Rosita, según sus padres, no nació con los atributos de la belleza: blanca y de ojos claros, sino morena o, como dijeron: prieta, flaca y con la nariz chata. Hasta que encontró a alguien que la veía con ojos de amor.
Cuando nací escogí el peor momento.
Este segundo embarazo fue una pésima noticia para mis padres, porque mi única hermana tenía cinco meses de edad y apenas les alcanzaba para vivir. Se resignaron a continuar con el embarazo, pero la vida se les empezó a complicar más de la cuenta, porque sin haber existido antes indicios de celos por parte de mi padre, en esta ocasión empezó a sospechar que la criatura que venía en camino no era suya. La sospecha fue tomando forma de teoría, luego de creencia y finalmente de convicción. Las acusaciones por celos llegaron en ocasiones a los golpes, y mi padre se quedó con la idea de que yo era hija del carnicero, quien con amabilidad atendía a mi mamá en el puesto del mercado.
Ésta fue la primera vez que a mi papá se le metieron esas ideas en la cabeza, pero con la mayoría de los embarazos subsiguientes tales dudas fueron fuente inagotable de conflictos, y nunca estuvo seguro mi padre de ser el progenitor de tan prolífica prole.
Con todo y todo, a la hora del parto mi madre se empeñó en ser atendida en un sanatorio particular. Nunca de los nuncas iba a ir a una clínica pública atascada de gente, en donde las parturientas tienen suerte si les toca una camilla en medio del pasillo y los practicantes y enfermeras las ignoran, o bien, sin advertencia alguna se acercan y les introducen los dedos en la vagina, como si fueran gallinas a punto de poner huevos.
Así que se internó en la clínica del doctor Rodríguez y le dejó a mi papá el problema de conseguir el dinero para pagar. El parto fue fácil y rápido porque yo era pequeña. Pesé dos kilos y medio.
Mi papá tuvo que vender una de sus pistolas para solventar el gasto y sacarnos del sanatorio.
Las penurias no se acabaron allí, fue una decepción para mis padres ver esta criatura prieta, flaca y con nariz chata. Todos los rasgos menos cotizados en mi familia los presenté yo.
Muy diferente a mis hermanas, una mayor y otra menor, que salieron blancas, gorditas y de bonita cara.
No fueron pocas las veces que recordé cómo se fruncía la sonrisa en la cara de mis tías, las hermanas de mi papá, al venir a visitarnos y tener que encontrar algún adjetivo halagador para cada una de nosotras. De plano preferían omitir sus comentarios hacia mí, y mi madre se apresuraba a disculparse porque esta niña le había salido “prietita, feíta y poquita”, como si yo fuera un bollo que no sacó del horno a tiempo y se desinfló y oscureció.
El nuevo miembro recibía su ubicación y su estatus social. El mío fue de rechazo por las razones antes mencionadas, aunque la idea de que yo fuera hija del carnicero se haya ido difuminando en la mente de mi padre y, poco a poco, incluso llegara a parecer que no había existido nunca.
Muchas veces lo dijo mi tía Lina, en esta familia había individuos blancos, de cabello rubio y ojos verdes. Lo decía con tal presunción que inflaba más el pecho y parecía inclusive más alta y más blanca. Había por lo tanto un escrutinio del recién nacido y, si lograba los parámetros mencionados, se cacareaba la noticia en todos los grupos familiares. El nuevo miembro recibía su ubicación y su estatus social. El mío fue de rechazo por las razones antes mencionadas, aunque la idea de que yo fuera hija del carnicero se haya ido difuminando en la mente de mi padre y, poco a poco, incluso llegara a parecer que no había existido nunca.
Tuvo razón mi tía, después de muchos años, nació el décimo hijo, un bebé blanco, rubio y de ojos verdes. Entonces sí, mi madre se sintió embelesada con este niño que salió de sus tripas portando esos colores. Fue motivo de alborozo general. Decidió cerrar la fábrica de hijos con este broche de oro, inamovible, irrefutable.
Pero yo escuchaba estas cosas.
Seguramente también creían que era sorda o que no tenía sentimientos.
La verdad era que sentía que era culpa mía por no haberme formado en la fila correcta, la de las niñas hermosas a la hora en que se distribuyen sus dones antes de nacer. Debo haber estado muy distraída tratando de rescatar los nutrientes para sobrevivir que ni me fijé que la hilera para recibir una nariz respingada ya se había cerrado y a todos los que quedamos fuera nos tocó nariz chata. Nunca me imaginé que este tipo de rasgos tuviera alguna relevancia, así que no puse cuidado y, cuando me presenté ante mis padres, llegué aturdida y salí con mi domingo siete.
El arranque fue ciertamente difícil, pobreza, rechazo y fealdad no eran halagadores, pero el tiempo fue pasando y poco a poco me tomaron cariño. No era tan berrinchuda como mi hermana y siempre tenía el impulso de ayudar. Cuando entré a la escuela las maestras dijeron que era una niña inteligente. Eso fue borrando los otros rasgos con los cuales me catalogaron al principio. No digo que desaparecieron mis colores y formas, solamente que dejaron de importar, aunque para mí haya sido difícil quitar la convicción de que el rechazo era la reacción normal que me tocaba recibir siempre.
La primera vez que le gusté totalmente a alguien, con todo y mis colores y nariz chata, fue a los catorce años de edad, cuando conocí al que iba a ser mi primer esposo.
Todavía no nos conocíamos tanto, de lejos lo veía vestido en su traje de doctor, pantalón y camisola blanca, perfectamente impolutos, acercarse a comulgar y regresar a su banca con las manos unidas junto a su pecho, en perfecto estado de santidad.
Héctor me miró y se fascinó, para mi completa incredulidad.
Por cierto que él no me pareció guapo en lo absoluto, pero era atento, refinado, amable y delicado conmigo. Poco a poco, a pesar de mis resistencias y miedo, le fui tomando confianza y cariño. Terminé viéndolo totalmente guapo. Era alto, delgado, blanco, de ojos grandes color miel y sonrisa grata. Me encantaron sus manos delicadas, pero firmes, sus espaldas anchas, y emanaba un halo de cariño y protección que me envolvió. Lo veía asistir a misa todos los domingos, en ese tiempo yo pertenecía a los grupos de niñas católicas que estudiaron con monjas. Todavía no nos conocíamos tanto, de lejos lo veía vestido en su traje de doctor, pantalón y camisola blanca, perfectamente impolutos, acercarse a comulgar y regresar a su banca con las manos unidas junto a su pecho, en perfecto estado de santidad. Me impresionaba su religiosidad y creía totalmente en la blancura de su alma.
La historia de amor que se inició en esos tiempos todavía no termina, a pesar de haber pasado por radicales transformaciones desde esos años hasta la actualidad.
Con él por primera vez me sentí querida y aceptada del todo. Su mirada de amor fue un regalo totalmente inesperado que le dio a mi vida lo que necesitaba para cumplir con el papel que los espíritus benéficos me asignaron cuando nací.
Los científicos han descubierto que el desarrollo de un ser vivo y la manifestación de las potencialidades contenidas en su información genética depende de la aparición de ciertos estímulos que el ambiente exterior aporte a esa criatura. Gracias a éstos se activa la química que contiene ese desarrollo potencial y aparece la siguiente fase de este particular ser humano.
No sé qué tan cierto será ese concepto en mi caso personal, pero definitivamente el amor y la aceptación incondicional que Héctor me dio tuvo el efecto que la mirada amorosa de una madre tiene en su bebé. Despertó en mí una fuerza y una alegría que no conocía y se restableció en alguna parte de mi inconsciente la convicción de que mi presencia en el mundo era algo que tenía sentido, entendiendo que tenía el mismo derecho que los demás a estar viva.
Exactamente con la forma y los colores que tenía.
Mi enamoramiento por él fue absoluto.
Su generosidad, su ternura y su presencia siempre confiable restablecieron mi confianza en el mundo y en mí misma.
Recuerdo ahorita particularmente una ocasión en que nos fuimos de compras a Laredo, Texas, en su primer carro, un flamante Renault rojo, que había comprado con lo ganado como médico. Me dieron permiso de ir con él porque su madre, la señora Conchita, nos acompañaría para hacer las veces de chaperón. Fue toda una aventura de gran felicidad tener la libertad de viajar con mi novio y además ir de compras. La señora Conchita me tenía en buena estima, era alegre y platicadora, de manera que su compañía fue una de las cosas más gratas de ese viaje. Por otra parte, nunca había ido al país del norte a comprar ropa. Era como si de repente se abriera el cielo nublado y entraran los rayos del sol a mi vida con una abundancia nunca vista. Jamás había sucedido tal cosa en mi casa.
Mi familia ya tenía mucho mejor posición económica que la suya, pero dentro de nuestra educación nunca hubo tal cantidad de regalos, ni de ropa. Comprábamos otro par de zapatos cuando los viejos ya no servían o ya no quedaban. Uno solo, hasta que se acabara. Nunca era un par de zapatos que fuera del gusto del niño o niña. Mi mamá elegía todo por nosotros y debía ser de buena calidad, para que resistiera el crudo uso de correr y jugar en la escuela. Así era con la ropa y con todo lo demás, las prendas iban pasando de la niña mayor a la menor, porque todavía estaban en buenas condiciones y no había que desperdiciar nada. Por lo tanto, en contadas ocasiones me tocaba un vestido nuevo, sólo a la mayor le pasaban esos privilegios. Los juguetes se regalaban en Navidad, el resto del año no había juguetes, salvo en los cumpleaños. Mis padres, sobre todo mi madre, habían crecido en un ambiente de extrema pobreza en el que a veces no tenían dinero ni para comer, de manera que lo que nos daban era mucho, comparado con lo que habían tenido. Yo no tenía ningún problema con eso.
Mi papá ya estaba nadando en dinero, pero cuando mi mamá le pedía para ir a la tienda a comprar calzones para todos ponía mala cara y a regañadientes le daba solamente lo justo. Como todos los niños piensan, yo creía que este comportamiento de mi padre era normal y así debía de ser. De hecho, creo que esta situación me brindó una enseñanza de control y aprecio por las cosas. Tuvimos lo necesario y mucho más.
Pero en esta particular ocasión del viaje a Laredo todo fue sentir que a mediados del año había caído la Navidad para mí. Héctor, a diferencia de mis papás, todo me quería dar. Me enseñó a manejar en carretera, apoyaba mis planes de estudio y trabajo futuros, me daba libertad, era generoso en sus regalos y no había día en que no expresara su admiración por mi belleza física y mental.
Al final del recorrido por las tiendas del pequeño pueblo de la frontera, y ya habiendo gastado todo lo que yo traía, que no era mucho, Héctor me subvencionó con otra cantidad y mi querida suegra se alegró tanto de verme contenta que me dio todavía más dólares.
Nunca dejaré de recordar con enorme gratitud lo que me dijo: “Rosita, no se preocupe, se los presto y cuando sea inmensamente rica me los paga”. Nunca se llegó ese día —el de ser inmensamente rica—, entendí que me los regalaba de todo corazón y me hizo absolutamente feliz. Todo lo que compré se me veía divino. Era una adolescente delgada y espigada, con todo bien puesto en su lugar, modestia aparte. Ésta hubiera sido la ocasión apropiada para cantar esa ridícula canción de “I feel Pretty”, que ahora practico todos los días,
I feel pretty
Oh so pretty
I feel pretty and witty and bright
And I pity, anyone who isn’t me tonight,
porque me gusta la música y me divierte sentirme bien en mi pellejo, finalmente, muchos años después de mi aparición en el mundo. ®