Una búsqueda del origen y destino de la poética de Alejandra Pizarnik; elogio al lenguaje, reflexión sobre la escritura, el silencio, la espera, la soledad.
Tú eliges el lugar de la herida
en donde hablamos nuestro silencio.
—Alejandra Pizarnik
I
La poesía de Alejandra Pizarnik duele. Es un hermoso dolor que hace recordar la vulnerabilidad, la suave entrega del que se da, como el poeta. Un atónito dolor de tanto que contiene, y un dolor así, silencioso, no hace más que presentar nuestra mudez estridente, sin consuelo, pero que no llega aún al llanto desbordado, sombrío, oscuro. Algunos escritores hacen explotar en algún lugar de nosotros, oculto o no, este sentir de nostalgia mezclado con desazón, pero en Pizarnik sucede algo extremadamente inaudito, creo yo, porque el dolor es por ella. Ella nos duele, y en una especie de complicidad luctuosa tomamos lugar en esta poesía de duelo y de pleno desafío:
voy a ocultarme en el lenguaje
y por qué
tengo miedo
La poeta argentino-francesa nos deja una obra desgarradora y plena donde las palabras se desprenden de todo su significado para convertirse en suave envoltura: “Las fuerzas del lenguaje son las damas solitarias, desoladas, que cantan a través de mi voz que escucho a lo lejos”. Si el poema es el tejido entonces hay quienes tejen pacientemente esperando a Ulises, si es la voz amorosa; o, en cambio, si el poema es desgarramiento, vuelco del corazón, se hace libro, carta o poema. ¿El poema tiene destino? ¿Lugar de origen? No sé, pero creo adivinar en Pizarnik distintas maneras de nombrar el silencio, y el poema entonces tendrá el destino de ser nombrado, así su voz quedará mientras se nombre. Mientras sucede el reconocimiento abrupto de lo que se puede decir, o más importante aún: lo que no se puede decir. Esta representación de la ausencia queda demostrada en la relación vigente con el lector, con la legitimidad de una lectura cómplice y participativa: sólo se comprende el silencio en una obra literaria cuando se posee un campo común de incidencias culturales entre el texto y el lector. “Ella tiene miedo de nombrar lo que no existe”, dice un poema de Pizarnik; asimismo, podríamos decir que ella tiene miedo de nombrar, y en este temor, acaso, está centrado el valor de su enfrentamiento con el acto de la escritura.
Entre la voluntad de la escritura, la soledad como sustantivo de una obra generosa y el deseo como el ímpetu que obliga, la escritora debate su existencia. Es porque escribe, y aun cuando no puede escribir, escribe. La relación vida-lenguaje es estrecha y fuerte, vigorosa. “Ebria de mí, de la música, de los poemas, por qué no dije del agujero de ausencia. En un himno harapiento rodaba el llanto por mi cara. ¿Y por qué no dicen algo? ¿Y para qué este gran silencio?”1 La voz poética surge como una interrogante de la labor de la escritura, del ejercicio de su imposibilidad, de su desgarrado proceder con el que escribe: el murmullo tiene que poseer la estridencia para ser notado, entonces la poesía se deja llevar de tal forma que causa un rompimiento, un desafío a la escritura falaz, equívoca, y va más allá de la pena, más allá del duelo. Va inmersa en el quebranto y la desolación, en la notoria ausencia del amado.
“Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”. El silencio deja espacios para seguir una huella, deja entrever que lo cerrado no está cerrado o que el cerrarse es una manera de mantenerse abierto, así como el callar es otra forma de comunicar. El silencio como una salida: se calla porque no siempre se puede gritar, y cuando se grita se hace constar el sentido del mundo. Estrategia del vacío, de la ausencia.
II
Pizarnik me encontró un día en que yo andaba triste, pero esa tristeza mía, individual, sólo coincidió en su espera. Porque el poeta parece siempre esperar más allá de cualquier borde, de tiempo o espacio, a encontrar las otras voluntades que comprendan o alimenten la propia voluntad dejada. Pizarnik me desbordó, regresó de mí, y lo que me dijo, y me sigue diciendo, es que uno no necesita estar vivo para tener contacto con los demás. Ella, sobretodo, encuentra un modo de irse despidiendo, cíclicamente. Porque su obra, toda, hasta la farsa que hay en algunos de sus textos teatrales, involucran una necesidad de despedida. Es como una carta larga de suicidio. Por eso, tal vez, no sorprendió su muerte, sino su prolongada espera. Se escribe como intento de ganarle a la muerte y a la ausencia. Pero hay quienes escriben para ir diciendo adiós.
Muerte o delirio apasionado. Está en el designio del poeta la búsqueda, la inefable búsqueda… la interminable espera. De la inenarrable necesidad al describir lo poético que sucede en un instante. Entonces, la idea del quehacer poético corresponde a una idealización del ser, la esfera que centra una atención fundamental en esto que llamamos creación. Hay un breve poema que Pizarnik escribe el año en que muere (1972) de una brevedad que no le resta hondura; pareciera una premonición de lo que sería su obra:
serás desolada
y tu voz será la fantasma
que se arrastra por lo oscuro
jardín o tiempo desde tu mirada
silencio silencio
Sólo el poeta es capaz de discernir, de encontrar porque su búsqueda no persigue el saber, sino el encuentro, sea lo que sea este encuentro. Esta inquietante dilucidación, esta inenarrable necesidad del mirar en el otro lo que queramos sea mirado en nosotros mismos. Entonces, la poesía es una maravilla de encuentro con uno mismo mientras definimos el yo plural. Esta pluralidad del ser poético es incandescente, una cámara lúcida, un instante de imaginación que desborda la intención. El poeta va más allá de cualquier intención. Encierra en sí el misterio de lo apropiado, de lo inmediato y a la vez, de lo que considera inmarcesible.
El silencio no es no decir, sino una contención para evitar el desborde. Así, en el designio surgen poéticas del silencio, tal vez de ahí derive la vocación poética: en la asunción de lidiar con un conflicto que rebasa la expresión, mas el descubrimiento, siempre el descubrimiento será sin duda el instante revelador en que uno conversa con uno mismo. Misión mística de la escritura:
en esta noche, en este mundo
las palabras del sueño de la infancia de la muerte
nunca es eso lo que uno quiere decir
la lengua natal castra
la lengua es un órgano de conocimiento
del fracaso de todo poema
castrado por su propia lengua
que es el órgano de la re-creación
del re-conocimiento
pero no el de resurrección
de algo a modo de negación
de mi horizonte de maldoror con su perro
y
nada es promesa
entre lo decible
que equivale a mentir
(todo lo que se puede decir es mentira)
el resto es silencio
sólo que el silencio no existe
El poema es en sí una poética de la imposibilidad. Lo que se busca no se halla, lo que se halla no se puede decir y lo que se dice se anula en su enunciación. Centrífuga, la lengua se desliza. ¿El poema nombra y logra ser? ¿La palabra logra ser? ¿Si represento soy?
no
las palabras
no hacen el amor
hacen la ausencia
si digo agua ¿beberé?
si digo pan ¿comeré?
en esta noche en este mundo
extraordinario silencio el de esta noche
lo que pasa con el alma es que no se ve
lo que pasa con la mente es que no se ve
¿de dónde viene esa conspiración de invisibilidades?
ninguna palabra es visible
sombras
recintos viscosos donde se oculta
la piedra de la locura
corredores negros
los he recorrido todos
III
…voz de silencio
más que la ausencia
que las voces hieren.
—João Cabral de Melo Neto
¿Cómo nombrar lo inexistente? ¿Cómo encontrar en la no-presencia del objeto su nombre? Qué es el nombre sino una afirmación de la existencia, una circunstancia de vida: se nombra lo que está ahí, ante a los ojos, y en el nombrar está la confirmación de que el objeto está siendo en el momento en que se pronuncia su nombre. Cómo ponerle nombre a lo que no posee vida; es como nombrar al espacio vacío entre palabras, el silencio inexistente, la negación del sujeto.
Si el escritor “quiere decir el secreto; lo que no puede decirse con la voz por ser demasiada verdad; las grandes verdades no suelen decirse hablando. La verdad de lo que pasa en el secreto seno del tiempo, es el silencio de las vidas, y que no puede decirse. Pero esto que no puede decirse, es lo que se tiene que escribir”, María Zambrano acierta entonces en la curiosidad que impulsa la escritura, porque el que escribe sale de su soledad para intentar comunicar el secreto. Pizarnik asegura desde el doloroso secreto de su poesía: “Yo ahora estoy sola/ —como la avara delirante sobre su montaña de oro—/ arrojando palabras hacia el cielo, / pero estoy sola/ y no puedo decirle a mi amado/ aquellas palabras por las que vivo”, que es difícil la comunicación del secreto que se descubre, o del secreto que vive lúcido en el ejercicio constante de intentar descubrir, y que aun cuando no sucede nada —cuando no hay secreto que comunicar—, queda el escritor con un disimulo aparente, el disimulo de querer decir lo que aún no es revelado: como esa palabra temerosa que nombrará lo inexistente: “Escribo con los ojos cerrados, escribo con los ojos abiertos: que se desmorone el muro, que se vuelva río el muro”, concluye Pizarnik. Y el escribir es goce, riesgo absoluto, de encontrar lo que quizás no convendría encontrar.
Qué más da, si la escritura no revela lo peligrosamente oculto quedaría la sospecha involucrada en el impetuoso lector, si acaso no suceda otra cosa: una escritora brasileña, narradora, Clarice Lispector, comparte en su propia atmósfera una preocupación afín a Pizarnik: la irresolución de la literatura y de la creación: “Pero si lo supiesen, se asustarían, nosotros que guardamos el grito en un secreto inviolable. Si lanzo el grito de alarma de que estoy viva, me arrastrarán al mutismo y a la dureza, pues ellos arrastran así a los que abandonan el mundo posible; el ser excepcional es arrastrado así, el ser que grita”,2 asimismo, Lispector lleva esta reflexión más allá de qué sucedería al ser revelado el secreto, lleva a compartir el impulso febril de la escritura, el ánimo íntimo del que participa del afuera: el ánimo colectivo: “Tengo miedo de escribir. Es tan peligroso. Quien lo ha intentado lo sabe. Peligro de hurgar en lo que está oculto, pues el mundo no está en la superficie, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar”; no obstante, el dilema en voz de Pizarnik tendría otra salida en este laberinto —trazado de voces y silencios—: “Explicar con palabras de este mundo/ que partió de mí un barco llevándome”. La salida aparente, pues dónde están las palabras de este mundo para alejar la soledad, la terrible soledad del que se sabe solo. No hay más. No hay palabras para explicar la posibilidad del ser en la encrucijada amorosa, así como tampoco existen palabras para dilucidar el poema, <comprenderlo>, sólo traerlo al vuelo de una palabra de ausencia: el barco que parte de uno llevándonos de pasajeros. Ahí, sospecho, radica el misterio del poema.
Acaso escribir el mundo no es misión de magos que inventan lenguajes nuevos para nombrar el cielo, el pan, los ojos; mientras, se suspende el instante en que las cosas pierden su nombre verdadero y prestan su esencia para poder ser renovados en su meditación, la meditación profunda, casi mística, del que parte del silencio para encontrar la voz, la única voz que despierte el espíritu dormido en tanto tiempo que ha olvidado su propio nombre. El poeta entonces atrae hacia sí la manga de un lector pensado y le advierte —sigiloso— de no escoger las puertas falsas porque a veces, simplemente, las puertas no llevan a ningún lugar y esto no significa que sean ilusorias o hayan querido jugar con nosotros. También, cada puerta nos muestra parte de las pequeñas veracidades, sin que se abran por completo. Tal vez ello dependa de quién está del otro lado.
La tarea literaria acertará en el frenesí devorador de las palabras, la búsqueda de lo inquebrantable en el adjetivo, la coma, el punto y aparte. Todo ello nos ofrece tan sólo —en su magnitud— una visión del mundo, una simulación temprana del porvenir, el presentimiento feliz de lo que aún no acontece. ¿De qué hablar entonces? Pizarnik se descubre: “Hablo como en mí se habla. No mi voz obstinada en parecer una voz humana sino la otra que atestigua que no he cesado de morar en el bosque”.3
En esta búsqueda de voces, bosques, moradas, existe una página ausente, la página silenciosa. La vida silenciosa del libro. ®
Notas
1. Alejandra Pizarnik, «Extracción de la piedra de locura», Poemas, Barcelona: Lumen, 2005.
2. Clarice Lispector, La pasión según G.H., Barcelona: Muchnik Editores, 2001.
3. A. Pizarnik, op.cit.
Xóchitl
Gracias Brenda, he leído algunos artículos sobre Alejandra y me alegra encontrar uno que no reduzca su obra a un «caso psicológico»
Saludos.