Jamás he vuelto a saber de la muchacha del supermercado, he llegado a la conclusión de que en donde trabajaba se han enterado de que no sabe leer y la han corrido. Tal vez está de regreso en Guerrero con su familia, tal vez sea lo mejor…
Caminan por los pasillos del supermercado con los ojos fijos en las pequeñas listas que portan entre los dedos. Uniformadas con delantales rígidos como sus propios gestos deambulan en silencio entre los anaqueles. Toman los productos mecánicamente, no sin antes corroborar que coinciden con lo que les han encargado las patronas y continúan avanzando, esquivando prodigiosamente al resto de los clientes sin levantar la cabeza.
Pasan de las seis de la tarde y todo parece indicar que a sus jornadas laborales les restan todavía muchas horas. Imagino que llegan a las casas donde trabajan caminando, guardan las cosas, preparan la cena, limpian después la cocina… Cuando me dirijo hacia las cajas con una barra de queso en las manos he olvidado por completo que por un instante quise escribir un cuento donde los personajes fueran domésticas haciendo compras en un supermercado. De pronto, una muchacha muy joven, sin uniforme, se me acerca con timidez y me pregunta en un español precario si puedo ayudarla. Sostiene una lista de compras en la mano derecha, redactada con una caligrafía manuscrita que me recuerda mucho a la de mi propia madre. No sabe leer y su patrona le ha ordenado que no se tarde. No me atrevo a preguntarle por qué no ha dicho nada, pero la muchacha intuye mis pensamientos y me explica que el español sólo lo entiende hablado. Acaba de llegar de Guerrero recomendada por una prima y, según le dijeron, a las muchachas que no saben leer les pagan menos porque no pueden hacer mandados. “Voy a ir aprendiendo”, me dice y después hace un gesto señalando la lista, entiendo que debo apresurarme. No llevo prisa y me quedo a hacer toda la compra con ella: queso, salchichas, un six de refresco de cola dietético, conchas.
Mientras caminamos hablamos otro poco. No responde a la mayoría de mis preguntas, cuál es su horario laboral, cuánto le pagan, si está asegurada. Preguntas impulsivas e impertinentes de las que después me arrepiento. Lo que en realidad me hubiera gustado preguntarle es qué se siente convertirse de pronto en testigo mudo de la intimidad ajena. Lo que a ella le nace contarme es que no vino porque pasara hambre, “La comida no es problema, allá se siembra de todo. No falta. El problema son las otras cosas: las escuelas, los doctores. De eso no hay”. Después me confiesa que tampoco vino para estudiar en su tiempo libre, como les hizo creer a sus papás, quienes al final le dieron permiso con la condición de que les enviara parte de su sueldo. “La escuela no me gustó. Me vine porque me dijeron que aquí la gente vive bien, que hay muchos coches. Yo quería ver eso”. Le pregunté si era lo que esperaba, tampoco me respondió.
Cuando llegamos de nuevo a las cajas ya me sentía lo suficientemente intrusiva y apenada como para preguntarle si necesitaba ayuda con el cambio, de nuevo ella se me adelantó y me dijo sonriendo: “Con el dinero no me hago bolas”. Nos despedimos sin intercambiar nuestros nombres agitando levemente la mano derecha.
Ser una empleada doméstica significa ante todo pasar el día y a veces la noche en un hogar ajeno, con personas extrañas a las que a fuerza de rutina se llega a conocer incluso mejor que ellas mismas. Las “muchachas” logran penetrar en lo más profundo de la vida de una casa y se vuelven parte fundamental de la dinámica de una familia que rara vez las acepta como miembro en igualdad de circunstancias.
Desde entonces paso casi todos los días al salir del trabajo a ese supermercado de Polanco esperando encontrármela. Me angustia pensar que no logrará que alguien la ayude a descifrar la lista del mandado de nuevo y doy vueltas por los pasillos buscándola sin éxito. Las personas que trabajan en el servicio doméstico siempre han ejercido una fascinación incomprensible en mí. Sé que la mayoría de esas empleadas terminan en esa labor a falta de mejores oportunidades, pero la mínima parte de libre albedrío que las hace elegir esa profesión siempre me ha intrigado.
Ser una empleada doméstica significa ante todo pasar el día y a veces la noche en un hogar ajeno, con personas extrañas a las que a fuerza de rutina se llega a conocer incluso mejor que ellas mismas. Las “muchachas” logran penetrar en lo más profundo de la vida de una casa y se vuelven parte fundamental de la dinámica de una familia que rara vez las acepta como miembro en igualdad de circunstancias. Son ellas las encargadas de deshacerse de la basura y la suciedad cotidianas. Trabajan con todo aquello que las personas no quieren ver ni tocar pero que también las conforma, porque no hay mejor manera de conocer a alguien que por medio de aquello que niega y oculta de sí mismo. Ellas conocen esa otra cara, la más cierta, y eso de alguna manera las hace poderosas sin que lo sepan, es un poder abyecto, surgido casi siempre de la humillación, pero poder al fin. Los empleadores, casi siempre mujeres, no pagan los servicios de las domésticas, pagan su lealtad y jamás se dan cuenta de lo barata que les sale. Por eso me sorprende cuando una mujer se indigna porque su empleada doméstica ha traicionado su confianza robándole; ninguna prenda o joya existente tiene más valor que todo aquello que las patronas entregan voluntariamente día con día: el sazón de los alimentos, la crianza de los hijos, el dominio absoluto de la constelación de objetos de una casa. Las relaciones entre las “muchachas” y sus empleadoras es de una complejidad que no logro comprender, las encuentro a su vez tan poderosas y tan vulnerables, tan menospreciadas y tan indispensables que su sola figura me resulta abrumadora.
Jamás he vuelto a saber de la muchacha del supermercado, he llegado a la conclusión de que en donde trabajaba se han enterado de que no sabe leer y la han corrido. Tal vez está de regreso en Guerrero con su familia, tal vez sea lo mejor… ®