Existen ciertas tendencias en la forma que se desplaza, comercializa y exprime la música en la actualidad que ya son prácticamente un lugar común; pero cuando surge un nuevo planteamiento, más vale tener el panorama claro para saber a qué nos atenemos y la viabilidad de cada propuesta.
En este panorama, las disqueras son una forma de organización comercial que progresivamente se van volviendo obsoletas. Cada vez quedan menos en su forma de megacorporación y en el futuro se hallarán más bien como microempresas con objetivos distintos al mero enriquecimiento cínico. Existirán como plataformas de difusión, pero no como ejes centrales del negocio. Cierto es que las disqueras pagan ahora por su soberbia y merecido se lo tienen. Ninguna de sus estrategias ha funcionado y la única esperanza posible es la venta digital, vía internet o telefonía celular. Se sabe que ahora incluso ofrecen contratos que exigen un determinado porcentaje de lo que los artistas generen por sus presentaciones en directo, ¡el colmo del descaro!
Con el tiempo el disco compacto está condenado a desaparecer, pero mientras tanto será más bien un objeto que promueva los haceres de cada músico. Pronto se bifurcará el mercado entre álbumes digitales y vinilos (que regresan por romántico fetichismo melómano). Los CDs sólo servirán para dar a conocer las propuestas y cada vez más cada músico dependerá de lo que obtenga con sus directos. De hecho, este sustrato ha vivido horas extra.
Otro aspecto clave pasa por los sistemas de descarga ilegal. Los expertos señalan que ninguna estrategia de prohibición coercitiva será efectiva. Siempre vendrán nuevas alternativas y formas de preservar el intercambio entre personas, el llamado sistema P2P. Los portales estarán mejor ocultos, la información se mantendrá en movimiento, vendrán nuevas herramientas y métodos. La vía de la discusión legislativa y la policía informática se ven como opciones de pobre éxito. Después de todo, siempre será más importante desmontar una red internacional de pederastia o tráfico de mujeres que andar persiguiendo a gente —en su mayoría adolescentes— que intercambian canciones.
Otro aspecto clave pasa por los sistemas de descarga ilegal. Los expertos señalan que ninguna estrategia de prohibición coercitiva será efectiva. Siempre vendrán nuevas alternativas y formas de preservar el intercambio entre personas, el llamado sistema P2P.
En este sentido, se ha considerado otra ruta no exenta de asegunes, críticas y detractores. En el entendido de que lo que hace posible el intercambio de archivos de todo tipo —incluyendo de música— es el internet, ahora se pone sobre la mesa de discusión que sean los proveedores del servicio los que paguen un porcentaje de sus ganancias a cuenta de las descargas. Así cada particular, por el solo hecho de contratar, estaría autorizado —legalmente y no de facto— para bajar lo que se le dé la gana.
Grosso modo no parecería algo descabellado, pero implica una redistribución del capital al que no estarían dispuestos ni los proveedores de internet ni las telefónicas y compañías de cable. Tendrían que compartir un trozo del pastel y ello traería consigo infinidad de dudas. El pago de un porcentaje, un canon establecido, traería consigo un verdadero galimatías para establecer un sistema equitativo de repartición del dinero.
Se ha demostrado que agrupaciones como las sociedades de autores y compositores se mueven amañadamente, no se diga las editoras, quienes controlan los derechos de autor. No habría certidumbre al momento de establecer cómo es que lo obtenido habría de repartirse. Y en tal esquema, también las disqueras casi salen sobrando.
Actualmente, cada país establece cómo es que sus medios de comunicación —públicos y privados— retribuyen a los compositores, es decir, existe un flujo establecido y legal que en muy poco ha contribuido a beneficiar a los artistas. ¿Quién podría vivir de lo que obtiene de parte del sindicato o de las cámaras? No está de más subrayar que se trata de un gremio profesional en forma y no de un hobby o un pasatiempo.
Se ha demostrado que agrupaciones como las sociedades de autores y compositores se mueven amañadamente, no se diga las editoras, quienes controlan los derechos de autor.
Ahora hay quienes apelan a un sesgo parecido pero no igual; proponen que se instaure una tarifa de internet según la cantidad de información que se descargue. Quien consuma más que pague más, a semejanza de la electricidad y el agua, lo que sin duda afecta a la gratuidad parcial del momento presente y abre la puerta a que la supervisión de lo que cada particular baja se explicite en mayor grado (¿cómo si no existiera soterradamente?). Para muchos se trataría de una especie de atentado contra el espíritu de la red y de una invasión a la privacidad; un acto público de apertura de una caja de Pandora.
No escasean tampoco quienes condenan la libertad digital basada en la acumulación pirata de todo lo que sea ajeno. Habría que analizar a qué bando pertenecen los que defienden esta postura y dónde cobran su salario. Por ejemplo, Apple se apunta por una tarifa acordada que contemple bajar canciones de iTunes sin límite. Ellos mantendrían su portal funcionando bien, pero una vez más no tocaría a las otras opciones de descarga que van por la libre.
No es fácil clarificar el devenir de una industria que ahora se lamenta de sus excesos y de su falta de visión de futuro. El caso es que los ejecutivos de la vieja escuela se han dormido en sus laureles. El dinero se sigue desplazando mediante otras rutas y nunca más habrá de regresar a sus manos. Al menos, eso habremos de celebrarlo, pero sin duda que urge hallar un modo en que los creadores consigan algo de retribución por el ejercicio de su oficio contenido en grabaciones. La venta de discos como la conocemos vive sus últimas horas. ®