Lo narco no es sólo un tráfico o un negocio; es, sobre todo, un estilo de vida, una estética, una ética que cruza y se imbrica con la cultura de Colombia y que determinó el cambio del gusto en una sociedad altamente estratificada.
La cocaína es la bomba atómica de América Latina contra el imperialismo norteamericano.
—Carlos Lehder, el Alemán
El narcotráfico como fenómeno fascina, preocupa, escandaliza y repugna a partes iguales, además de ser uno de los generadores más potentes de violencia de todo tipo a escala mundial. A estas alturas nadie podría poner en duda la importancia que se deriva del tráfico ilegal de estupefacientes en el mundo contemporáneo, aunque ya desatara conflictos bélicos en el pasado, como la guerra del opio en el sudeste asiático por parte del imperio británico.
La preocupación principal es el problema de salud pública (que es lo que dispara las alarmas sociales), pero por otro lado acucian del mismo modo los efectos negativos de las políticas prohibicionistas (la criminalización del consumo) y las estrategias de represión policial y militarización de amplias zonas del territorio nacional, con fenómenos como la extendida corrupción de sectores de gobierno y de aquellos que en principio están nominados a combatir el tráfico ilegal y proteger a la sociedad. Aunque también es un quebradero de cabeza en el rubro de la economía y la inyección descontrolada de capitales de origen dudoso en los flujos de mercado, alterando severamente este último.
Se ha estudiado menos la vertiente sociocultural de este fenómeno extendido como un virus, de manera global, pero con epicentros en lugares como Colombia, principal productor de cocaína del mundo, y México, paso obligatorio del preciado anestesiante y euforizante polvo blanco camino al país con mayor número de consumidores
Todo ello mesurable en cifras y exhaustivas estadísticas, de las que dan cuenta los estudios de gobierno, las políticas antidrogas y las estadísticas tanto de los centros de rehabilitación como en el apartado de defunciones por sobredosis y la lucha represiva contra el crimen organizado, en las que las muertes se cuentan por decenas de miles.
Se ha estudiado menos la vertiente sociocultural de este fenómeno extendido como un virus, de manera global, pero con epicentros en lugares como Colombia, principal productor de cocaína del mundo, y México, paso obligatorio del preciado anestesiante y euforizante polvo blanco camino al país con mayor número de consumidores, Estados Unidos. De hecho, ambos países comparten varias características del auge de tal actividad económica en amplios sectores dedicados al crimen organizado, y también en la incidencia dentro del terreno de producción cultural.
Narcolombia (Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia, 2020), el libro, es parte de un amplio y documentado proyecto producto del interés de los académicos Omar Rincón, periodista y comunicólogo, Lucas Ospina, artista, y X. Andrade, antropólogo de la imagen, por abordar el impacto del narcotráfico en los aspectos culturales en Colombia de una manera interdisciplinaria, en el que las fronteras de sus respectivas disciplinas se desdibujan. Apuntan los autores en el prólogo:
Lo narco no es sólo un tráfico o un negocio; es, sobre todo, un estilo de vida, una estética, una ética que cruza y se imbrica con la cultura de Colombia y que determinó el cambio del gusto en una sociedad altamente estratificada.
De este modo el proyecto explora el culto tejido alrededor de figuras emblemáticas del narcotráfico que expresan un ethos radicalmente capitalista.
Así, todos ellos, también artistas, abordan en este tomo, para Rincón un fanzine, para Ospina un folleto y para Andrade un libro, de indudables virtudes en cuanto a diseño y con un notable sentido del humor no exento de ironía, este fenómeno y la producción cultural implícita que ha permeado, de una manera más o menos insidiosa, a la sociedad colombiana desde hace décadas, pero que obviamente se puede fácilmente extrapolar a la sociedad mexicana. Una herencia incómoda, a decir de X. Andrade. Ya se sabe que los narcos molestan por sus gustos —aberrantes, ostentosos—, pero su dinero nos hace bien.
Estas perspectivas complementarias confluyen en un objeto de bellas facciones y hechuras pero cuya característica principal sería la hibridez, que se refleja perfectamente en el diseño aludiendo a una estética punk muy alejada de los tradicionales productos académicos, y de amplia vocación transmedia, tanto por los links a páginas web donde profundizar en ciertos temas —todo ello plagado de referencias— y a videos de YouTube, como porque su desarrollo se da en diferentes plataformas, el libro, un sitio web y ha sido pensado también para una posterior muestra museística, en la que la exhibición se convierte en un trabajo de investigación de campo, donde los propios investigadores se convierten en hacedores de imágenes y productores de nuevo contenido.
El proyecto es un mapeo de la estética del narco a través de un amplio espectro que abarca desde la música —principalmente los narcocorridos—, la moda —tanto la popular en forma de playeras y demás parafernalia como la de las marcas de alta costura predilectas de los narcos—, la religión y sus estrambóticos cultos, la arquitectura, el arte y los productos audiovisuales tan en boga últimamente. Interés encarnado en innumerables series y películas que abordan este fenómeno, aunque este hecho no sea precisamente reciente como da cuenta la serie Pablo Escobar, el patrón del mal, producida en la década de los noventa por la televisión colombiana Caracol, lo que ha provocado una suerte de culto y devoción alrededor de lo narco. Unos comportamientos que han proliferado en la sociedad a todos los niveles, en parte también gracias al éxito popular de las telenovelas, en las que algunos de sus argumentos versan en que todo vale para salir de pobre, ya sea a través de un arma, unos implantes de silicona o un trabajo de milico. Como sea, la industria del narco da de comer a varios y es una economía alternativa para la ansiada escalada social.
Por este motivo, en el libro aparece una multitud de aspectos acerca de la cultura del narco con una mirada cargada de ironía, como en el apartado dedicado al Museo de la Policía en Bogotá, que alberga parte de los materiales incautados a los narcos, con frases motivacionales escritas en las paredes con caligrafía francesa e himnos a ritmo de rap. Dice al respecto X. Andrade:
[…] la intención de la curaduría es presentar una imagen aséptica y exitosa de la Policía Nacional, solo se puede visitar ese museo a través de tours guiados por policías como modo de controlar la narrativa del museo. No obstante, en la sala El Crimen No Paga, esos objetos desbordan la curaduría. La gente se toma selfies con la motocicleta enchapada en oro y plata que Pablo Escobar regaló a un lugarteniente del Cártel de Medellín y colapsa el guión curatorial del museo.
Precisamente, los integrantes del proyecto Narcolombia escribieron varios artículos que se focalizan en la agenda de los objetos, en la vida social de éstos y en la capacidad del narco para desbordar las formas disciplinarias, pensando la etnografía a partir de préstamos de las estrategias del arte, como videos que son en realidad ensayos visuales o los dibujos de Esteban Borrero para ilustrar las anécdotas provocadas por el público en la sala donde se exhibe la motocicleta de oro y plata en el mencionado Museo de la Policía.
Así, en el delirante recorrido que propone la narrativa de Narcolombia, ampliamente ilustrado y plagado de referencias, podemos apreciar muestras del libro Pablo Escobar Gaviria en caricaturas (1983–1991). El libro de Oro, cuyo valor en el mercado de coleccionistas por un ejemplar del libro alcanzó recientemente más de 90 mil dólares, a causa de lo reducido del tiraje y su rareza.
También hay múltiples referencias en el libro–fanzine a las respuestas que se han dado desde el mundo del arte al fenómeno del narcotráfico y el consumo de drogas. Como el polémico performance Álbum doble, de la artista Tania Bruguera, en el que se instaba al público a consumir líneas de cocaína como parte del evento, llevado a cabo en la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá, en el año 2009. Además de fotografías de la acción este capítulo recoge también parte de la cadena de reacciones que provocó, principalmente en la prensa escrita: “Este acto me parece una sincera payasada. Los que consumieron, por favor, qué falta de patriotismo. Piensan con la nariz”.
Asimismo, se consigna la exposición El camino corto. Una línea muy delgada del artista bogotano Miguel Ángel Rojas, quien explora la tortuosa relación entre la hoja de coca, la cocaína y los dólares. Unos curiosos objetos tipo Lego a cargo de Nadín Ospina complementan esa respuesta por el colectivo de artistas que recoge la investigación.
Pero Narcolombia no solamente aborda las interacciones de los artistas contemporáneos con el fenómeno del narcotráfico, sino que también da cuenta de cómo el trasiego de obras de arte y movimientos opacos por parte de algunas galerías y marchantes contribuyen al lavado de dinero en sumas millonarias, como investigaciones posteriores han dejado ver en las asombrosas colecciones incautadas a los narcos, aunque algunas de las piezas a la postre resultaron ser falsas. El caso quizás más paradigmático sea el del artista colombiano Fernando Botero, con tasaciones de su obra muy por encima del valor real de las pinturas, auspiciada en este caso incluso por parte de la sociedad no criminal, aristocracia y alta clase política colombianas. El alcance de estos enormes fraudes y transacciones a todas luces opacas todavía está por verse, pero explica en parte el auge y privilegiado posicionamiento en el mercado de un artista mediocre como Botero, con temáticas complacientes y poco ofensivas tanto del agrado de las clases pudientes como de los narcos.
Narcolombia no solamente aborda las interacciones de los artistas contemporáneos con el fenómeno del narcotráfico, sino que también da cuenta de cómo el trasiego de obras de arte y movimientos opacos por parte de algunas galerías y marchantes contribuyen al lavado de dinero en sumas millonarias, como investigaciones posteriores han dejado ver en las asombrosas colecciones incautadas a los narcos.
En el campo de lo popular, terreno con mayor influencia y anclaje de la cultura de la narcoestética, destaca la producción de narcocorridos, otro camino de ida y vuelta entre Colombia y México —corridos hacia Colombia, cumbia villera hacia México, como se puede constatar en el movimiento cholombiano de la ciudad norteña de Monterrey—. En el libro aparece una extensa relación de narcorridos y algunas de sus letras, verdaderas apologías del contrabando, el crimen y la vida loca.
Se añade del mismo modo una compilación y listado de todas las películas producidas que giran alrededor de lo narco producidas en Colombia, al igual que un fragmento de la novela La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo, y que también sería llevada a la pantalla grande, donde se explica la devoción y el peculiar culto religioso del gremio mafioso en torno a ciertas figuras redentoras.
También se presentan, con el mismo tono humorístico característico de este proyecto, recortes de prensa y memes que involucran a personajes emblemáticos asociados al consumo de cocaína como el recientemente fallecido Diego Armando Maradona, la modelo Kate Moss o el futbolista Robbie Fowler, que simuló esnifar una línea de cocaína para celebrar un gol en la liga inglesa.
Dentro de esta investigación en la prensa de la época se presentan noticias y recortes sobre alijos interceptados en varios aeropuertos internacionales, escondidos en los lugares más inverosímiles, “pepas” de aguacate, en el interior de unas figuras ornamentales de vírgenes, en bustos de Mussolini y el uso de todo tipo de artimañas, cirugías de reconstrucción facial y disfraces, como un grupo de mujeres, mulas, vestidas de monjas que aducían que únicamente con el permiso del papa las podían registrar. Resultaron ser falsas monjas y la Iglesia rápidamente se deslindó de los hechos. También se reportan técnicas audaces de contrabando como la utilización de submarinos, construidos por los propios narcos, que no escatiman medios para lograr sus propósitos de trasiego del codiciado polvo blanco a través de los océanos.
Un aspecto también interesante y muy documentado es la arquitectura desarrollada por los narcos, como símbolo de poder económico y social y con el afán de perdurar en la memoria de los humildes. Complejos arquitectónicos de variados estilos, muchas veces mezclados entre sí, que contaban con sus propias plantas de luz y suministro de agua, para evitar los habituales cortes de la época. También se prodigaron en la construcción de ostentosas iglesias, para regocijo de los fieles, que recibían generosos diezmos y donaciones. Pero no todo era ostentación, grifería de oro y mármoles importados; en un artículo de Timothy Pratt sobre el arquitecto Simón Vélez se cuenta cómo uno de sus primeros clientes, uno de los hermanos Ochoa, del Cártel de Medellín, al igual que otros narcos, habían desarrollado un potente sentimiento antiimperialista y, como rebelión a ese primer mundo, construían sus casas con materiales humildes de la zona con “exquisitas proporciones y delicada armonía”, para terminar diciendo: “Si no fuera por los traficantes de drogas yo nunca hubiera construido cosa alguna. Ellos asumieron los riesgos de trabajar con material desconocido, algo que la clase alta jamás habría hecho”.
Esta arquitectura, como el edificio Mónaco en Medellín, un búnker de ocho pisos que construyó Pablo Escobar para proteger a su familia, objeto de un atentado por parte del Cártel de Cali y que recientemente fue demolido, es objeto de los narcotours, producto del morbo que despierta en los visitantes los lugares emblemáticos del narco en Medellín y, en menor medida, en otras ciudades colombianas. Aunque prohibidos, estos narcotours siguen operando de manera informal obstinándose en doblegar la narrativa de querer pasar página y del lavado de cara de estas ciudades.
Narcolombia es en definitiva un recuento de hechos y personajes extraordinarios, más allá de consideraciones morales, como Carlos Lehder, el Alemán, quien construyó La Posada Alemana, un monstruoso hotel en la campiña que incluía una escultura de John Lennon, de quien era fan, de cuatro metros y quien también compró la isla Cayo Norman, que fue usada como base para sus operaciones de almacenamiento y tráfico masivo de cocaína.
Aparecen también las historias de otros personajes como Elizabeth Montoya, apodada la Monita Retrechera, a quien se le incautaron más de 1,500 prendas de lujo principalmente de marcas europeas, colección guardada durante veinte años en la Dirección General de Estupefacientes, y que el coleccionista Omar Peñaloza empezó a adquirir en partes. Se está negociando que algunas piezas de ropa de esa colección adquirida por Peñaloza puedan ser exhibidas en la pendiente exposición del proyecto Narcolombia, que la pandemia aplazó, mediante un ejercicio de arqueología narca a través de los objetos de consumo.
Para concluir esta aproximación a este gran y completo ensayo visual, que provee un ensamblaje llamativo de imágenes dispares sobre la narcoestética en los campos de producción cultural en Colombia, estas palabras de los autores sobre el narco y su impacto social:
Asumir que les tenemos envidia porque ellos y ellas sí tienen el dinero y el atrevimiento social para exponer su gusto ostentoso y desproporcionado. Asumir que ellos y ellas sí fueron capaces de elevar su gusto al estatus social de éxito. Reconocer que pasaron de nosotros y eso jode. Por eso, moralizar la narcoestética es un acto de arrogancia porque lo narco es la moral capitalista de billete mata cabeza. ®
Descarga aquí el libro completo.
Página web del proyecto Narcolombia.