Misuri es el único estado de la Unión Americana en el que una vieja ley, actualmente en desuso, permite que una persona que haya reincidido tres veces en delitos no violentos relacionados con drogas pueda ser condenada a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.
19 de noviembre de 1984. Estados Unidos. Una pequeña ciudad del estado de Misuri. El joven de treinta años Jeff Mizanskey, empleado de la construcción, blanco, alto, delgado y de finos bigotes, vende una onza de marihuana —poco más de 28 gramos— a un pariente cercano, quien, posteriormente y por error, se la revende a un policía de paisano. El familiar, para salvar el pellejo, no dudó en delatar a Jeff, lo que se tradujo en una orden judicial para analizar la casa de éste. Una vez allí los agentes hallaron alrededor de 200 gramos de marihuana. He aquí el primer delito de Jeff Mizanskey: dado que se trataba de una cantidad mayor a 35 gramos, Jeff fue acusado de un delito de posesión e intento de distribución de cannabis. Para evitar las elevadas costas judiciales se declaró culpable, siendo condenado a cinco años de prisión en régimen de libertad condicional. Primer strike.
Finales de 1991. La vida sonríe a Jeff Mizanskey: casado, padre de familia y propietario de una pequeña empresa de construcción. Tras cumplir los cinco años de libertad condicional sin delinquir, Jeff es un hombre limpio ante la justicia. Sin embargo, la policía recibe un chivatazo que vuelve a vincular a Mizanskey con el menudeo de marihuana. Nuevo registro de su vivienda. En esta ocasión le serán incautados cerca de 70 gramos de la misma droga; a pesar de tratarse de una cantidad menor a la obtenida en el primer registro siete años atrás, resulta ser superior al límite de 35 gramos que refiere la ley para ser culpado de un delito grave de posesión y tráfico. Se declara culpable y es condenado a cumplir sesenta días de prisión en una cárcel del condado. Segundo strike.
19 de diciembre de 1993: he aquí la fecha más importante en la vida de Jeff Mizanskey. El día anterior, David Schwalm, un policía de la Patrulla de Carreteras del Estado de Misuri, advierte un vehículo con matrícula de Nuevo México que le resulta sospechoso, de modo que lo manda detener.
19 de diciembre de 1993: he aquí la fecha más importante en la vida de Jeff Mizanskey. El día anterior, David Schwalm, un policía de la Patrulla de Carreteras del Estado de Misuri, advierte un vehículo con matrícula de Nuevo México que le resulta sospechoso, de modo que lo manda detener. Del coche descienden quienes dicen ser, en precario inglés, los mexicanos Jorge Ibaudo y José Reyes. Sin apenas esfuerzo el agente descubre, penosamente camuflados bajo el alfombrado del vehículo, un número considerable de paquetes repletos de marihuana. A cambio de ciertos privilegios judiciales se les ofrece un pacto: delatar a la persona a quien va destinada la droga. Reyes e Ibaudo no lo dudan: el destinatario es un tal Atilano Quintana, mexicano residente en la ciudad de Sedalia, Misuri. Así que a primera hora de la mañana siguiente un equipo policial se aposta en las proximidades del hotel Super 8 de Sedalia, el lugar elegido para la entrega de la mercancía. A las ocho en punto un camión see staciona en el aparcamiento del hotel. Dos personas salen del vehículo: uno de ellos es Atilano Quintana, tal y como Reyes e Ibaudo habían declarado. El otro hombre, su ayudante, es ni más ni menos que Jeff Mizanskey, quien, según afirmará posteriormente en el juicio —afirmaciones difícilmente creíbles, por otra parte—, había acudido al encuentro para hacerle un simple favor a su amigo Quintana, desconociendo por completo que se trataba de una operación de compraventa de marihuana a gran escala. Sea como fuere, escasos momentos después de abandonar el hotel tras el intercambio, Quintana y Mizanskey son detenidos por la policía y acusados formalmente de tráfico de drogas. Tercer y último strike: fin del partido. Desde esa misma mañana hasta hoy, postrimerías de 2014, veintiún años después, Jeff Mizanskey pasa sus días y sus noches en el Centro Correccional de Jefferson City, en el 8200 del No More Victims Road, Misuri.
Poco o muy poco sabemos en España al respecto de la cruda realidad de la situación penal en Estados Unidos. Sabemos, sí, que aún son varios los estados que aplican la pena de muerte en casos de extrema crueldad o de particular relevancia. Pero, por lo general, desconocemos que Estados Unidos es, tras las Islas Seychelles, el país del mundo que posee un mayor porcentaje de ciudadanos entre rejas (siete de cada mil habitantes, más de dos millones de personas, están en este momento encarcelados en Estados Unidos). Y más chocante y desconocido resulta aún el hecho de que, entre la población reclusa, haya alrededor de tres mil presos cumpliendo cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional por delitos sin sangre, tres mil personas que, si nadie lo remedia, morirán en la cárcel por crímenes de carácter no violento. Y uno de estos casos, uno de los más llamativos, es el de nuestro hombre, Jeff Mizanskey.
Conviene en todo caso mencionar que la realidad judicial en Estados Unidos presenta un amplio abanico de variaciones en lo que al consumo o posesión de cannabis se refiere: en cuatro Estados (Alaska, Colorado, Washington y Oregon) se encuentra completamente legalizado para uso médico y personal; algunos, como Michigan y Arizona reconocen el derecho al uso de derivados del cannabis en ámbitos exclusivamente terapéuticos, y otros, como Nebraska, han descriminalizado su posesión. Aun así persisten al día de hoy veintitrés estados en los que la prohibición del uso, posesión o venta de cannabis es absoluta, entre los que se halla Misuri. Varios estados, además, incluyen en su jurisdicción la cláusula three–strikes law, esto es, una ley por la cual los delitos acarrean sentencias mucho más duras cuando se trata de una triple reincidencia. Misuri es, sin embargo, el único estado en el que una vieja ley, actualmente en desuso, permite que una persona que haya reincidido tres veces en delitos no violentos relacionados con drogas pueda ser condenada a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. Sentenciado a morir en la cárcel. Y eso fue lo que le ocurrió al desventurado Jeff Mizanskey, el único preso en todo el estado de Misuri que cumple cadena perpetua por delitos sin violencia.
Así, ¿cómo es posible que la persona con menor responsabilidad en el asunto siga hoy detenida, condenada a morir en una celda? No podemos hablar de una sola causa, sino de una conjunción, de una cadena de infortunios.
¿Qué fue lo que ocurrió tras la emboscada del hotel Super 8? Los dos delatores, Jorge Ibaudo y José Reyes, recibieron un trato especial de la policía gracias a su colaboración: Ibaudo quedó en libertad sin cargos y Reyes fue condenado únicamente a un año de prisión. Por su parte, Atilano Quintana, el jefe de la operación, fue condenado a una pena de diez años de reclusión, tras los cuales rehizo su vida en Albuquerque, Nuevo México, donde falleció en 2010. Así, ¿cómo es posible que la persona con menor responsabilidad en el asunto siga hoy detenida, condenada a morir en una celda? No podemos hablar de una sola causa, sino de una conjunción, de una cadena de infortunios. En primer lugar la existencia de esa caduca ley que, aunque raramente aplicada, permite imponer tal castigo ante la reincidencia en delitos no violentos relacionados con drogas. En segunda instancia, el hecho de que Mizanskey, lejos de declararse culpable y recibir una pena menor —en torno a 25 años de cárcel—, decidiera vender gran parte de sus posesiones y contratar los servicios del prestigioso abogado Randall Brown Johnston. Pero Johnston desconocía que se enfrentaba a dos huesos muy duros de roer: por un lado, el fiscal Jeff Mittelhauser; por otro, el difunto juez Theodore B. Scott, ambos conocidos por su rectitud ante delitos de droga: no podemos olvidar que nos remontamos a 1993, fecha en la que todavía imperaba la tolerancia cero hacia los narcóticos impuesta algunos años antes por el gobierno de Reagan. En cualquier caso, y a pesar de los esfuerzos de Johnston y de las declaraciones de Mizanskey, en las que afirmaba ser absolutamente desconocedor del negocio sucio en el que Quintana le había involucrado, el fiscal Mittelhauser, durante el juicio, se salió con la suya a la hora de presentar a Mizanskey —sin base objetiva alguna— como parte responsable de una red internacional de tráfico organizado de drogas que pretendía introducir no menos de cuarenta kilos semanales de marihuana en la respetable ciudad de Sedalia. Finalmente, el juez Scott aceptó la solicitud del fiscal y Jeff Mizanskey, actualmente el recluso 521900 del Centro Correccional de Jefferson City, en el 8200 del No More Victims Road, Misuri, fue condenado a cadena perpetua.
El descenso a los infiernos de Mizanskey no termina aquí. Por más surrealista que parezca, ni Mizanskey ni su abogado eran conscientes de que la sentencia impuesta se trataba de cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional (life in prison without the possibility of parole), sino que, por error, falta de comunicación o cualquier otro extraño motivo, pensaron que su pena consistía en una cadena perpetua revisable; incluso Mizanskey tenía el convencimiento de que en 2005 sería candidato a optar a la condicional. Nada más lejos de la realidad: en 2001, mientras un abogado público tramitaba la propuesta de solicitud de libertad condicional, la espantosa realidad salió a la luz: Mizanskey había sido realmente condenado a morir en la cárcel por tres delitos no violentos. La tan temida ley cuyo nombre proviene del ámbito del béisbol, la three–strikes law, se había cebado con él.
Han pasado más de veinte años desde aquel nefasto 19 de diciembre de 1993. Hoy Jeff Mizanskey es un hombre de 61 años de habla pausada, cierta barriga, larga coleta y bigote cano. Quienes lo han visitado en la cárcel lo reconocen como una persona tranquila, atribulada y melancólica, consciente de que cometió algunos errores en su juventud pero igualmente consciente de que el precio que le ha tocado pagar por aquellos dislates es a todas luces excesivo. Sus ojos resignados han visto cómo decenas de asesinos y violadores quedaban en libertad tras “saldar sus deudas con la sociedad”. Él, en cambio, a pesar de haber realizado todos los cursos posibles, de haber llevado a cabo todos los trabajos sugeridos y de ayudar y asesorar al resto de presos de la Correccional, continúa entre rejas. Sólo le queda una esperanza: la clemencia de Jay Nixon, gobernador de Misuri, la única persona con autoridad legal para dejarlo automáticamente en libertad.
Y esa es la principal preocupación de sus hijos, que han crecido sin la presencia de su padre, quienes a su vez han engendrado otros hijos que su abuelo Jeff apenas conoce. El perdón del gobernador es la única posibilidad de salvar a su padre de una muerte miserable tras los barrotes: por ello están llevando a cabo diferentes campañas en Internet para llamar la atención sobre la dramática realidad que Jeff Mizanskey está sufriendo desde hace más de dos décadas. Rescatemos, a modo de solidaria despedida, las palabras de su hijo Chris en la campaña que promueve en la plataforma digital change.org.
Mi padre es, y siempre ha sido, un buen hombre. Nos enseñó a mi hermano y a mí todo lo relacionado con la construcción y la ética laboral. Nunca ha sido una persona violenta, y en todo momento ha sido un preso modélico. Todo lo que mi padre anhela es ser una parte productiva de la sociedad, trabajar, pagar impuestos y estar con su familia. Quiero a mi padre de vuelta. El Gobernador Jay Nixon es la única persona con capacidad para traer a mi padre de vuelta a casa aceptando su petición de clemencia. Por favor, ayúdanos a conseguir un justo y razonable final a su sentencia firmando y compartiendo esta petición. ®
Publicado originalmente en Nueva Tribuna. Se reproduce con permiso del autor.