Fuga en mí menor es una crónica de migraciones: los que salieron de Palestina, los que dejaron Europa, lo que se fueron de la Pampa, quienes huyeron al sur. Todos condenados a no alcanzar la tierra prometida. Una épica sin héroes, sin grandilocuencia ni protagonismos.
Una noche de septiembre de 1944 avisaron a Nina que Giulio no regresaría de la guerra. Ella echó alguna ropa en una maleta, tomó la fotografía que estaba más a mano y emprendió la huida hacia un país, al otro lado del océano, donde poder darle al pequeño Leo una vida mejor. Leo, que tenía tres años y no recuerda más que una escalera de madera oscura y el terciopelo desgastado del asiento del elevador, se hundió en un silencio largo, que tampoco recuerda, y que duró hasta el día en que escuchó a Arthur Rubinstein tocar el preámbulo del Carnaval de Schumann, suceso que no sólo marcó su vuelta al mundo de los hablantes, sino también su futura profesión.
Leo tampoco recordaba a su padre. Ni su cara, ni su figura, ni los cariños que le prodigaba, ni sus interpretaciones en el violonchelo cada tarde al regresar del trabajo. “¿Se puede tener nostalgia de algo que no conocemos?”, se pregunta durante más de medio siglo mientras se dedica a inventar una historia que sustituya “esa mancha oscura, sin rostro” que aparece en la única foto que salvó su madre en la escapada.
“Toda la historia de la cultura occidental se basa en la búsqueda del padre. Edipo, Telémaco, Moisés…”, apunta Sandra Lorenzano en Fuga en mí menor [México: Tusquets, 2012] y adhiere a su protagonista a esa noción patrilineal. Leo se impone como misión develar lo oculto, hallar “las huellas de una sombra”, y para ello, se abraza a un pasado que no le pertenece, quiere dispersar la oscuridad de ese rostro que ni siquiera conoció.
El constante retorno al lugar y al momento de la partida hace circular la vida de Leo, como lo es la estructura de la novela, que empieza y termina (casi) con la misma escena. “Siempre igual”, dice Lorenzano para aludir a la recurrencia de los patrones, las rutinas, la neurosis, la obsesión. Leo busca a Giulio porque, arrancado de sus raíces, huérfano de padre y patria, sin poder hallar firmeza o seguridad en ningún sitio, como tantos inmigrantes necesita desesperadamente inventarse un lugar al que pertenecer, “buscar ciertas huellas sobre las cuales caminar”.
“Pudo haber sucedido así”, propone Lorenzano al tiempo que se cuestiona: “¿Qué contar y qué no contar en una historia como ésta?” La narradora/autora es el ojo tras una cámara que filma a un hombre que entra y sale de cuadro mientras corre por la playa o se abraza a un violonchelo; que entra y sale de cuadro mientras le narra su vida —a veces en voz de otros, a veces repitiendo lo que aquéllos le contaron— a un lutier, también inmigrante, junto al que emprende una “cura de trabajo” que se convertirá en camino.
Vacío acaba quien cuenta su vida, quien regresa sobre las dudas y el miedo que han sido la osamenta de sus años. Pero sobre todo quien sobrevive a la “fiesta del dolor” y encuentra finalmente la respuesta. Quien ha recibido el silencio como herencia y se hunde en él como destino.
El libro es eso: las memorias de Leo y el ojo que escudriña. A ratos pareciera que no sucede nada, que es sólo la vida, simple y llana, lo que transcurre ante los ojos del lector. ¿Qué tienen de extraordinario un compositor que ha perdido temporalmente la música, una abuela fotógrafa, un hijo que se va a Europa, un viejo lutier? “La sensación de amenaza basta para decidir el sacrificio”, dice Lorenzano, cuando el duelo múltiple acaba sumiendo a Leo en la soledad, el vértigo y la mudez, físicas y simbólicas.
Nunca entendí por qué un hombre abandona el amor o la familia para irse a la guerra; aún no alcanzo a comprender del todo los “deberes con la patria” y los impulsos que los hacen irrenunciables. Sin embargo, cada día abandonamos amor y familia para entregarnos a esa lucha cotidiana que es existir. Pequeñas guerras, grandes guerras… ¿acaso hay diferencia? ¿Acaso no es una batalla cruenta intentar sobrevivir al día a día? ¿Qué tendría que pasar por la cabeza —o por el alma— de un hombre para enfrentar una decisión como la que tomó Giulio? ¿Acaso no es tan válida como la de sobrevivir? ¿No es la sobrevida otra forma de castigo? ¿No lo es, también, abandonarlo todo para ir a refugiarse, solo y mudo, a una playa inhóspita al sur del sur, como hace el protagonista de esta novela?
“Nunca cargaré el cuerpo de mi padre anciano. Nunca podrá él sostenerme”, se lamenta Leo y entonces, durante un año rehace con sus propias manos a su padre en forma de violonchelo mientras deshoja su vida contándosela al lutier. “En esa madera tibia, en esas cuatro cuerdas cuyo sonido lo conmueve, está el difícil lazo que lo une a su padre”.
Vacío acaba quien cuenta su vida, quien regresa sobre las dudas y el miedo que han sido la osamenta de sus años. Pero sobre todo quien sobrevive a la “fiesta del dolor” y encuentra finalmente la respuesta. Quien ha recibido el silencio como herencia y se hunde en él como destino.
Fuga en mí menor es una crónica de migraciones: los que salieron de Palestina, los que dejaron Europa, lo que se fueron de la Pampa, quienes huyeron al sur. Todos condenados a no alcanzar la tierra prometida. Una épica sin héroes, sin grandilocuencia ni protagonismos. La vida convertida a ratos en una marcha fúnebre, como el Fra Martino de Mahler. Y sobre todos ellos la sombra de la guerra y del exilio. “El mundo es obra de un dios creado bajo el signo de Saturno”, sanciona Lorenzano. Así, Leo, tres veces extranjero, acaba abrazado a un chelo sobre las ruinas de su historia familiar y personal.
Éste es un libro acerca de la vida y de la muerte, acerca de las decisiones que llevan a los humanos hacia uno u otro lado. “Son dos suicidas”, repetía Leo mirando la foto de un mendigo en la Rambla de Barcelona, repasando en el libro de Pavese la vida de su propio padre. Una pregunta queda volando al final de la lectura: ¿Es inexorable el fatum? Mientras hallamos en nosotros la posible respuesta, un chelo flota sobre los mares del sur. ®