en esta antología de relatos negros a cargo del periodista Cédric Fabre, marsellés nacido en Senegal en 1968. Lo absurdo, el cliché y el paisaje también forman parte del crimen y de los catorce cuentos que el reportero —autor también de La Commune des Minots o Marseille’s burning— ha reunido sobre esta ciudad del Mediterráneo de poco más de 850 mil habitantes y que carga sobre sus hombros cierto malditismo portuario, alimentado por el cine y la literatura pero también por hechos incontestables: Marsella fue un punto estratégico de la fabricación de heroína con destino a Estados Unidos en los años sesenta y setenta.
Si hacemos caso a la leyenda, Marsella fue fundada hace 2,600 años gracias al matrimonio entre un marinero de Focea —en la actual Turquía— y una pastora ligur, una tribu local. Tal vez por ese pasado griego muchos dicen que está llamada a la tragedia. También en la forma de contarse a sí misma. Muy cerca del barrio histórico, en una terraza de la cafetería la Samaritaine, uno de los pocos edificios del norte del puerto que sobrevivió a los bombardeos alemanes de 1943, Cédric Fabre reflexiona sobre la larga relación entre literatura y crimen marsellesés y añade un nuevo episodio al relato sangriento: su criatura Marseille Noir, catorce cuentos ambientados en otros catorce barrios de la ciudad, catorce autores nacidos o residentes en Marsella, con versiones anteriores en Londres, La Habana, Barcelona, Ciudad de México —a cargo de Paco Ignacio Taibo II— o Los Ángeles. Relato breve de género negro, o polar, como dicen los franceses, en dosis ligeras. En la antología, Fabre —autor de uno de los relatos, “Joliette Sound System”— incluye a dos de los padres de la novela negra marsellesa, Philippe Carrese y François Thomazeau. El primero publicó en 1994 Trois jours d’engatse y el segundo, en el mismo año, La faute à degun. Son de los títulos de novela negra más destacables de las dos últimas décadas, contando, por supuesto, los firmados por el ya fallecido Jean Claude Izzo.
Las cités más duras del norte, donde el desempleo pasa de 50% y la clase obrera francesa es la excepción, toman las portadas. Los partidos hacen de los distritos sus feudos electorales y el juego político se distorsiona debido a un clientelismo que perpetúa la miseria.
“El polar es básicamente una literatura de territorio que intenta captar la esencia del entorno, la violencia social. Hay ciudades de novela negra y Marsella tiene toda una mitología del crimen. Es la ciudad de la French Connection y ya antes era una ciudad de mafiosos”. Fabre habla del patrimonio criminal del convulso siglo XX: de los Guérini, los Carbone y lo Spirito (el milieu marseillais, el hampa local, al que Jean Paul Belmondo y Alain Delon pusieron rostro en Borsalino), de sus relaciones con la Resistencia y el colaboracionismo y de su reparto del tráfico de estupefacientes, las máquinas de juego y el negocio de la prostitución en la orilla norte del puerto antiguo. En el Panier, el barrio más antiguo de la ciudad, apareció en 2013 la figura de un Kaláshnikov pintada en la ventanilla de un estridente coche rosa. Sobre ella reposaba el lema “La cultura es el ataque”. A medio camino entre la provocación, la burla y la denuncia, el eslogan afeaba los fastos de Marsella como Capital Europea de la Cultura en 2013, un acto de 91 millones de euros de presupuesto en la que aloja el barrio más pobre de Francia y en donde la exclusión provocada por el desempleo y el racismo carcome cités enteras desde hace décadas.
Asfixiadas las redes de la French Connection y siempre que uno no sea muy nostálgico, el relato criminal se desplaza en los últimos tiempos a las barriadas de vivienda social del norte de la ciudad. Los Kaláshnikov existen y de vez en cuando se llevan por delante la vida de algún narcotraficante en apuros. Las cités más duras del norte, donde el desempleo pasa de 50% y la clase obrera francesa es la excepción, toman las portadas. Los partidos hacen de los distritos sus feudos electorales y el juego político se distorsiona debido a un clientelismo que perpetúa la miseria. Pese a los fastos y los turistas que descubren la Francia mediterránea en el Vieux Port, los paisajes de L’Estaque que inspiraron a los pintores impresionistas o la nueva vida del fuerte militar de Saint Jean, con el Museo de las Civilizaciones del Mediterráneo (el MUCEM) recién estrenado, Marsella es una ciudad desigual que ha modelado guetos a los que se llega a duras penas y con mucha paciencia en autobús.
La protagonista de Marseille Noir es la memoria sentimental construida en sus barrios, enclaves cerrados en los que sucede lo extraordinario y lo banal. En el cuento “L’Entrepôt pour gens d’avant” Salim Hatubou se fija en la colonia comorense del barrio La Solidarité, en el norte de Marsella, ante un asesinato imaginario del presidente de Comores. René Frégni aporta a la antología la historia de un hombre que regresa a su barrio de Château Gombert para recoger aceitunas pero que en realidad quiere matar al amante de su mujer. Las turísticas Islas Frioul, vecinas del Château d’If en el que Alexandre Dumas encerró al Conde de Montecristo, pueden ser el lugar perfecto en el que abandonar un cadáver sin que nadie se entere si el día está lluvioso, sopla el mistral y los barcos no salen del puerto. Ésa es, al menos, la creación criminal de Marie Neuser en su relato. Marsellés y popular a rabiar, el barrio de Belle de Mai ofrece un recorrido insospechado para los turistas que se suben al bus 49 y sólo quieren ir al MUCEM, el Museo de las Civilizaciones del Mediterráneo, inaugurado para lustre del año capital.
“Se dice que Marsella son 111 pueblos y que juntos forman una ciudad, pero yo creo que no lo consiguen. Hay una especie de descreimiento aquí en Marsella, las identidades son muy fuertes y no llegan a construir nada en conjunto. ¡En los quartiers Nord hay niños que nunca han visto el mar! Yo creo que esta identidad tan fuerte siempre esconde una frustración, un sentimiento de abandono, de amor propio herido”, dice Fabre, que recuerda que el grito de guerra favorito de sus convecinos, “fiers d’être marseillais” (orgullosos de ser marselleses) es un eslogan de estadio, del Vélodrome, casa del Olympique de Marsella. Al escritor le fascina que los forofos marselleses sean capaces de declarar una huelga a su equipo como si se considerasen empleados de una empresa cuando éste tiene malos resultados.
Hay una Marsella de canallería impostada, que se presta a la mofa y la leyenda, matizada en la ficción de Fabre por personajes clarividentes. La desigualdad la retrata. “Los decepcionaría mucho si confesase que no conozco de la Busserine o Micocouliers más que lo que leo en los periódicos, como ellos —y como todos esos payasos a los que excitan los kaláshnikov y los scorpio porque jamás verán uno de cerca, por suerte para ellos”, piensa el pequeño dealer enamorado de una chica bien del sur de Marsella, como el resto de su clientela, estudiantes despreocupados que compran droga con el dinero de sus padres y se piensan arriesgados porque creen que tratan con un canalla de los quartiers Nord. Es el guiño irónico de la autora de “Que dire?”, el relato de Rebecca Lighieri, que aparece también, más fatalista aún, en el retrato de los artistas de La Plaine, la zona de la movida marsellesa de los noventa que ya no lo es más, firmado por Serge Scotto. “Se creen célebres porque se celebran entre ellos y poderosos porque a inicios de mes pagan la ronda a los colegas con el RMI (una prestación social)”.
Es frecuente, tanto en referencia a actividades poco lícitas como a la angustia de la supervivencia, oír que en Marsella reina una economía de la debrouille. Salir adelante. Arreglárselas. La debrouille puede ser cualquier cosa. Lo son, por ejemplo, los numerosos cafés asociativos de la ciudad, que sortean de esta forma las rígidas exigencias a las que deben hacer frente los pequeños negocios y que demuestran que hay una cultura popular muy viva que sobrevive pese a las estrecheces económicas, la exigua población estudiantil —que se queda en Aix en Provence— y la industria huida hace ya décadas a la zona del Étang de Berre, una laguna de agua salada alrededor de la que se han instalado numerosas refinerías y fábricas.
Marsella, gobernada desde hace casi veinte años por la UMP (derecha republicana), es un territorio confrontado con la amenaza del extremismo. El Frente Nacional tiene su propia historia en la ciudad del sur. Desde la primavera de 2014 el partido de extrema derecha dirige el distrito más populoso de Marsella, también uno de los que más sufren la precariedad y la violencia.
Para Philippe Carresse y François Thomanzeau el drama en Marsella puede ser tan poco romántico como el desafío de entrar en una rotonda sin sufrir un percance —es una ciudad de tráfico caótico— o tan nostálgico como la evocación a los personajes poco recomendables que ocuparon un día las gradas del estadio Velódromo. A Fabre, que detesta el fútbol, le interesó escribir una delirante fábula en la que el Olympique reemplaza alcalde al mando de la ciudad, cuyos forofos son conocidos por su pasión en el estadio. “Es lo único en lo que Marsella gana, porque pierde en todo lo demás, en empleo, en corrupción política. Los autores de polar hacen muchas veces realismo social, pero a mí cada vez me interesa más la ciencia ficción. Si necesito guiarme por la actualidad, ¿por qué no hago un ensayo o un reportaje? Hay que ir más allá de usar el polar para hablar de actualidad. Sobre la crisis griega, por ejemplo, se ha hecho mucho periodismo de calle, verdadero periodismo. A mí lo que me interesa ahora mismo sobre la literatura griega es la ciencia ficción”.
Marsella, gobernada desde hace casi veinte años por la UMP (derecha republicana), es un territorio confrontado con la amenaza del extremismo. El Frente Nacional tiene su propia historia en la ciudad del sur. Desde la primavera de 2014 el partido de extrema derecha dirige el distrito más populoso de Marsella, también uno de los que más sufren la precariedad y la violencia. El personaje de Salim Hatubou, autor del penúltimo relato de Marseille Noir, los enumera: “Cuando en el amanecer de un mes de febrero pegadores de carteles de la extrema derecha abatieron a sangre fría a un niño de origen comorense, mi madre metió mis cosas en una maleta. Cuando la extrema derecha ganó las elecciones en tres ciudades del sur, mi madre se puso su chaqueta. Cuando la extrema derecha gobernó la cuarta ciudad del sur, mi madre se puso sus zapatos. Y cuando la extrema derecha pasó al segundo turno de las presidenciales una noche de abril, mi madre salió rumbo a su ciudad natal”. El niño tiroteado por militantes del Frente Nacional no es una invención. Se llamaba Ibrahim Ali, vivía en el barrio de La Savine y perdió la vida de esta manera hace justo veinte años.
La primera ciudad del tercer mundo
Pero ni el Kaláshnikov ni la urbe contada a través de sus crímenes y fantasmas son novedad en Marsella. Los variados tormentos de la ciudad portuaria los contó con gran éxito de ventas Jean Claude Izzo, padre de la trilogía Total Khéops —Caos total—, Chourmo —chusma, en idioma provenzal— y Soleá, antes de morir en 2000, todavía joven, después de ejercer el periodismo y la militancia comunista en una Marsella que lo fascinaba. El abandono de su burguesía, los bolsillos vacíos de sus inmigrantes, la tentación de los fanatismos y el hechizo de cualquier viaje menos el propio están en la Marsella del polar. “Hayas nacido aquí o hayas desembarcado un día a esta ciudad te agarras enseguida con suelas de plomo”, pensaba Fabio Montale, el policía metido a detective, producto del exilio republicano español y de la pobreza del campo italiano, como el propio Izzo, su creador. El protagonista de la trilogía es un Pepe Carvalho a la marsellesa, que pasea su desesperanza por una urbe que huele a pastís y albahaca y suena como los barrios de Nápoles, Palermo o Roma pero que para Europa sigue siendo “la primera ciudad del Tercer Mundo”. Le gustan, cómo no, la comida y las mujeres, pero tiene mucha más suerte con la primera que con las segundas.
En este puerto del Mediterráneo la desesperanza sale a la superficie con rascar sólo un poco. El centro degradado, árabe y popular, acoge a inmigrantes ancianos de primera generación que duermen hacinados seis o a siete en habitaciones indignas. La renovación urbana es agresiva con los más vulnerables y tiene en el centro de la diana justamente a los más débiles. El mito de la convivencia hace reír a los que recuerdan las agresiones que sufrieron los magrebíes en los años ochenta o las que mucho antes pasaron los italianos. En el barrio de Belsunce todavía hoy llama la atención la cantidad de letreros de hostales que en mejores tiempos, antes del fin del imperio colonial, reclamaban a los recién desembarcados. No en vano Marsella es una ciudad en la que no se está, sino que se pasa por ella, como dejó escrito Albert Londres en su crónica Marseille, Porte du Sud (1927), o un lugar de exilio en el que se va sobreviviendo, simplemente.
La ficción de Marseille Noir no aspira a ser estrictamente realista, pero sí a evocar, incluso con la parodia, lo que el mito tiene de verídico. Cédric Fabre invita en el prólogo a mirar hacia dentro. “Marsella nos cura de nuestra obsesión de controlarlo todo, de ser competentes, de figurar en todos los palmarés y de vivir en la época de la sumisión a los mercados. Porque aquí conocemos la autoburla, esperamos haber aprendido al menos algo esencial: que el extranjero es antes de todo uno mismo”. ®