Se necesitaron diez años de trabajo, usando lentes de aumento, para descifrar los más de quinientos microgramas que Robert Walser heredó a la literatura. El ejercicio de esta técnica resultó en un testimonio polifónico de un hombre tan maravillado que se fue poblando de voces.
¿Me contradigo?
Pues muy bien: me contradigo.
(Soy vasto, contengo multitudes.)
Walt Whitman
Leer los Microgramas de Robert Walser (Biel, 1878 – Herisau, 1956) es hacerse su sombra y aprovechar menuda posición para verle las piernas a Marie, la huérfana de mitológica belleza; es recibir las llaves para una caja fuerte en Zúrich, abrirla y hallar el tesoro artificial de Herr Wägel, ilustre falsificador de billetes, o seguir los pasos del sonámbulo asesino o ser presentado al joven botarate que se niega a aceptarse como tal. Es también subirse a la balsa que lleva a Eulalia y Cicatriz a viajar por el lago Grecfensee, o conocer Múnich, “la rosa de mil pétalos”, o llegar a París, que nunca es el mismo y siempre se reinventa en la ilusión de alguien más. Me refiero a uno de esos libros que te hacen regresar al mundo, al otro, al falso, más alerta, con flamantes ojos de mosca y los sentidos más hondos.
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De Basilea a Berlín, Walser radicó en una decena de ciudades y ejerció oficios tan dispares como ayudante de oficinista, banquero o actor; tan sólo en Berna tuvo quince domicilios distintos en seis años y ni siquiera un mueble que le perteneciera; viajaba con “un traje bueno y uno menos bueno”, jamás se le conoció pareja, era dueño absoluto de su inteligencia y eso en alguien con su genio puede ser más hospitalario, inclusive más espacioso que cualquier hogar.
Poeta y narrador, excursionista, aventurero de las escarpas, fue descrito como “el más solitario de los escritores solitarios”, engendró una veintena de libros en alemán e inmediatamente obtuvo el reconocimiento de apellidos que no necesitan nombre: Kafka, Hesse, Canetti, Musil y Benjamin. Pronto se unirían a su séquito otros autores como Sontag o Coetzee; para Sebald, más que un guía, fue una especie de alma gemela, una presencia que siempre anduvo a su lado y a la cual le dedicó un libro, El paseante solitario. “Siempre he procurado mostrar en mi trabajo mi respeto hacia aquellos por los que me siento atraído, en cierto modo quitarme el sombrero ante ellos, tomando prestada alguna bella imagen o algunas palabras especiales, pero una cosa es cuando, para recordar a un colega caído, se hace un signo, y otra cuando uno no se puede deshacer de la sensación de que alguien le está haciendo guiños desde el otro lado”.
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Transcurría el año 1924 y el suizo, a pesar de sobrevivir en precarias circunstancias, ya era un escritor de culto cuando comenzó a ejercer la técnica del lápiz, como él mismo la llamaría. Entiendo técnica como la estrategia que le da forma a la intuición.
Puedo asegurarle que usando la pluma (y eso empezó en Berlín) asistí al auténtico colapso de mi mano, a una suerte de crispación de cuyas garras me fui liberando a duras penas y con lentitud. La impotencia, la apatía, son siempre algo físico y mental a la vez. Pasé, pues, por un periodo de decaimiento que, por así decir, se reflejaba en la escritura a mano, en la disolución de ésta, y fue copiando lo que había escrito a lápiz cuando, como un niño, aprendí de nuevo a escribir.
Habría que ponerlo en práctica para entender: el trazo del grafito es de carácter blandengue y para colmo depende del sacapuntas y el borrador. Francamente, el portaminas es un instrumento mucho más apto para la escritura —no así para la ilustración y el garabateo en general. Pero no bastándole lidiar con las inclemencias del lápiz, Robert ejerció una caligrafía gótica que oscilaba entre uno y dos milímetros de tamaño. “¿No parecerán estas líneas escritas por una camarera?”, se pregunta en alguna ocasión. Para él una moleskine hubiera sido un capricho, prefirió redactar en recibos de honorarios, hojas de almanaque, sobres o tarjetas de presentación. Mayormente son de un solo párrafo —monobloques los llama un amigo— que comienzan y terminan exactamente en los vértices de cada plana. Algo hay también de la literatura portátil de Vila-Matas, quien hizo a Walser protagonista de su novela Doctor Pasavento, “miniaturizar es hacer portátil, y ésta es la forma ideal de poseer cosas para un vagabundo o un exiliado”. A Werner Morlang y Bernharnd Echte, sus estudiosos, les tomó una década descifrar, con la ayuda de lentes de aumento, más de quinientos textos repartidos originalmente en seis delirantes y polimorfos tomos.
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Resulta curioso que se hable de la fragmentación y la fusión de géneros como características distintivas de la narrativa de este milenio y no como parte de la naturaleza expansiva del pensamiento literario. Los microgramas se nutren de cierta intimidad digna de la diarística a pesar de ser discontinuos; divagan desde y hacia el yo como el ensayo, se valen de la brevedad del cuento y la perspicacia de la crónica, son un vaivén del testimonio a la ficción; a veces se despapiran en verso y otras se dan el lujo de ser reseñas. Su estilo es conversacional, un paseo costumbrista y, como la vida misma, se inflama de recuerdos, lecturas, música, sabores, deseo… Llevó al límite una de los principios fundacionales de la literatura: no existe mal tema, sólo malos tratamientos.
Asombrarse es razonar con el olfato, recordar con la punta de la lengua; Aristóteles lo menciona en la primera línea de su Metafísica como el origen del pensamiento filosófico. Esto lo ubica como una virtud de la mente que, como se ha dicho hasta la bastedad, es inseparable de las emociones, y es así que el microgramista, decantando el lenguaje en sentido, dotó a la cotidianidad de una quinta dimensión: el goce de la conciencia estética, verbal.
“Me parecía, entre otras cosas, que con el lápiz podía trabajar de una manera más soñadora, más sosegada, más placentera, más profunda; creí que esta forma de trabajar crecía hasta convertirse para mí en una dicha singular”. Y es aquí a donde quería llegar, a cómo la técnica condiciona la mirada y cómo la mirada es la luz, la lu, la lubidulia, la lu tan luz que encielabisma y descentratelura. Lo extraordinario no es un accidente de la naturaleza, se cultiva en el mirar. Y allá voy: el espacio del papel, el tamaño de la caligrafía, el lápiz como herramienta y como óptica, son dogmas autoimpuestos que fijan el enfoque del autor.
Recuerdo que hace un par de meses discutíamos en un taller de ensayo si en verdad existe el aburrimiento, si puede ser inherente a un momento determinado o radica sólo en los ojos que cada quien se ponga a la hora de aproximarse a la experiencia. Asombrarse es razonar con el olfato, recordar con la punta de la lengua; Aristóteles lo menciona en la primera línea de su Metafísica como el origen del pensamiento filosófico. Esto lo ubica como una virtud de la mente que, como se ha dicho hasta la bastedad, es inseparable de las emociones, y es así que el microgramista, decantando el lenguaje en sentido, dotó a la cotidianidad de una quinta dimensión: el goce de la conciencia estética, verbal.
…llegué corriendo a la ciudad por un camino sin asfaltar que recorrí de una manera que merece ser llamada acompasada. ¿Qué hice luego? Me las di de madre severa con un mozalbete y le cogí de los pelos. Desgreñado, el muchacho asumió el papel que yo le había asignado. Dejé que las cosas fluyeran por sí solas. ¡Si alguien nos hubiera visto! Estábamos los dos tan graciosos. Exclamó que iba a darme una paliza, pero fue indulgente y se conformó con la mera exclamación. Al salir de la casa me aguardaba una multitud; blandían sus bastones, sus puños y demás, pero el asunto se resolvió pacíficamente y lo despaché con un par de gestos. Lo cierto es que tengo mucha mano izquierda cuando de apaciguar los ánimos se trata. Tampoco fallé en esta ocasión. Pero menuda parisina me encontré entonces. Iba envuelta en abundantes pieles y en el más cautivador de los perfumes. Alguien —gracias a Dios que fui yo— se comió y alabó como es debido un escalope a la milanesa. Damos fe de ello.
Romántico como para hospitalizarlo, Robert se enamoraba compulsivamente, siempre por primera vez; contemplaba a las mujeres como si fuera un pintor que pasa semanas mezclando y hundiéndose en sus óleos alucinógenos en busca del color preciso, la alquimia que provea de vida a un retrato inanimado. Por otra parte, también se paraliza y admira a los niños jugar. Además me presentó a Ernst, un virtuoso del tamborileo con cuchara y tenedor. Walser desarrolló una sensibilidad inocente y receptiva que le permitió abordar la simpleza y al sinfondo como un observador conmovido, un testigo hiperestésico. No es casualidad que la hamaca sea el gran invento de la astroingeniería y quizás por eso reconozco cierta moraleja cifrada en sus apuntes: hay que sacar la ventana a pasear, o en su defecto, declamarle sonetos a las cortinas cerradas.
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La realidad percibida a través del micrograma, la práctica obsesiva del mismo, puede resultar en un trance tan intenso que, cuando se rompe el encanto, la caída inmóvil podría ser fatal. Es como una droga cuyo efecto va decreciendo y un yonqui que sufre un ataque de pánico porque la lucidez, la belleza que parecía tan cercana aquella noche, era artificial. Walser nació genéticamente predispuesto a la locura, su madre sufrió severos trastornos emocionales, tuvo dos hermanos esquizofrénicos, uno de ellos suicida. A pesar de que los psiquiatras no lograron ponerse de acuerdo en su diagnóstico, pareciera que Robert se fue autoinduciendo a la misma enfermedad que conquistó a sus hermanos. A partir de su soledad se fue ensanchando en voces, disolviéndose en cada página hasta que se volvió imposible distinguir su ser literario de su ser social. Para aquel entonces bebía en exceso, se mudaba de una cueva a otra, padecía insomnio, pesadillas en la piel, alucinaciones sonoras y ataques de ansiedad. Sospecho la sensación de ir cediendo el control de nuestra vida a un narrador que habla desde ningún lugar. De tan maravillado pasó las últimos décadas de su vida en el manicomio de Herisau. “Me he internado no para escribir, sino para enloquecer”, sentenció, y a los cincuenta soltó para siempre el lápiz, a pesar de que Carl Seelig, su amigo más cercano desde la juventud, el único que siguió acompañándolo en sus habituales caminatas, aseguró que fueron los años más lúcidos de Robert, hasta que llegó la muerte y lo sorprendió paseando en la nieve, azarosa, porque no conoce otra forma de llegar.
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Sísifo, levántate y anda, pero esta vez detente a estallar las flores caídas de las jacarandas, tómate una pausa para espiar a los jardineros trabajar. Desde que terminé el libro me han acontecido episodios extraños; por ejemplo, la otra noche deambulaba por la misma calle de siempre, la que me lleva a los cigarros, el tiempo proseguía su marcha militar hacia el amanecer y ahí estaban las mismas fachadas del lunes, los mismos letreros del jueves, el mismo graffiti y los mismos autos estacionados, cuando fui a dar con el más curioso de los hallazgos. Me dio por voltear hacia el farol tintineante de la esquina y vi un par de botas puntiagudas colgando de una antena abandonada, proyectándose contra la inmensidad del instante: en plenitud. ®