Se habla poco de la necesaria autocrítica liberal en relación con el trastorno político, económico y administrativo que sacude a México después de más de treinta años de predominio de esta ideología.
Es comprensible: toda autocrítica corre el riesgo de caer en el juego de poder del presidente y sus epígonos, por no hablar de la ausencia de este saludable ejercicio en la tradición intelectual mexicana. Pero hay que decirlo: sin autocrítica no habrá corrección de los errores cometidos.
En vista del abrumador repudio popular a las políticas liberales y la perturbadora fe en la hegemonía caudillista de López Obrador, parece claro que el mayor error liberal fue ignorar lo que bullía bajo la superficie de las políticas concentradoras de la riqueza. Cuando la creciente desigualdad económica empezó a salir a flote en el mundo hacia fines de los noventa muchos economistas e intelectuales mexicanos sostuvieron que ese fenómeno no era problema, que la desigualdad siempre ha existido y seguiría existiendo, y que el problema era en todo caso la pobreza, la falta de educación y oportunidades, la baja productividad y cosas por el estilo.
Para sustentar esta postura acudieron a la teoría del “goteo” de Simon Kuznets, según la cual la desigualdad se reduce poco a poco mediante la expansión del capital privado. No se reparó en que el propio Kuznets advirtió que éste podría no ser el caso de las sociedades rentistas e incluso de las economías más desarrolladas. Pero el Congreso y el gobierno de Estados Unidos asumieron su teoría como credo oficial para su país y el resto del mundo. Claramente éste ha sido el caso de México desde antes de que Kuznets presentara su idea ante el Congreso de Estados Unidos en 1956.
Piketty mostró también que el progreso de la igualdad en los años de posguerra, “los treinta gloriosos”, fueron la excepción a la tendencia concentradora de los últimos dos siglos, y lo fueron por la redistribución de la riqueza impulsada por los gobiernos, no por “goteo” del capital.
En 2013 se publicó el libro El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty, minuciosa investigación que mostró la concentración del ingreso en los países de Europa en los últimos doscientos años, la reproducción del fenómeno a través de las generaciones mediante la herencia y su erección en obstáculo del desarrollo. Piketty mostró también que el progreso de la igualdad en los años de posguerra, “los treinta gloriosos”, fueron la excepción a la tendencia concentradora de los últimos dos siglos, y lo fueron por la redistribución de la riqueza impulsada por los gobiernos, no por “goteo” del capital. Estos argumentos bien documentados fueron ignorados o desdeñados en el ambiente eufórico del Pacto por México, el cual iba a traer por fin los beneficios esperados de la expansión del capital.
Tenemos pues que la fe en los beneficios de esas políticas económicas fue el principal error de los economistas, políticos e intelectuales liberales, pero no fue el único. Uno más fue la concentración de la discusión pública en la alternancia política y en el ataque a la corrupción. A la luz de sus resultados, la alternancia ocultó la profundización de las políticas concentradoras de la riqueza, mientras que el ataque a la corrupción creó la atmósfera para el avance de un liderato demagógico e irresponsable.
Se creyó que la alternancia política sería un mecanismo de “castigo” para los gobiernos ineficientes y corruptos, y que su iteración sexenal iría perfeccionando la administración y las políticas públicas. Por lo tanto, había que concentrar la atención en la limpieza de los procesos electorales y en la transparencia de la información pública.
Esta postura fue acompañada por la idea de que había una lucha entre la sociedad civil y el sistema político autoritario, como si la primera tuviera las reservas suficientes para sustituir al segundo. No se reparó en que ese sistema supuestamente autoritario impulsaba la transición política, mientras la clase política desplazada se redistribuía en el resto de los partidos, acaparando las candidaturas de elección popular por su experiencia de gobierno.
Las razones que ese sistema tuvo para actuar contra sus propios intereses son diversas y están más allá del propósito de este artículo. Basta decir que, a fin de cuentas, el resultado más importante de la transición política fue la redistribución de los cuadros del PRI en el resto de los partidos. De hecho, son ellos los que monopolizan las candidaturas de “alternancia”. La razón es clara: ellos tienen mayor experiencia política y administrativa que los sudorosos activistas de la sociedad civil.
La concentración liberal en el ataque a la corrupción política tiene una motivación ética legítima, pero en los hechos se asumió que la corrupción era y sigue siendo el gran escollo para el florecimiento de las reformas de mercado. Esto es falso, arbitrario y ha creado confusión pública. La confusión estriba en que la mayoría de la gente cree que la corrupción es sinónimo de “robo al erario público” y que eso explica su pobreza.
Desde luego, hay exacciones y desviaciones de los presupuestos públicos, pero éstas son insignificantes en relación con el monto presupuestario total, de modo que no pueden ser el gran obstáculo al desarrollo. Los mayores montos de corrupción son sobornos de contratistas privados a funcionarios públicos, es decir, erogaciones de los interesados, no exacciones al erario, de modo que tampoco pueden considerarse obstáculos al desarrollo. De hecho, a mayor desarrollo económico, mayor corrupción, pues las oportunidades para sobornar funcionarios aumentan en tales condiciones.
La dramatización urbi et orbi de los actos de corrupción por los medios de comunicación —por razones de mercado, dicho sea de paso― crearon el ambiente para la sublevación electoral de la mayoría de gente pobre, activistas de la sociedad civil, la farándula y no pocos intelectuales y académicos. Muchos de estos últimos ahora lamentan su error, pero la mayoría de gente pobre y los faranduleros siguen fieles al caudillo.
Éste es el ambiente del crecimiento del liderato de López Obrador, el cual ha alcanzado proporciones míticas, a juzgar por su invulnerabilidad a sus propios errores, ocurrencias, ineptitud e irresponsabilidad.
Me lo explico así: la mayoría de gente pobre, que anhela una vida digna, estable y segura, atribuye su frustración y desamparo a los políticos y empresarios confabulados que “se roban todo el dinero” y protegen a los criminales. Éste es el ambiente del crecimiento del liderato de López Obrador, el cual ha alcanzado proporciones míticas, a juzgar por su invulnerabilidad a sus propios errores, ocurrencias, ineptitud e irresponsabilidad.
Al decir “mítico” no incurro en metáfora ni alabanza. López Obrador es un mito real porque es el eco de sentimientos colectivos arraigados, de ahí su aparente invulnerabilidad, la cual toma tan en serio que se permite desafiar a los gobiernos de Estados Unidos y Canadá sin medir las consecuencias de su temeridad.
No prosigo este hilo porque el propósito de este artículo es llamar la atención sobre la necesaria autocrítica de los intelectuales liberales y recordar que la libre deliberación de las ideas y la corrección de los errores son fundamentos clásicos de la filosofía que postulan. Para evadir esta responsabilidad la mayoría de ellos erigen enemigos de paja como el nacionalismo y el socialismo, desviando una vez más la discusión. Algunos se resguardan en su “identidad” liberal, lo que no les impide criticar la subfilosofía de la identidad del progresismo woke, corriente ideológica más característica de las sociedades desarrolladas que de México. Identidades contra identidades: receta infalible para el diálogo de sordos y la espiral de recriminaciones.
No nos confundamos: las políticas liberales son responsables en gran medida del trastorno que estamos viviendo. No hay manera de regresar a ese orden en el mediano plazo. Acaso regresemos a él un día pero no estaremos aquí para contarlo. Sólo nos queda desear que sea un liberalismo transformado, más socialdemócrata que liberal clásico. ®