“Se acabó esta ciudad. Terminó este país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia.”
“Me acuerdo, no me acuerdo”, dice el narrador Carlos al principio de Las batallas en el desierto del escritor mexicano José Emilio Pacheco. Repite esta frase antitética al final, como el símbolo de una cuestión que recorre esta novela corta: la memoria. Ésta abarca dos escalas: el individuo (Carlos) y el país (México). Carlos, en sí mismo y como personificación de México, se acuerda de la realidad dolorosa que le tocó vivir. Pero, como en un acto fallido, trata de evacuar estos recuerdos en los vericuetos de la historia: no se acuerda. En este ensayo, tomo un enfoque holista, yendo de México a Carlos. El término holismo viene de la palabra griega ὅλος (holos): total, todo, entero. Significa que las partes que forman un todo no pueden entenderse si se las separa de este todo; están profundamente encastradas en un sistema que las supera. Primero, la memoria de la parte Carlos es consustancial a la del todo México. Segundo, la situación histórica de México afecta la situación psicológica de Carlos.
Esta novela corta es una diégesis: el narrador Carlos, ya adulto, cuenta y rememora1 su niñez en la Colonia Roma, barrio de la Ciudad de México. El trabajo de memoria atañe también a México; evoca las plagas que sufrió. Como bien se sabe en México, Porfirio Díaz exclamó: “¡Pobre México! Tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”. La ubicación de México es una maldición lingüística y económica.
“A Harry no lo habían puesto en el Americano sino en el México para que conociera un medio totalmente de lengua española y desde temprano se familiarizara con quienes iban a ser sus ayudantes, sus prestanombres, sus eternos aprendices, sus criados.” Aquí, la ironía de Carlos se dirige al imperialismo norteamericano. El español mexicano integró palabras estadounidenses: “Mientras tanto nos modernizábamos, incorporábamos a nuestra habla términos que primero habían sonado como pochismos en las películas de Tin Tan y luego insensiblemente se mexicanizaban: ténquiu, oquéi, uasamara, sherap, sorry, uan móment plis”. Para México, ello no significó un enriquecimiento, sino más bien una aculturación, es decir la adquisición de una nueva cultura a expensas de la suya. Recordémonos que el término pochismo deriva de pocho, es decir un hispano de Estados Unidos que en realidad no domina ni el inglés ni el español.
Luego la economía estadounidense destruyó la mexicana. La importación de los detergentes estadounidenses ocasionó la quiebra de la empresa de jabón del padre de Carlos: “Para nosotros representaba la cresta de la ola que se llevaba nuestros privilegios”. Usa varias veces la metáfora de una tormenta meteorológica que arrasa el pasado. “Dicen que con la próxima tormenta estallará el canal del desagüe y anegará la capital. Qué importa, contestaba mi hermano, si bajo el régimen de Miguel Alemán ya vivimos hundidos en la mierda.” El refrán “después de la tormenta llega la calma” no se verifica tampoco. La historia mexicana es una tormenta continua.
“Después de cuanto acaba de pasar (las infinitas matanzas, los campos de exterminio, la bomba atómica, los millones y millones de muertos), el mundo de mañana, el mundo en el que ustedes serán hombres, debe ser un sitio de paz, un lugar sin crímenes y sin infamias”.
Sin embargo, México sí goza de una situación privilegiada —en teoría—. “Visto en el mapa México tiene forma de cornucopia o cuerno de la abundancia.” Guerras y problemas sociales transformaron la abundancia en escasez. Carlos narra estos desastres con una mezcla de ironía negra y de amargura profunda.
El profesor Mondragón intenta sosegar las riñas del patio de recreo con un discurso piadoso sobre la paz que el mundo espera: “Después de cuanto acaba de pasar (las infinitas matanzas, los campos de exterminio, la bomba atómica, los millones y millones de muertos), el mundo de mañana, el mundo en el que ustedes serán hombres, debe ser un sitio de paz, un lugar sin crímenes y sin infamias”. La utilización del estilo indirecto libre, con una precisión entre paréntesis del eufemismo “cuanto acaba de pasar” por el narrador (ésta formulada en términos menos eufemísticos) da humor al conjunto. Incluso los niños se ríen de tal exceso de optimismo: “En las filas de atrás sonaba una risita”.
En la guerra de los Cristeros (1926–1929) se enfrentó el Estado laico a una rebelión campesina aliada de la Iglesia católica. La familia de Carlos estaba a favor de los Cristeros: “Veinte años después continuaba venerando a los mártires como el padre Pro y Anacleto González Flores. En cambio nadie recordaba a los miles de campesinos muertos, los agraristas, los profesores rurales, los soldados de leva”. La división de los mexicanos suscitó veneraciones irracionales y pasiones irreflexivas. La violación de la mera idea de humanidad y el triunfo del odio dejan un sentimiento profundo de amargura en Carlos. Su familia se indigna por su “amor” por Mariana. Carlos se enfurece: “Pero no estaba arrepentido ni me sentía culpable: querer a alguien no es pecado, el amor está bien, lo único demoníaco es el odio”.
Para conjurar estos problemas México reconstruyó un pasado idílico. “Nos enseñaban historia patria, lengua nacional, geografía del DF: los ríos (aún quedaban ríos), las montañas (se veían las montañas). Era el mundo antiguo.” Porque México no se satisface con su presente, embellece el pasado. Y espera un futuro mejor: “Para el impensable año dos mil se auguraba —sin especificar cómo íbamos a lograrlo— un porvenir de plenitud y bienestar universales”. Al mismo tiempo, siente que son sueños ilusorios, engendrando una pérdida de referencias en la memoria colectiva: “En ella [la guerra] tarde o temprano ganan los buenos (¿quiénes son los buenos?)”.
“Nos enseñaban historia patria, lengua nacional, geografía del DF: los ríos (aún quedaban ríos), las montañas (se veían las montañas). Era el mundo antiguo.”
Carlos comparte este sentimiento latente de un pasado muerto, un presente insostenible y un futuro impensable. Los buenos momentos son únicos, frágiles y huidizos como la merienda en la casa de Jim: “Voy a guardar intacto el recuerdo de este instante porque todo lo que existe ahora mismo nunca volverá a ser igual”. Cada instante es fugaz: “los Packards, los Buicks, los Hudsons, los tranvías amarillos, los postes plateados, los autobuses de colores, los transeúntes todavía con sombrero: la escena y el momento que no iban a repetirse jamás”. La esperanza es vana: “Enamorarse [de Mariana] sabiendo que todo está perdido y que no hay ninguna esperanza”. Mientras que los recuerdos agradables se borran fácilmente, los malos permanecen. Incluso se viven más intensamente. Al enterarse de la muerte de Mariana, Carlos se deja invadir por emociones sombrías, viendo “la muerte por todas partes”.
Así, Carlos narra sobre todo hechos aislados, en el pasado como en el presente. Cuando el pasado y el presente sí se entrelazan, se produce cierta ironía del destino. Héctor, el hermano mayor de Carlos, quien violaba a las sirvientas y participaba en acciones derechistas en la Universidad Nacional Autónoma de México, “quién lo viera ahora. El cincuentón enjuto, calvo, solemne y elegante en que se ha convertido mi hermano. Tan grave, tan serio, tan devoto, tan respetable, tan digno en su papel de hombre de empresa al servicio de las transnacionales. Caballero católico, padre de once hijos, gran señor de la extrema derecha mexicana. (En esto al menos ha sido de una coherencia a toda prueba)”. Ejemplifica lo que Karl Marx escribió en El 18 brumario de Luis Bonaparte: la historia se repite dos veces, “una vez como tragedia y la otra como farsa”.2
“Tengo más recuerdos que si tuviera mil años”,3 escribió el poeta francés Charles Baudelaire en “Spleen”. Tal es el caso de México y de Carlos. “Qué antigua, qué remota, qué imposible esta historia”, profiere Carlos en un arranque de esplín parecido al de Baudelaire. Al final, prefiere olvidar. “Se acabó esta ciudad. Terminó este país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia.” ®
Notas
1 Utilizo aquí la conceptualización del crítico literario Gerald Prince: narrar es “telling, recounting, as opposed to showing, enacting” (A Dictionary of Narratology, Lincoln: University of Nebraska Press, 2003, p. 20).
2 Marx, Karl, El 18 brumario de Luis Bonaparte en Obras escogidas en tres tomos, Moscú: Editorial Progreso, 1981 [1852], p. 404.
3 Baudelaire, Charles, “Spleen” en Las flores del mal, Madrid: EDAF, 2009 [1857], p. 153.