No llores por mí, Argentina

En pocos minutos se oye un tropel de tacones. Otra vez me escondo. Las húngaras ya están con José Magdaleno. Las sube a su camioneta. Entonces pienso que podría extorsionar yo a los policías y ganarme un buen dinero.

© Steven Cohen

© Steven Cohen

Acelero. Meto el pie. “De Lobo para Drakus. Cambio”. Meto el pie. No sube el coche. En el Bordo de Xochiaca. El basurero más grande de América. “De Lobo para Drakus. Apóyame. Gran operativo contra travestis putas en el centro. Avenida Salto de Alvarado”. La luna llena cae sobre las montañas de mierda, de perros muertos, de cartas de amor suicidas, sangre vieja en latas de cocacola, de cadáveres, de narices de payasos mártires, de mujeres violadas. Coño, el coche no sube. Meto el pie, hasta el fondo. Resbalan los neumáticos. “De Lobo para Dracus. Cambio”. “Cállate, primero tengo que salir de aquí antes que me maten”. “¿Qué, Drakus?” Que los seres de la basura matan, asesinan, salen en las noches, de piel amarilla, llena de manchas y úlceras, compañeros de las ratas, de las cucarachas, de día hurgan en los desechos, seleccionan el plástico, todo lo que se pueda vender, en la noche merodean con navajas y cuchillos mohosos, en busca de forasteros suicidas, de reporteros como yo, que entran a su territorio en busca de noticias, de cargamentos de cocaína tirados aquí, de cadáveres de secuestrados cuyas familias no pagaron el rescate, de una niña con 47 puñaladas, como esta que acabo de fotografiar, vestida de blanco, con sedas y holanes, tirada en el fango y con alguna historia trágica y sangrienta que tendré que investigar. Por dinero. Por más dinero. Los pepenadores reciclan papeles viejos, cartones; yo, la carroña espiritual, y esa se paga mejor, sobretodo la fotos del ángel blanco apuñalado entre los vómitos de perro, del querubín que no me protegerá, ahora que los seres de la basura se acercan, los veo, procesión de sombras bajo la plata lunar.

El coche no quiere subir. “De Lobo para Drakus, de Lobo para Drakus, buena nota, colorida, como cincuenta putos disfrazados de mujer, Puente de Alvarado, ven, haz el reportaje”. ¿Reportaje? Reportaje seré yo en pocos minutos. Reportero que buscaba noticias se convierte en noticia. Me queda un último recurso. El Recurso del Método, diría Alejo Carpentier con su voz de rana francesa, el método del delito, tengo una sirena de patrulla en mi coche y torreta con luces azules y rojas. Abro la portezuela. Instalo el subterfugio. “De Lobo para Drakus. Lo que te estás perdiendo, un travesti disfrazado de Galadriel, la Dama Blanca de Lothorien, le ha sacado una navaja a la policía y jura convocar a un ejército de elfos”. Prendo la sirena. El ruido es ensordecedor. Parece que un ejército de policías está invadiendo el Bordo de Xochiaca. Mis resplandores rojos y azules iluminan a los seres de la basura; ante mí semejan extraños fantasmas, uno de ellos tal vez robó a un payaso y viste un inflado pantalón de rayas verdes y naranjas, casaca roja cubierta de hojarasca, multitud de chicles pegados, unos alambres en lugar de botones. Su cabeza es deforme, un viejo golpe del que se salvó, el cráneo se hunde en maraña de cabellos empegostados que relumbran en rojo y azul como una galaxia arcaica que acaba de emerger del abismo del tiempo.

Junto a él cuatro más. Un enano prieto, cabeza enorme, saco de traje remendado y sucio que arrastra sobre las inmundicias, empuña un machete gigantesco, recuerdo de los genios árabes que salían de lámparas astrales empuñando la ingente cimitarra. Luego un tuerto con una barra de hierro en la mano, y un paralítico en silla de ruedas, que agita sus manecitas de pajarito enclenque y chilla amenazas, pide comida, pide mi muerte, acaso para devorar mi carne en compañía de las legiones de cucarachas y gusanos cuya hambre se oye trepidar cual un aguacero subterráneo. ¿Con cuántos cadáveres habrán saciado su hambre los seres de la basura? ¿Cuántas veces han salido de cacería en esta selva de hongos y setas violáceas creadas por la misma modernidad que los expulsó de las ciudades? No hay respuestas en esta frontera con la muerte. Tan sólo le meto todo el volumen a la sirena, no logro asustarlos, transitan entre las luces azules y rojas, sus caras se bifurcan en arcoíris asesinos, empiezan a golpear el coche, rompen los cristales, un fuerte resbalón de los neumáticos, algún milagro mecánico, arranco en el último momento, escuchó un crash, un aullido de lombriz dentada, quizás demolí lo que quedaba del paralítico, encuentro un sendero entre las colinas de basura y manejo como un endemoniado. “De Lobo para Drakus, de Lobo para Drakus, el parecido del travesti Galadriel es increíble con Kate Blanchet, la policía no logra dominarlo todavía”.

El camino se va ampliando, las montañas de basura se allanan, ahora sólo son cementerios de automóviles, un Cadillac de los años cincuenta muestra su decadente capota, como un príncipe azul con la encía sin muelas, una mujer con el cuello sangrante todavía presiona el timón de su Volskwagen, me despido suspirando de su belleza y entro a la primera calle de un barrio pobre sin olvidar la blancura de aquella garganta irguiéndose en los últimos estertores sobre un escote descubridor de senos magníficos, y quiero unos como aquellos, pero que se levanten calientes bajo mis labios, salgó a la primera avenida, en fila las iridiscentes y altas lámparas públicas, me acompañan vagas formas de coches, cajas donde suenan mil músicas extrañas, la danza del cocodrilo bailarín y el gato rapero sigue hablando el lobo. “Para Drakus, el Travesti Galadriel ha degollado a cinco policías y huye en un Mercedes Benz negro con runas celticas por todos lados, gran operativo se desata para atraparlo, me voy con ellos y te espero, luego te doy ubicación”. El resplandor amarillo fluyendo en las tinieblas de la madrugada penetra mis pensamientos, los embruja, esa extraña mezcla de soles muertos y signos del vacío crecen y se multiplican en forma de senos voluptuosos, de muslos robustos, invitadores al placer, las cien mil huríes del paraíso islámico me llaman, manejo y manejo, porque yo conozco esta ciudad palmo a palmo, minuto a minuto, desde las refinadas damas que aspiran el bouquet de carísimos vinos franceses hasta las hijas del infierno que venden su mutilada carne.

Y así voy entrando en la parte más antigua, ante mí se yerguen los palacios erigidos por Hernán Cortés. Debajo de los neumáticos de mi coche, de la tierra, hay fantasmas más antiguos que el conquistador español. Murmuran en tétricos muros ocultos los antiguos sacerdotes aztecas musitando una plegaria náhuatl que nadie entiende. “De Lobo para Drakus, el travesti Galadriel, arriconada, conjura en alguna lengua celta a los policías, levanta un objeto brillante en su mano, emite luz, los policías la cercan, la conminan a rendirse” Y voy entrando en la antigua calle de “Las gallas”, vía de burdeles clandestinos, antros de placeres tambaleantes, estaciono frente a un edificio tapizado de musgos donde cabezas de ángeles barrocos ríen sin dientes y transcurro hacia el patio central, como si entrara a un cuadro de Van Goth las bombillas amarillas son como girasoles que devoran la vista y de tanta luz nada es nítido, tanta luz es la sombra de las tinieblas dentro de decenas de mujeres apretujadas ante mesas con botellas de tequilas baratos, adulterados, mezcales que truenan la garganta, ellas, con blusas tan apretadas que los senos casi se les revientan, como bolas enormes, hongos desmesurados que proliferan en las brumas amarillas sobre el ruido de las toses y los escupitajos, de las flemas, del sudor de los proxenetas con la Santa Muerte tatuada en las espaldas, y ellas, algunas borrachas, con las piernas abiertas, comiendo tacos y coqueteando a los parroquianos. “De lobo para Drakus, el objeto brillante en las manos del travesti Galadriel, relampaguea, los deslumbra, y ella aprovecha y salta a los tejados, corre hacia la parte vieja de la ciudad, espero que estés grabando mi historia para que escribas el reportaje, Drakus”. Un anciano flaco mira despavorido a las meretrices, comprendo su deseo de penetrarlas y su indecisión, su vergüenza de mostrar un pene agonizante, un mariachi sucio y borracho canta “Sombras nada más”, trata de imitar al carnicero de Tacubaya, a Javier Solís, pero sólo da lástima verlo pedir limosna a las putas apuntalado por el brillo de los botones de su traje, pura plata en toda su ropa, ¿o latón?, no sé, pero son como estrellas blancas mermando en medio de la luz amarilla.

Gran operativo contra travestis putas en el centro. Avenida Salto de Alvarado”. La luna llena cae sobre las montañas de mierda, de perros muertos, de cartas de amor suicidas, sangre vieja en latas de cocacola, de cadáveres, de narices de payasos mártires, de mujeres violadas. Coño, el coche no sube. Meto el pie, hasta el fondo. Resbalan los neumáticos.

Entre los gemidos avanzó, “Ven güero, güerito ven, que te la chupo rico”, dice una, casi anciana, de tetas colgantes como los jardines marchitos de Babilonia, y otras su menú, “Te hago el francés, güero, el polaco, a la gringa, el beso negro, anal por cien pesos más, ¿Y no quieres la masturbación cubana?” ¿Qué es eso de la masturbación cubana?, me preguntó yo que soy cubano, y que pensaba que la masturbación isleña era igual a la de todos los países, pero no, estas meretrices saben cosas que yo no sé, y se bajan la falda, enseñan sus nalgas con tatuajes, “Pancho, tigre de Santa Julia, te amo”, “Soy de Papilucho”, dice en un trasero blanco y enorme, sigo atravesando la bruma amarilla, fantasmales hojas de girasoles invisibles me envuelven, se propagan en mi alma, como los ecos en una caverna vacía, siempre crecen, nunca callan sus gritos, gritos y gritos de gente cogiendo, sexo, sudor, lágrimas, risas, y llego hasta el final, donde entre la bruma de los cigarros, una Irlanda, una Escocia de falacia, entre el humo una mujer alta, con falda de árabe danzarina y turbante, baila suave y mueve sus turgencias, es la más hermosa, todo lo que uno quiere de una mujer, cintura, caderas, buen trasero… “De Lobo para Drakus…” “No me jodas, Lobo, ni coger me dejas, anota todo y luego me lo pasas” “Si te jodo tu cogedera, esto es mejor, voy correteando a Galadriel por los tejados, se aproxima a la zona de los palacios, de los antiguos templos aztecas hundidos e invisibles para siempre, la policía no logra alcanzarla”. Qué buen trasero la vestida de hurí, así han de ser las que danzan en el paraíso de los musulmanes en un placer inagotable y eterno.

La sigo, ella es la escogida, abre pequeñas puertas, se va apagando el bullicio burdelesco entre estos muros pétreos, construidos hace tantos siglos por los conquistadores, transcurren los velos árabes en medio de la penumbra, yo sigo su sombra, silueta, signo, cifra y suma de todos los seres que mueren en el clímax de los orgasmos… “De Lobo para Drakus, se lanza Galadriel a una alcantarilla, pronto perderé la señal, perseguiremos bajo tierra” “Gracias al demonio, que ya no te voy a oír más, pinche lobo que ni coger me dejas”. Bóvedas de nervaduras, ella danza, lecho endoselado, ella baila, coquetea, estamos bajo tierra, hemos descendido, el inframundo de las mujeres donde los hombres morimos por unos minutos en el sepulcro de una vagina para salir luego en una resurrección poco heroica y que sólo desea una nueva muerte dentro de esta mujer que, al parecer no es mexicana, habla con un acento del sur. “¿Eres de Chile?” “No me gusta hablar de mí” “¿Cómo te llamas” “No digo mi nombre, sólo eres un cliente”. Tan seca me deja mudo. Le toco los cabellos, son sedosos, huelen bien, ella se deja acariciar. Me asombro un poco. Ya pagué, ya tuve sexo, ya eyaculé, lo normal es que ella me abandonara y siguiera a la caza de otro cliente.

Un candelabro cuelga del centro de la bóveda, su luz ilumina nuestros cuerpos desnudos. Le acaricio la espalda. Tiene la piel muy suave esta mujer. Carece de los tatuajes propios de las rameras. Me doy cuenta que está a gusto. Tranquila ha dejado reposar su cabeza en mi pecho. “¿Cómo te llamas?” “Nunca sabrás mi nombre” “Por lo menos dime si eres uruguaya, chilena o algo así” “¡¡No!! Ni uruguaya ni chilena. Soy argentina”. Entonces yo te llamaré Argentina, pues de alguna manera tengo que dirigirme a ti, tú puedes llamarme Drakus, es mi clave” “Bien, Drakus”, dice Argentina y sus párpados se van cerrando bajo la mortecina luz, entre los ecos silenciosos de otras mujeres muertas que quizás fueron acariciadas bajo esta bóveda. Hundidas. Subterráneas.

Supongo al travesti Galadriel huyendo perseguido por el Lobo, sin señal en su radio, perdido en conjuros de sacerdotes aztecas y católicos que se peleaban la posesión de los espíritus, almas con pieles translucidas…Dejo de suponer, miro el brillo tenue en los hombros de Argentina, en la fina cintura, en sus nalgas admirables, en las piernas robustas, y me pregunto cómo llegó Argentina hasta este tugurio. Su respiración es armónica, su aliento barre mi pecho en brisas sureñas, sueña, murmura “el oro de los tigres, Tlon Uqbar Orbis Tertius, el otro Borges, el otro Borges, el que aún vive, cuyos ojos nunca enmudecieron”, dice Argentina en sus pesadillas. Se repite, vuelve, un eco bajo las piedras antiguas, alguien corre en subterráneos intuidos, abajo hay túneles negros, nadie sabe si aztecas o españoles, los pasos, step by step, los pasos, zancadas, ascienden, muy cerca de mí, centro la mirada en el rincón más oscuro de este recinto circular, escucho el crujir de bisagras, leve, suave, delicadamente muevo el cuerpo desnudo de Argentina y libero el mío. Camino descalzo hasta la oscuridad, una puerta se está abriendo, brota la luz de una estrella enceguecedora. Es Galadriel, en sus manos una jofaina de piedra verde, el agua, tambaleante, la blancura, la tez pálida, los cabellos rubios, el velo con las runas elficas. “Here is the mirror of Galadriel”, me dice. Y yo la contemplo dudoso, confuso, “este ha de ser el travesti que perseguían Lobo y los policías”, pienso. “Here is the mirror of Galadriel”, y no logro discernir esa ronquera típica de los travestis que intentan imitar la voz de las mujeres. Es una voz de mujer. “I have brought you here so that you may look in it, if you will”, me invita, me reta. En la jofaina de piedra verde el agua refleja estrellas inexistentes. “I have brought you here so that you may look in it, if you will”, repite, y miro el agua, al principio solo veo esas estrellas inexistentes, luego un camino oscuro que asciende por una montaña, todo se va aclarando, se distinguen siluetas, la espalda de una mujer que sube, me parece que es Argentina, en la cumbre empieza a surgir el sol. “Quita eso”, le digo, ¡Quita eso”, “Yo odio el sol, el sol me mataría” “Here is the mirror of Galadriel” “Do you wish to look one more time, Drakus? ¿Qué me aconsejas?” “I do not counsel you one way or the other. Yet I think, Drakus, that you have courage and wisdom enough for the venture”. “Miraré otra vez, entonces”. Vuelvo a ver en el agua la silueta de Argentina. Ya está en el amanecer, el sol me está derritiendo los ojos, pero yo la sigo, step by step, byssstttella me seduce a la cima. “Oh, me quema el sol. Lo odio”, y retiro mi rostro al tiempo que una algarabía se acerca. La faz de Galadriel cae en susto. Lobo sale del rincón tenebroso, lo siguen decenas de policías. “Alza las manos, puto, maricón”, le dicen a Galadriel mientras le apuntan con sus pistolas. Lobo toma una foto tras otra. Esta es una gran nota. La imagen es inaudita. Ganará mucho dinero. Las pistolas se reflejan en el espejo de Galadriel. Los gritos rebotan contra el agua. Los pies de la maga desaparecen, sus piernas también, ahora es una especie de niebla blanca flotando entre los muros. Ahora sólo se ven sus labios. Se abren, musitan una y otra vez. “Here is the mirror of Galadriel” “Do you wish to look one more time, Drakus?” “Este pinche joto es gringo”, gritan los policías. E intentan asirlo, pero todo va desapareciendo. Envuelta en niebla solo resta la faz blonda de Galadriel, se marchan los cabellos, huyen los ojos, un par de labios musitan por última vez. “Here is the mirror of Galadriel” “Do you wish to look one more time, Drakus?” “I don’t know” Don’t know snow now sessss sno sé si mirar, sé que te vas, nada dejas Lobo asombrado es con la cámara en mano flashea al vacío.

Los policías continúan en la persecución de lo invisible. Lobo los sigue y me quedo junto a la ausencia de Galadriel: una extraña premonición de vacío. Miro a Argentina. Sigue dormida: habla de famas y cronopios, murmura ensalmos, encantamientos, algo borbotea bajo su piel, como las marmitas de los cuentos árabes preparando los hechizos, y temo, temo al embrujo que podría salir de esa piel sureña para aniquilarme en la luz, pues si yo la sigo hasta el sol seré como un pedazo de hielo arrojado al fuego, por eso Argentina debe marcharse de mi vida, no ser más que una prostituta a la cual pagué, y punto. “Despierta, despierta, Argentina” y le sacudo sus hombros desnudos. “Despierta, maldito fantasma de Tlon Uqbar Orbis Tertius, despiertaaaaa”. Y abre los ojos verdemiel en la faz bronceada. Desnuda se mueve como una serpiente enroscándose en mi cuello. “Vamos, vamos afuera, vámonos de esta cripta”. La tibieza y la suavidad de su piel casi me cautivan. ¿La seguiré? Pero tengo un cálculo mental infalible del tiempo. “¿Qué hora es, Argentina?” “Las seis de la mañana” “No puedo salir, vete tú” “No, vámonos juntos” “¡¡¡Puta maldita, el sol me mata, lo odio!!!” “¡¡¡Vámonos!!!” “¡Vete, Argentina, o te estrangulo! ¡No me conoces, no juegues, Drakus es Dragón. Soy el Dragón de las Tinieblas!” Digo, y la sacudo por los hombros, la empujo y de una bofetada la tiro al suelo. “¡Vete!”, repito. Los ojos de Argentina están en pánico. Sin recoger su ropa huye desnuda escaleras arriba. Escucho cómo la tapa de hierro se cierra con un crash de tumba clausurada.

Retrocedo, algo se me ha caído dentro. Estoy más hueco que antes. Ese golpe que le di se llevó algo. No sé, pero algo de mí. Ahora soy más pobre. Mísero. Paupérrimo. Retrocedo hasta la cama. Abro mi laptop. Empiezo a cargar las fotos del basurero. La niña asesinada. La cara pálida contra el rojo sangre. Todos mis movimientos son algo mecánicos. Cómo si yo no tuviera que ordenar nada a mi cuerpo. La vieja costumbre de contemplar la muerte me guía. Soy una armazón vacía que actúa con una tranquilidad, con una paz de tumba. Me he puesto como capa el más frío de los inviernos. No me hace sufrir; tampoco, vivir. Voy, simplemente, en el fluir: sean los ríos del paraíso o los del infierno. Fluyo. Hago correr mis palabras en la computadora. Narro el caso. Busco el lado más comercial. Despertar el morbo de los lectores. No hay mayor espectáculo que el de la sangre y el sufrimiento de los semejantes, reflexionó el viejo Nietzsche en alguno de sus libros. Pero el verdugo se cansa. Ya no disfruta nada a cada nuevo golpe de hacha. Cada nueva letra que va poniendo hasta terminar la noticia es un copo de nieve en sus manos. Dedos enteleridos que la envían por internet a la redacción y pienso en la persecución del ¿travesti? Galadriel. ¿Será buena nota? Lo es, pero no sé si podría escribirla. Había algo inasible en los velos que envolvían su cara. Creo que no. No es una historia que quiera transmitir. Algo me hace pensar que realmente era Galadriel.

Supongo al travesti Galadriel huyendo perseguido por el Lobo, sin señal en su radio, perdido en conjuros de sacerdotes aztecas y católicos que se peleaban la posesión de los espíritus, almas con pieles translucidas…Dejo de suponer, miro el brillo tenue en los hombros de Argentina, en la fina cintura, en sus nalgas admirables, en las piernas robustas, y me pregunto cómo llegó Argentina hasta este tugurio.

La voz de Lobo vuelve a surgir del radiotransmisor. “Pinche… No hay ni una foto. Todas veladas, Drakus”. Yo sabía, pienso, mientras me acuesto, que aquellos velos blancos no eran publicables. La cama es blanda. Miro los arcos pétreos, las nervaduras que encierran esta noche artificial en la que vivo. Afuera debe de haber sol. La sola idea me lastima. Cierro los ojos. Qué dulce Argentina. Un instinto certero para el sexo, para la caricia, para amar. ¿Para amar? No creo. Es una prostituta. No aman. Se venden. Pero noté amor en sus manos cuando recorrían mi cuerpo. No lo sé. Ni debe de interesarme. A la mierda. “A la chingada… Perdí mi nota. ¿Y ese güevón del Drakus habrá tomado alguna?” Nada, no tomé nada, cierro los ojos, todo gira en un universo lejano. ¿Travesti? No parecía, tal vez si era Galadriel. Argentina enroscada a mi cuerpo. La basura. El ser amarillo de cabeza deformada. Hallan entre los cadáveres niña… Duermo. Sueño. Estrellas amarillas que rompen los ojos refulgen en un sótano tenebroso. Si yo tuviera a Argentina, si cada día despertara a mi lado, con esa cabellera castaña rodeando el rostro bronceado… Si yo tuviera a Argentina y no tumbas, bóvedas góticas, románicas, historias tan viejas que no recuerdo, falsas estrellas. Lobo enfurecido, “chingada madre, estúpido maricón”, esta cripta, la cama mullida, los ojos cerrados, giran los astros como girasoles muertos, pétalos con gotas de sangre rebanan cabezas de gatos, las cabezas me persiguen, a mí, que soy Drakus, y vuelo, a duras penas vuelo, lapso, oscuridad, Argentina, el oro de los tigres, muerte, frío, la extraña ausencia, me veo dormir como quien contempla a una estrella apagada, cuyo resplandor ya se fue de todas las memorias, todo el tiempo de la luz lo duermo, ignoro al sol, transcurre siempre hacia las sombra, lo sé, lo sé Argentina, ¿Qué mala pisada te llevo a esta oscuridad donde yo transito cada noche? ¿Cuál? ¿Tráfico de mujeres? ¿Cuál? Ni me importa, nunca más veré a Argentina. No tomé su teléfono. Levántate. Ya anocheció otra vez. Hora de trabajar. Vamos, a buscar carroña. Lávate la boca. Sé un buitre decente. Báñate. Rasúrate. Chaleco de periodista. Cámara profesional. Grabadora. Abre la puerta. Salgo al estacionamiento. Mi coche negro. Como el de Batman, soy bastante vanidoso, me espera. Sintonizo, espío las señales policiacas, voy manejando en el tráfico de Reforma, es temprano en la noche, la gente regresa de trabajar y se va de farra. Una niña se quemo con el gas. Una mascota fue secuestrada. Los nietos tiraron a la abuela a la calle. Apareció un dedo humano dentro de un tamal. Nada que me atraiga. Aunque podría inventar una buena historia del tamal. Pero no, no tengo deseos. Además, son apenas las 10 de la noche. Tengo mucho tiempo para sacar notas. Me voy al Diamond. También tengo deseos de farra, de ver mujeres en cueros, de bailes exóticos. Recuerdo a Argentina. Qué imbécil, ni siquiera tomé su teléfono. ¿Y para qué? Nunca podrás tener una relación estable con nadie. Siempre estarás solo. Ella es una puta y tú un dragón de las tinieblas.

Llego al Diamond. Las sombras envueltas en luces multicolores me rodean. Una negra turgente baila una danza africana y adivino el fuerte olor de su vulva, aroma de fiera, más lluvioso que él de las blancas, al son de tambores se contorsiona, pantera importada. Y luego suben al estrado otras bailarinas, ni sé como son, estoy un poco adormecido por el whisky y por el recuerdo de Argentina.. La fortaleza de sus muslos y la melodía de su voz mientras decía “Hasta la hora del ocaso amarillo, cuantas veces habré mirado al poderoso tigre de Bengala ir y venir por el predestinado camino”. Ese poema también estaba en mis más viejos recuerdos infantiles. Yo era un adolescente y mi padre me llevaba a aquel patio andaluz donde los poetas recitaban sus sueños y también rememoraban a Borges, prohibido por la dictadura, y en susurros conjuraban: Después vendrían otros tigres… Argentina, murmuraba, Argentina: la vaga luz, la inextricable sombra… Argentina, eso soy, la inextricable sombra con la cual tuviste sexo de una manera apasionada, pero yo ansiaría, del mito y la épica, oh, un oro más precioso, tú cabello, Argentina, un oro viejo, pues tiene esa sombra de los altares desvencijados donde el metal padeció la suciedad del tiempo. ¿Dónde estarás ahora, Argentina? Nunca te encontraré. Nunca, murmuro mientras un ruido, gritos, me sacan de mi sopor, y veo el tropel de las mujeres desnudas, como gacelas despavoridas ante el rugido de los leones, en las llanuras, entre las mesas, dislocando sillas, las figuras de venus sudorosas perseguidas por la sombra y el terror de manos negras, enguantadas, rastrillar de armas, hombres corpulentos, altos, enmascarados, y ellas, las esclavas de Churchs Letuce sin escondite, babel de pieles, rusas, colombianas, húngaras… huyendo de los policías de la Procuraduría General de la República, la PGR, un cuerpo élite que ahora caza indocumentadas para supuestamente buscar al delincuente que las importó a México.

He disparado, autómata costumbre de reportero, varias veces mi cámara, tengo un excelente reportaje, espero qué salgan bien las fotos. Me sacude la mano esquelética de José Magdaleno, “Vamos, acompáñame a su comandancia, llevo 15 mil pesos por cada una, a ver si las chispo”,Vamos”, le contesto y en mi coche perseguimos la caravana de policías. Llegan a una mísera calle en Camarones donde está su cuartel general, las bajan, las meten, cierran, “Apresta la cámara”, me dice José Magdaleno, “Se asustan con los periodistas, yo te he hecho la valona a ti regalándote todas las mujeres que has querido, ahora ayúdame a recuperar mis reses”. Me escondo de tras de un arbusto. José Magdaleno llama una y otra vez a la puerta. Hasta que al fin sale uno de los enmascarados. Dialogan un buen rato. Se cierra la puerta. Pasan unos veinte minutos. Vuelve a salir el enmascarado. Los oigo discutir. “Veinte mil pesos por cada una, dice el comandante”. Regatea. José Magdaleno ofrece diez mil. Regatean. “Ni tú ni yo, quince mil por cada una”. “Hecho”, dice José Magdaleno. “Dame el dinero”, “No, saca las mujeres y te lo doy”. “El dinero primero”. Es mi momento. Desde las sombras flasheo y flasheo una y otra vez. Me adelanto cámara en mano ante el horror del policía. “Pinche culero, Magadaleno, tenías un reportero aquí”. “Y tengo las fotos tuyas extorsionando a Magdaleno. Saca a las mujeres o las publico”, les digo a los policías. “Cabrón, Magdaleno, pinche güey”, dice el enmascarado y se mete echando espuma por los ojos, por la nariz, por las orejas.

© Diane Arbus

© Diane Arbus

En pocos minutos se oye un tropel de tacones. Otra vez me escondo. Las húngaras ya están con José Magdaleno. Las sube a su camioneta. Entonces pienso que podría extorsionar yo a los policías y ganarme un buen dinero. Que me paguen por las fotos. Avanzo hacia la puerta de la comandancia, pero antes de que pueda tocar veo que tengo frente a mi la figura de Galadriel. El tiempo se me hace muy lento. Parece que estamos fuera de él. “Here is the mirror of Galadriel”, me dice, ella “I have brought you here so that you may look in it, if you will”.Estúpida, no quiero nada con la luz” y disparo una fotografía tras otra, pero Galadriel se difumina en las luces blancas y de pronto estoy en la temporalidad, en la rapidez, en la demencia del minuto que sucede a otro segundo. El policía me grita, me reclama, dice que no los extorsione, que soy injusto, que ya liberaron a las húngaras, que cumplieron el trato. Y yo vivo la mística del mal, el descenso a lo más bajo del infierno es tan intenso como el ascenso a la gloria donde ángeles y arcángeles, tronos y potestades, alaban sin cesar al UNO, pues en los antros de Lucifer en lugar de las cítaras escuchas el gemir de los condenados, tan inspirador… de una sonrisa sardónica que aparece en mis labios. “Ese era el trato con José Magdaleno, conmigo es otro, dame 50 mil pesos o publico las fotografías. ¿No querrás que los vecinos oigan los disparos mientras me asesinas, verdad? ¿Ni mi sangre manchando la entrada del cuartel de la PGR? Dame el dinero”. Atónitos ante mi descaro, ellos, los expertos en la extorsión, me entregan todo lo que pedí bajo los consabidos “Chingue tu madre cabrón, hijo de puta, maldito joto, todos ustedes los periodistas son iguales de putos, por eso amanecen con un balazo en la cabeza, toma, hijo de la chingada y vete”. “No me voy, dime dónde está esa que se disfraza como hada de las películas, la tal Galadriel”. “Ah, dice el drogo del capitán que se esfumó como la niebla, pero seguro fue su alucine, siempre está coco, vete ya pinche puto periodista o te meto un balazo aquí mismo”. Y me voy, solitario en mi coche a través de las negras calles, sin sonidos, sin almas; me voy, no porque tema al balazo, no lo temo, no sabe ese imbécil que las balas no penetran en un alma vacía… Morí hace mucho tiempo, no recuerdo cuando, no supe cómo ni por qué, pero estoy seguro de haber perdido mi vida. Antes un hilo de emociones, de alegrías y tristezas, recuerdos, nostalgias, anhelos, me unía al mundo; ahora ya nada tengo que ver con él, nada me importa. El dinero que le quité a la policía no es para ningún buena obra, ni siquiera es para comprar cosas útiles para mí, es para tirarlo, para desperdiciarlo en cualquier fruslería, en cualquier capricho sin profundidad, en cualquier puta, en cualquier disfraz que me guste, creo que la muerte está cerca, nunca vieron a Galadriel, sólo la vi yo, y Lobo no pudo fotografiarla, era una mensajera del reino de la muerte, yo creo.

Me voy deslizando entre las sombras de una gran avenida, con noctámbulos en las aceras, luces rojas, letras resplandecientes, bares, table dances, juegos de azar, restaurantes de comidas exóticas que respiran con la leña de países sin mapas, sigo oyendo mi radio, un corazón humano cayó desde la Torre Latinoamericana erizado de agujas negras, un niño entonó una alabanza a Huitzilopochtli en la cumbre de la pirámide del sol y ascendió a los cielos, un payaso se comió una… No más mamadas, y apago las ondas policiacas, la noche trae otros sonidos más tiernos para un alma atormentada, percusiones lejanas, gemidos de mujer enamorada, un tango se escucha, lo trae el viento, no logro discernir de donde, detengo el coche, una mujer canta… “Alma… que en pena vas errando, acércate a su puerta, suplícale llorando”. Conozco esa voz, susurró junto a mi oído mientras le hice el amor, es la voz de Argentina que sigue… “Perdona si te pido mendrugos del olvido que alegre te hace ser”. Tal vez sale de esa calle oscura. Y lentamente voy metiendo mi coche, ya no hay luces rojas, ni azules, ni verdes en las fachadas. Detrás de sucios cristales se adivinan velas o faroles de espíritu amarillento. Repite la voz de Argentina. “Perdona si te pido mendrugos del olvido que alegre te hace ser”. “Oh, Argentina”, pienso, “Nada me hace ser alegre a mí. Nada te puedo dar que tenga que ver con la felicidad”. Pero ella continúa el tango. “Mi pobre alma en pena que cae moribunda al pie de tu balcón”. Su voz me hace pensar en atardeceres, en soles que se despiden para siempre dejando, como lágrimas, las llamaradas color naranja en un cielo impávido. Aquí, frente a esta puerta antigua, la voz de Argentina es muy fuerte, grita, grita una frase muy conocida, una frase del Gran Borges. “Esa ráfaga del tango, esa diablura, los atareados años desafía”. “Nada puede desafiar a los atareados años y al olvido que provocan”, pienso, empujo la puerta y entro a un salón de piso liso y negro, circular, custodiado por candelabros en las paredes y en el aire el tango tristísimo. “Perdona si te pido mendrugos del olvido…” Baila Argentina entre las luminarias, el cuello de cisne en collar de perlas, vestido negro y ajustado, los hombros desnudos, y repite “Esa ráfaga del tango, esa diablura, los atareados años desafía”. Y baila, sigue la danza, los complicados, elegantes pasos del tango que semejan el bostezo de una noche.

Levanta, mueve sus piernas en círculos perfectos, cuadrángulos e isósceles, geometría de la pasión, se acerca, me toma por la cintura y su aliento tibio y perfumado calienta mi cuello. “Recuerda, por favor, recuérdame”, me dice. “¿Qué debo recordar, Argentina?” Ella da una vuelta, otro paso de suma belleza, toca con los cabellos revueltos los sueños de los muertos, los desaíra, y vuelve contra mi faz. “Los atareados años que pasaste junto a mi”. “Me has confundido”, le digo, “Nunca he pasado años junto a ti, te conocí en un prostíbulo de mala muerte”. Enfermo de nostalgia y terco como las amantes traicionadas suena otra vez el tango. “Esa voz que vuelvo a oír, un día fue mía y hoy de ella es apenas un eco el que escucha mi pobre alma en pena, que cae moribunda al pie de su balcón”. “Esa voz tuya que vuelvo a oír”, me dice Argentina sollozando y se va al centro de la pista, los cabellos bate y algo se entristece en mí, siento mucha pena por ella. Quisiera decirle: “Si, ya me acuerdo, fuimos novios ¿en Argentina?, ¿en Cuba?, fuimos novios, nos casamos, y la luna de miel fue maravillosa, junto a una playa solitaria de atardeceres cálidos, con el sonido de las olas, suave, yo te hacía el amor, cada tarde, cada noche, cada mañana…” Otro golpe de tango, tres pasos más elegantes que el oro de los tigres, y Argentina ya está frente a mí. Me dice, como si hubiera oído mis pensamientos. “Así fue, junto a una playa, con las olas a nuestros pies me besabas”. “No, Argentina, no fue así… Pero, ¿escuchas mis pensamientos? Ya me volviste loco. No, Argentina, te conocí hace apenas 72 horas en un prostíbulo, Argentina, ésa es la realidad”. “No, con las olas a nuestros pies me besabas, eras mi marido, durante muchos años, luego te perdí”. “Ha de estar loca”, pienso, y la tomo por los hombros, pues ha comenzado a llorar, y nunca sé qué hacer cuando una mujer llora, yo, que ni a hombre llego, mucho menos a caballero, que sólo soy un Dragón de las Tinieblas, torpe y tartamudo en el lenguaje del amor, yo mismo, ahora estoy frente a sus lágrimas, y sólo acierto a poner su cabeza, su frente, contra mi pecho.

Miro con terror el salón circular. Los vitrales de las ventanas pronto filtrarán los malditos rayos solares. Abandono la desnudez de Argentina. Ella tiembla de frío. Extiende sus manos hacia mí. “No puedo, no puedo, el sol me mata”. “No, ven, me estoy congelando, es la hora más fría de la noche”.

Comenzamos a danzar. Caen las perlas de su cuello, hay resplandores en nuestras espaldas mientras la noche fluye hacia el amanecer. Corremos por cada surco del cuerpo. Y preguntas, reclamos. “Ahora no te dejaré escapar, dime el número de tu móvil”, exige Argentina. Se lo doy. “Eres mi marido, aunque no te acuerdes”. “Pobre loca”, pienso, “Pero le cumpliré sus caprichos, le diré que sí”. “Sí, lo soy Argentina, así que también dame tu número”. Y me lo da, lo guardo. Seguimos besándonos. Su saliva huele mejor que los perfumes de las palmeras egipcias. Los labios, sus labios, ¿cómo definirlos?, no encuentro una sola metáfora en el universo babélico de las lenguas. Y me rindo. Mejor perecer a ese paraíso que se abre y se cierra en caricias. A los símbolos ya no pregunto. Es ella la que me cuestiona. “Drakus es tu clave. Dime tu nombre. El verdadero”. “¿Mi nombre? Si ahora te lo digo…? Y abro la boca, empiezo a mover las mandíbulas, la lengua, mis cuerdas vocales vibran, pero ningún sonido sale. “No escucho nada”, dice Argentina. Intento una y otra vez, pero sólo hay silencio, nada, la vacuidad es mi esencia, y no puedo nombrarla. “No tengo nombre, Argentina, lo siento” “Lo perdiste, si recuperas tu ser, recuperaras tu nombre”. “No creo que pueda Argentina, lo perdí entre tanta sangre, quedó en algún basurero, en algún prostíbulo de mala muerte, en alguna de mis múltiples traiciones, o en alguna isla en medio del mar, cuyo nombre no recuerdo… ya no tengo nombre, Argentina, lo siento”. “Te ayudaré a recordar, recordar es volver a vivir, volver a ser”. “Eso suena a otro tango”, pienso, y se lo voy a decir, pero una nube creciente empieza a obnubilarme, miles de ruidos amenazadores, son pájaros que empiezan a piar, el amanecer está próximo.

Miro con terror el salón circular. Los vitrales de las ventanas pronto filtrarán los malditos rayos solares. Abandono la desnudez de Argentina. Ella tiembla de frío. Extiende sus manos hacia mí. “No puedo, no puedo, el sol me mata”. “No, ven, me estoy congelando, es la hora más fría de la noche”. “Precisamente…”, le digo, mientras mis ojos buscan una escapatoria. “Precisamente es la hora más fría porque en unos minutos va a amanecer, moriré”. Allá, en el perímetro del círculo, allá hay una argolla metálica, como aquella que Aladino asió, hacía esta huyo. La tomo, la alzo con fuerza. El piar de los pajarracos es cada vez es más fuerte.

Argentina grita. “Vuelve, no puedes dejarme sola y desnuda, la luz no te hará nada”. El sol está a punto de salir en el oriente. Pronto me provocará dolores en todo el cuerpo. Termino de abrir la loza. Ante mí la boca oscura del sótano. “Vuelve”, grita Argentina. Contra mi espalda la amenaza de un fulgor por nacer. Bajo dando traspiés. “Regresa, por Dios”. Halo la loza. Truena sobre mí la clausura. Desciendo por escalones resbalosos. Recuerdo al Efrit que guarda el anillo mágico de los hechiceros del desierto. Pero no lo encontraré. Fue sólo una fantasía árabe tan difusa como las alfombras persas o los muros del Alhambra.

Hay objetos en los peldaños, tropiezo, chillido de ratas, reptar de gusanos albinos, seres que no conocen la armonía de las esferas ni la luz del caos. Se acaban los escalones. El suelo es plano. Una débil nube amarilla lo cubre todo. Camino. Veo una vela agonizante en una esquina. Junto a ella un espantapájaros con cabeza de papa y gorro de calabaza seca. Muñecas sin ojos, un caballo de madera que se balancea, clavos de línea de tren, grandes, herrumbrosos, periódicos amarillentos con noticias de un pasado que nadie conoció. Y que yo no leeré, pues sólo busco la salvación en este rincón. Me tiendo. Murmuran las ratas. Sueño con un espejo de aguas parlantes. “Here is the mirror of Galadriel. Do you wish to look one more time, Drakus?” Contesto: “Yes, I will”. Y veo, en el agua, a Argentina ascendiendo hacia un resplandor. Una luz que me matará, but, sorry, I will. “I promise you, Argentina”, digo en mis sueños, junto al susurro de las ratas estalla otra vez mi radiotransmisor. “Lobo, Lobo para Drakus, levántate pinche güevón, que secuestraron al heredero de los Front Du Boeuf, andale, ya es de noche, miedoso, Drakus, Drakus…” “Ya voy, Lobo idiota”.

Atrás queda la lentitud de la pesadilla y hundo el pie en el acelerador. Las luces de Avenida Patriotismo: estrellas fugaces no me guían. “Se llevan al niño Front Du Boeuf rumbo a Cuajimalpa, Drakus”. “Ya te oí, pinche Lobo, voy a mil por hora, que te crees, a mi no se me escapa una nota como ésa”. Y otra vez el pie hasta el fondo. Maldito semáforo en Puente La Morena, ya está en amarillo, va a cambiar a rojo, pero me puedo meter en el flujo de coches que todavía dobla hacia izquierda, aunque sea el último, me dará tiempo. Acelera más, más. Que no te alcance la roja de Puente La Morena, métete, métete ya a Puente La Morena, está la roja, no importa, ya viene el flujo desbandado de Patriotismo. Crash, crash, sientes el trueno dentro de tu carro. Todo el poste se hundió en tus costillas. Trak, trak, las oiste traquear. Debes de tener por lo menos tres o cuatro rotas. El coche ya no rueda. Está encima del camellón de Puente La Morena. El radiotransmisor habla solo. “De Lobo para Drakus, de Lobo para Drakus…” Volé por lo menos tres metros. Sé que es el final. No necesito el diagnóstico de ningún médico. Soy reportero. He cubierto miles de accidentes. Estallamiento de vísceras, seguramente. Ahora empiezan las hemorragias internas. Sólo podrían salvarme miles de operaciones. Debo de tener todos los órganos destrozados. No quiero que nadie me meta el bisturí. Sé lo que quiero. Una sola cosa. De mi chaleco de reportero saco el celular. Pulso rumbo a Argentina. “Argentina, Argentina, Puente de la Morena esquina con Patriotismo”, balbuceo y la sangre me sale por la boca. “Repite, repite”, dice ella. “Puente de la Morena y Patriotismo, Puen…” Pero ya no puedo seguir hablando, dentro de mi garganta una lluvia de sangre anega las palabras, burbujean, son tan solo el rumor de un río escarlata hundiéndose en la noche. Se va empapando el chaleco, la armadura que en tantas batallas me acompaño, y sonrío… oigo el rumor de la gente, los curiosos se asoman a las ventanillas para ver mi agonía. Qué buena foto si pudiera levantar mi cámara. La prueba para ilustrar a Nietzsche: no hay mejor espectáculo para los seres humanos que el de la sangre y el del sufrimiento. Por eso Dios nos ha negado el privilegio de ser animales. Tan sólo humanos que manejan inútiles ambulancias. Luces rojas, azules, amarillas, ulular de patrullas, voces de vulgares policías y enfermeros, me sacan del coche… Y ya no sabes nada. Estás en el viaje al Hospital de la Cruz Roja. Radiografías. Ultrasonidos. Directo al quirófano. Tratan de arreglarte por dentro. Saben que es inútil, pero lo intentan, por lo menos deben reportar que hicieron un esfuerzo. Que te alargaron la vida unas horas. Te mandan a una cama de moribundo junto a otros moribundos. Buscan tus identificaciones, tus credenciales, tus tarjetas, los números del periódico para el cual trabajas. Llaman. Intentan localizar a algún familiar tuyo. “¿Esposa?” “No tiene” “¿Hijos, tíos, madre, padre?” “No sabemos, es extranjero, tal vez su familia esté en otro país” “¿En cuál país?”. “Quien sabe, nunca nos dijo”. “¿Y si muere? Está muy mal, podría morir, es lo más seguro. ¿Qué hacemos si muere?” “Lo que ustedes quieran” “¿A la fosa común?” “Bueno, da igual, era un sangrón, un pesado, no se llevaba con nadie, lo que ustedes hagan estará bien”. Y vas despertando de la anestesia, oyes las últimas palabras, no te inmutan, nunca esperaste misericordia de nadie. Conozco demasiado bien a los humanos, son humanos, demasiado humanos. ¿La piedad? Yo nunca la tuve. Tampoco la espero. Espero una sombra del pasado. ¿Dónde estará mi celular para llamarla? Me lo han quitado. Estoy en un mugroso piyama, yo que nunca usé estas asquerosas madres. Tengo miles de agujas conectadas a mi cuerpo. Supongo que ellas me hacen vivir. Yo vivo todavía. Otros mueren. Oigo sus estertores cerca de mí. Toses y flemas. Crujidos de huesos. Sonidos leves. Pasos. Son tacones. Es una mujer. Pero no una enfermera. Ellas son gordas y su sonar contra el suelo semeja la algarabía de tambores obesos. Se acerca. Los tacones cada vez más lentos. Una mano suave se posa en mi hombro. Miro hacia arriba. Es Argentina. Vestida de negro. El cabello rubio se desparrama. Está llorando, solloza desconsolada. Sonrío. “No llores por mí, Argentina, no valgo la pena”. “¿Cómo no?, eres mi marido”. “No soy argentino, es difícil que te hayas casado conmigo en tu país, además, no conozco tu país”. “No fue en mi país, fue en el tuyo”. “¿El mío?” “Sí”, y continúa llorando. “No llores por mí, Argentina”. Y en esa frase se me van casi todas mis fuerzas. Ella me pasa la mano por mi frente, está tibia. Y entonces recuerdo. Ese calor yo lo había sentido muchos años atrás. Sí, tal vez ella tiene razón. Nos conocemos. “Por lo menos recuerda tu nombre”, me pide ella. “Sí, sí, claro, no es Drakus”. Y viene a mi mente la albura de su vestido de novia. El momento en que el sacerdote pronuncia mi nombre. MI NOMBRE. Ya sé cuál es. Y se lo digo a Argentina. Y también recuerdo que el suyo es Argentina. Argentina. No lo inventé. Acerté cuando se lo puse en aquel putero de mala muerte. ¿Qué pasaría con nosotros? No me explico. Yo convertido en un Hijo de Puta y ella en Puta. Nada que ver con aquel momento en que su vestido blanco me embelesaba junto a altares de oro. El oro es amarillo. Cómo el sol. Y entonces recuerdo que pronto amanecerá. “Cierra las cortinas, Argentina, no quiero morir ciego. Recuerda que yo no puedo ver el sol”. “Sí puedes, créeme”, y dice mi nombre con tanta dulzura que le creo. La aurora se está levantando. Los primeros rayos del sol empiezan a deslizarse contra el cuerpo escamoso del Dragón de las Tinieblas. Cual la nieve al primer embate de la primavera el reptil se deshace mientras Argentina me acaricia y pronuncia mi nombre. Mi nombre. El que me puso mi madre. El que está unido a Argentina para siempre. La miro fijamente. Ya no puedo hablar. Un dolor intenso me invade la espalda. Sé que mis costillas rotas acaban de pinchar mis pulmones. Ya dejo de respirar. Todavía veo, veo la luz en el rostro de Argentina. El sol ha emergido contra su cabellera y brilla como la de las valquirias. Me llevará, en unos segundos al Valhalla con mi padre Wotan. La cama estará vacía. Siento como empiezo a flotar, y le digo las últimas palabras. Argentina, Argentina, punto final de la nada, me aventuro en el ser. ®

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Publicado en: agosto 2013, Narrativa

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