Memorias de mi militancia

Mi paso por la Juventud Obrera Cristiana

Todo tenía que ser militante. La política, la religión, hasta el cine y las canciones… Mis compañeros se apasionaban con Ken Loach o con Silvio Rodríguez y no eran capaces de interesarse por una melodía que hablara simplemente de amor.

Juventud Obrera Cristiana. Fotografía de La Soga.

No se me había ocurrido nunca, pero el caso es que Mercedes Vilanova y yo nos conocemos gracias a la Educación Pública. Si ella hubiera sido catedrática en cualquier universidad privada, un hijo de obrero como yo jamás habría coincidido con ella. O a lo mejor sí, quién sabe. Porque el hecho es que hice mi educación primaria y mi educación secundaria en centros privados, con los hermanos gabrielistas. Fue la mejor formación que podía dar a sus hijos un pintor de brocha gorda que había emigrado, hacía muchos años, desde Granada a Barcelona. A los historiadores marxistas les encanta explicarlo todo a partir del determinismo de las estructuras, pero mis conocimientos como historiador, y mi propia experiencia, me han convencido de que en la vida real existe un considerable espacio para el azar. Si Francisco Martínez Ruiz no hubiera entrado en la droguería donde Josefa Hoyos Pérez, una chica murciana, ayudaba a su prima en la tienda que ésta poseía en Badalona, yo no estaría aquí tecleando estas líneas bien o mal. He oído contar esa historia infinidad de veces. Ya sé que es absurdo e imposible, porque yo no había nacido, pero pagaría por presenciar aquella escena que me parece digna de una película. Esta mañana, cuando veía Notting Hill y los protagonistas se conocen en una librería, he pensado en ellos. Lo suyo también empezó en un establecimiento para la venta al público.

Quizá esa teoría del efecto mariposa es acertada y una pequeña causa puede producir un gran efecto. Mi madre, seguramente, no pensó que al apuntarme a un grupo de confirmación, en la parroquia de San Luis Gonzaga, iba a cambiar mi vida. De la confirmación pasé a la JOC (Juventud Obrera Cristiana) y esta militancia me llevó a hacer una tesis doctoral sobre ese movimiento cristiano. Busqué entonces a alguien que quisiera dirigir aquel proyecto y fui a ver a Mercedes, la que había sido mi profesora en uno de los últimos cursos de la carrera, no sabría decir ahora con seguridad si en cuarto o en quinto. Ella dijo que sí y también marcó un antes y un después en mi biografía. Porque sin mi doctorado no sabría explicarme a mí mismo.

A los historiadores marxistas les encanta explicarlo todo a partir del determinismo de las estructuras, pero mis conocimientos como historiador, y mi propia experiencia, me han convencido de que en la vida real existe un considerable espacio para el azar.

El protagonista de Uno de los nuestros dice, en una frase famosa, que siempre quiso ser un gángster. Yo siempre quise ser historiador. Investigar acerca del pasado me resulta tan necesario como respirar. Por eso entiendo perfectamente a Albert Camus cuando explica que necesita escribir como necesita nadar: porque su cuerpo lo exige. Podría dar una bonita explicación intelectual sobre por qué me interesa la historia, pero lo cierto es que, en última instancia, todo empieza con curiosidad. Me apasionan los relatos. Si los historiadores universitarios tuvieran un mínimo de decencia intelectual, reconocerían que su vocación es justo la de ser chafarderos profesionales. Aunque, claro, eso no queda bien en un currículum. Una vez que te sientes irremediablemente atraído por la vida de los demás, entonces, y sólo entonces, llega el momento de plantearte problemas y preguntar las fuentes para separar aquello que es relevante de las banalidades que solamente aportan un entrenamiento insustancial.

Son muchos los que acostumbran a separar la escritura y la vida. Craso error. La escritura es la vida. No una profesión, menos aún un hobby. Sí, en cambio, una gran aventura. Por eso, pese a los años transcurridos, aún recuerdo con ira el encontronazo telefónico con una antigua compañera de la JOC. Cuando le dije que yo había hecho una tesis y no por eso pretendía que todo el mundo hiciera tesis, me respondió que eso era formación y no experiencia vital. Que una persona inteligente, de izquierdas y no del todo analfabeta me soltara esa descomunal chorrada es algo que nunca he podido comprender. Sin la tesis yo nunca hubiera ido a Madrid, ni a Bruselas. No hubiera pasado momentos emocionantes en los archivos, como cuando leía en el Gobierno Civil los informes de la policía franquista. Tampoco hubiera entrevistado a tantos antiguos militantes. Ni habría construido la amistad entrañable que hoy me une a Mercedes Vilanova. De hecho, las consecuencias de aquella tesis que presenté en septiembre de 1999 llegan hasta a octubre de 2024, cuando participé en un encuentro en Roma sobre la misión y la vocación del laicado en la Iglesia católica.

¿Una tesis no es experiencia vital? Me gustaría saber qué fue entonces aquel viaje épico a Bruselas para consultar archivos. Como no tenía ningún tipo de financiación, sólo el dinero que ganaba ayudando de vez en cuando a mi padre en sus faenas, tuve que ir en autobús. Dieciocho horas. Llegué derrengado a la capital belga, donde los sacerdotes de la JOC Internacional tuvieron el enorme detalle de alojarme gratuitamente. Su casa estaba en el barrio de las prostitutas, que se exhibían en los escaparates. Me hallaba entre cristianos comprometidos, con ideas muy claras acerca de la pobreza. Un día, a eso de medianoche, salieron a repartir comida entre los necesitados. Yo observaba con atención. Todo con mi pobre francés hablado. “Il parle un français dificilment comprehensible”, diría uno de aquellos curas.

A la semana siguiente les comuniqué que abandonaba la JOC. Nunca me he arrepentido de dejar todo aquello, supongo que porque en mi vida contaba más el conocimiento que la militancia.

Recuerdo con especial viveza mi encuentro con Jacques Meert, el primer secretario de la JOC belga, un viejecito muy vivo de unos noventa y seis años. Más que hacerle preguntas yo a él, fue él quien me las hizo a mí. Siempre sobre cuestiones prácticas, muy a ras de suelo. ¿Cómo se vivía en España? ¿Cuál era la situación de los jóvenes? Me dije a mí mismo que se notaba que aquel hombre, por su amor a lo concreto, se había educado en el jocismo. Cuando observé que en la foto que tenía en la pared estaban sus colegas Tonnet y Garcet, primer presidente y primer secretario de la JOC, muertos en un campo de concentración de Dachau, pero no él, le pregunté por qué aquella imagen icónica estaba incompleta.

—¡Porque yo estoy vivo! —exclamó con cierto genio.

Ni qué decir tiene que le hice firmar un ejemplar de la biografía de Cardijn, el fundador del movimiento, que escribió junto a Marguerite Fiévez. Hoy, más de veinticinco años después, la guardo en mi biblioteca como preciada reliquia.

Volví a España un domingo por la mañana, tras otro viaje extenuante. Aquella noche tenía reunión en mi grupo de Revisión de Vida, en Sant Adriá. No podía saber entonces que nada iba a suceder como estaba previsto. Ninguno de mis compañeros se molestó en preguntarme qué había ido a hacer a Bélgica. Estaba claro que debían pensar que estudiar la historia de la organización a la que ellos también pertenecían debía ser, en el mejor de los casos, algún tipo de chaladura. Fue la gota que colmó el vaso. A la semana siguiente les comuniqué que abandonaba la JOC. Nunca me he arrepentido de dejar todo aquello, supongo que porque en mi vida contaba más el conocimiento que la militancia. Exactamente igual que en la de Mercedes.

Poco antes de mi marcha, en mi grupo había protagonizado una Revisión de Vida desastrosa acerca de la pareja, que, en mi caso, brillaba por su ausencia. Aquella confesión pública acerca de mi torpeza a la hora de tratar con chicas, motivada por mi gran timidez, resultó humillante. Una compañera me convenció de que debía hacerla, pero después resultó que ella tenía sus propias motivaciones, como quedó patente en una revelación sensacional. Me sentí utilizado. Ella, al hablar conmigo, me ocultó información y aparentó que todo iba a hacerse porque yo iba a ser el importante. Como no podía ser menos, su circunstancia, una vez conocida, acaparó todo el protagonismo. Me hubiera parecido perfectamente legítimo si, desde el principio, hubiera ido con la verdad por delante en lugar de practicar aquel ejercicio de manipulación.

El grupo aparecía ante mí no como una reunión de iguales sino como una estructura de poder en la que unos estaban por encima y otros por debajo en función del carisma y la autorictas.

También me ofendió un comentario de otra persona acerca de que fulanita de tal podía decir o no lo que quisiera al hacer una Revisión. A mí no se me estaba tratando así. Me sentía coaccionado. Agredido. La doble vara de medir me parecía demasiado evidente. El grupo aparecía ante mí no como una reunión de iguales sino como una estructura de poder en la que unos estaban por encima y otros por debajo en función del carisma y la autorictas, esa autoridad que no depende de ningún cargo oficial sino sólo de la capacidad del individuo para hacerse imponer. Esa cualidad, lo reconozco, siempre ha sido en mí muy escasa. Soy un pésimo vendedor de mí mismo y nunca he creído que ejerciera sobre los demás el menor ascendiente. De lo que se trata, en última instancia, es de confianza. Y eso es algo que remite a la fe. Me cuentan que mi abuela Piedad, cuando ya se encontraba próxima a la muerte, quiso conocer la opinión de su hijo Francisco acerca de no sé qué tema. Siempre recuerdo esa historia con admiración: importaba quién era mi padre, sólo eso. Yo, en cambio, me esfuerzo cada día en convencer a los otros con tal o cual razón mientras me esfuerzo en ser persuasivo, porque, desde niño, intento que no me crean a mí sino a lo que intento transmitir. Ya sé que suena mal, pero a veces me encantaría que me hicieran caso en cualquier tema sólo porque yo lo digo. Si lo pensamos bien, no es tan terrible ni descabellado. Todos utilizamos en un momento u otro el argumento de autoridad. Tener que comprobarlo todo resultaría demasiado agotador.

Me desvío del tema. Estábamos con mi incompetencia a la hora de tratar con el otro sexo. Ahora, después de muchos años de feliz matrimonio, no puedo evitar un sentimiento de incredulidad al acercarme a quien era yo entonces. Era un estereotipo tan palpable que resulta cómico: el clásico empollón que no sabe nada de mujeres. Sin duda, no hubiera desentonado en una pandilla como la de la serie Big Bang Theory.

Supongo que debería aparcar, después de tanto tiempo, el tema del fin de mi militancia. Pero no puedo. Los recuerdos, con su poso de amargura, brotan una y otra vez. Mi amigo Francesc, con el que compartí militancia, es testigo. Cada vez que nos vemos para comer, los miércoles, la JOC se cuela en nuestra conversación de una manera o de otra. Eso pasa con mis emociones y también con mi dedicación como historiador, algo que, bien mirado, siempre ha tenido un componente personal más grande del que estaría dispuesto a reconocer. De ahí que siga escribiendo artículos, académicos o no, sobre el cristianismo progresista, por más que haya repetido por activa y por pasiva que pienso dejar para siempre esas investigaciones que solamente me han traído muchos esfuerzos, muchos gastos y poco reconocimiento. Revisitar la JOC, en un sentido muy real, equivale a regresar a mis inicios como historiador, a un trabajo, mi tesis, que aún pienso que es lo mejor que he hecho. Soy yo de nuevo. No puedo negar que, cada vez que me intereso por Cardijn o por la crisis de la Acción Católica, de alguna forma mágica vuelvo a ser joven. Será que la historia, para mí, implica romanticismo, el equivalente a esas aventuras que uno vive, de forma vicaria, en las películas. Uno quisiera lanzarse a por los malos a galope tendido, como Kevin Costner en la escena de la emboscada, en Los Intocables. Ya que eso no es posible, me conformo con escribir libros. Un trabajo increíblemente menos lucido pero que tiene que ver con un impulso desmesurado y loco: la búsqueda de la verdad. En cierto sentido, todos, como Indiana Jones, buscamos un Grial de algún tipo.

Para hacerme entender: la Primera Guerra se desencadenó tras el atentado de Sarajevo, pero sería simplista pensar que diez millones de personas murieron únicamente por el asesinato del archiduque.

Quiero pensar que, con los años, he ganado en perspectiva, aunque también puede ser que los viejos resentimientos oscurezcan indebidamente mis antiguas experiencias. Creo, en cualquier caso, que mi formación como historiador me ha ayudado a distinguir entre la chispa que desencadena un hecho y sus razones de fondo. Para hacerme entender: la Primera Guerra se desencadenó tras el atentado de Sarajevo, pero sería simplista pensar que diez millones de personas murieron únicamente por el asesinato del archiduque. En mi caso, la salida de la JOC tuvo también que ver con puntos de desacuerdo decisivos. Mercedes Vilanova me ha explicado, en más de una ocasión, el asfixiante puritanismo de los cristianos de izquierda de su época. La cuestión más insignificante se convertía en un problema moral. Sin demasiado esfuerzo, yo podría traer a la memoria algunos ejemplos de esa rigidez. Cuando estábamos en una reunión sobre los valores de la militancia en el uso del dinero, alguien cuyo nombre recuerdo perfectamente, aunque no diré quién es, me afeó que comprara los videos de La Transición, la serie de Victoria Prego. ¿Por qué ese gasto cuando podía grabar los programas? En otra ocasión, cuando invité a la gente de mi grupo a pasar el fin de semana en la Torre de mi familia, Jordi, al ver aquella casona espectacular, dijo que le parecía poco obrero. El pobre, sin duda, no sabía distinguir entre los trabajadores de la épica militante y los de la realidad. Todo lo que a aquel dogmático le parecía demasiado lujoso había salido del esfuerzo de mi padre como pintor y empapelador. Él y yo habíamos desalojado infinidad de piedras de lo que después sería la bodega. Para mi compañero, por lo que se ve, no éramos lo suficientemente proletarios.

Como si expresar la sensación de felicidad y plenitud de la protagonista fuera una cosa sin importancia. La militancia era, por así decirlo, la denominación de origen que otorgaba el sello de calidad a nuestras vidas.

Todo tenía que ser militante. La política, la religión, hasta el cine y las canciones… Mis compañeros se apasionaban con Ken Loach o con Silvio Rodríguez y no eran capaces de interesarse por una melodía que hablara simplemente de amor. Una chica del grupo se burló, en cierta ocasión, de “I feel pretty”, del musical West Side Story. Encontraba estúpido un tema que, a su juicio, se limitaba a decir “me siento guapa”. Como si expresar la sensación de felicidad y plenitud de la protagonista fuera una cosa sin importancia. La militancia era, por así decirlo, la denominación de origen que otorgaba el sello de calidad a nuestras vidas. Recuerdo mi réplica cuando un salesiano que hacía de consiliario dijo que, para ser buena persona, había que ser militante. Ni estaba de acuerdo entonces ni lo estoy ahora. La vida me ha enseñado que los militantes son personas exactamente como las demás, con sus luces y sus sombras. Aunque admito que, hace treinta años, no era eso exactamente lo que pensaba. Las parejas de la JOC que se casaban parecían más sólidas que las del fuera del movimiento. Resultaba impensable que, a sus historias, algún día, las alcanzara la fecha de caducidad. La fortaleza de sus valores cristianos y obreros parecía asegurar su éxito. Sin embargo, en la actualidad, algunos de eso matrimonios ya se han roto. La militancia, obvio es decirlo, no fue garantía de nada. Sospecho, aunque no pueda demostrarlo con el rigor que me gustaría, que debió ser, en la práctica, incluso un factor desestabilizador. Porque las relaciones necesitan tiempo para dedicar a la otra persona, y eso era lo que menos tenía aquella gente, siempre absorbida por infinidad de reuniones, por una burocracia que encontraban plenamente justificada.

Ahora me gusta considerarme agnóstico. Encuentro el término “ateo” demasiado radical. Imagino que en aquellos años, más que creer, quería creer. Por eso iba a misa de vez en cuando. La cuestión es que soy demasiado racionalista para conservar la fe segura y limpia de mi niñez. Dios, para mí, no es tanto ese padre al que confiamos nuestras tribulaciones sino un problema que hay que resolver. Mercedes, en cambio, se define claramente como espiritual. Dios, me dijo una vez, es el todo y es la nada. Me gustaría, me gustaría mucho, tener bastante con esa explicación. Recuerdo cómo, hace muchos años, en los tiempos de la JOC, reaccioné con cierta virulencia ante la afirmación de que Dios es “luz”. ¿Qué quería decir eso en el mundo concreto? Me parecía un término demasiado vago que no venía a decir nada. Mientras hablaba, una de mis compañeras de la parroquia me contemplaba con cierta incredulidad, como si viniera a cuestionar que dos y dos son cuatro.

¿Ya está? ¿Se acaba aquí todo? Por más que parezca contradictorio, el otro día volví a ver, con el fervor de siempre, Las sandalias del pescador. La escena en la que los cardenales eligen a Kiril I me pareció admirable. No hay ningún cálculo egoísta: todos se dejan llevar por el soplo del espíritu. Dios, de alguna forma misteriosa, está allí. Es impalpable, pero está. De la misma forma que Caillebotte, en uno de sus lienzos, consigue lo imposible: reflejar la especial textura del aire justo después de que acabe de llover. El caso es que, de una forma o de otra, me atraen los hombres de fe. ¿Será porque, al creer, asumen un riesgo y eso es precisamente lo que hacen los valientes?

Aunque a lo largo de mi trayectoria profesional estudiara a personajes encumbrados, como el presidente Kennedy, la gente anónima siempre ha tenido un lugar especial en mi corazón. Tiendo a pensar que la verdadera historia es la suya y que todo lo demás no pasa de hojarasca.

He de ser justo y reconocer que no todo en la JOC fue malo. Durante algunos años, entre 1992 y 1998, conocí a mucha gente interesante y de una enorme calidad humana. Hacíamos campañas que me concienciaron de las carencias de la clase trabajadora, de instrumentos del capitalismo como las Empresas de Trabajo Temporal, que sólo servían para precarizar, aún más, la situación de los más débiles. “El treball dels joves és un laberint. Volem sortides”, fue el eslogan de una de nuestras reivindicaciones. Además, aunque a lo largo de mi trayectoria profesional estudiara a personajes encumbrados, como el presidente Kennedy, la gente anónima siempre ha tenido un lugar especial en mi corazón. Tiendo a pensar que la verdadera historia es la suya y que todo lo demás no pasa de hojarasca. Uno de mis hallazgos más emocionantes consistió en encontrar, en el Archivo del Obispado de Barcelona, más de un centenar de entrevistas contestadas por Empleadas de Hogar de su puño y letra. Una de ellas decía lo siguiente de su oficio: “No me justa. Lo encuentro muy vajo”. Así, de una manera del todo inesperada, pude acceder a las vivencias de una categoría profesional por completo descuidada. Ni siquiera podía decirse que fueran clase obrera. Estaban más abajo. Había dado con las más marginadas de entre los marginados.

¿Por qué Mercedes aceptó dirigir mi tesis? Como yo, tenía sus propios motivos personales. La amistad con María José Sirera Oliag, una religiosa obrera, había marcado su vida. Esta monja había ido a trabajar a una fábrica y vivió en medio de una absoluta soledad, sin un grupo que la apoyara. Quemó sus mejores años al servicio de un proyecto utópico en unas condiciones, más que de austeridad, de ascetismo. La enfermedad se la había llevado aún joven, cuando no tenía ni siquiera cincuenta años. Su perfil nada tenía que ver con el de tantos líderes antifranquistas que habían utilizado la lucha contra la dictadura para promocionarse a ellos mismos. Como Alfonso Carlos Comín, al que Mercedes conoció de cerca. El cáncer lo mató cuando acababa de ser elegido diputado autonómico y truncó así lo que, sin duda, hubiera sido una fructífera carrera en el mundo de la política. Un periodista al que entrevisté reaccionó con profunda indignación cuando le dije que algunas personas daban a entender que Alfonso, en realidad, había sido un trepa. Me habló entonces de los riesgos que se asumían en la clandestinidad, cuando el futuro parecía del todo incierto. No me convenció. Sabía perfectamente que, a principios de los setenta, los comunistas tenían la esperanza de convertirse en el principal partido de la izquierda española. Iban a ser, supuestamente, una organización de masas como sus homólogos en Francia o Italia. Si Comín hubiera sabido que las cosas no iban a ser así, seguramente se habría ido con los socialistas. Es lo que hizo su hijo Toni: aunque sus ideas anticapitalistas correspondían a lo que entonces era Iniciativa, se marchó al PSC, donde podían ofrecerle un sillón parlamentario. Después, ya en ERC, obtuvo algo todavía más suculento: la Conselleria de Sanidad.

Empecé a interesarme por la figura de Comín por razones poco decorosas: una chica de la JOC me había hablado de él y yo, para tener tema de conversación, me fui a por sus Obras Completas. Naturalmente, un plan tan ingenuo no sirvió de nada. Mi compañera de militancia, con toda la razón, no me hizo el menor caso, tal vez porque se dio cuenta de que no dejaba de ser un tonto enamoradizo. Pero, al margen de eso, persistí en mi interés histórico. Redacté entonces una semblanza biográfica en ocho páginas que a Mercedes le pareció por completo hagiográfica. Era cierto. Aunque, en aquellos momentos, yo aún no era capaz de asimilar aquella crítica. Me faltaban evidencias. Siempre el mismo problema: las pruebas. Otras personas se dan cuenta de las cosas gracias a su intuición y aciertan. Yo no. Todo ha de ser tan contundente como las pirámides de Egipto. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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