Revisando la obra de Ulises Carrión es difícil no imaginarlo hoy en día trabajando con las herramientas que nos son comunes en la era de la información: un artista que usaba como medio el teléfono, el correo, las redes sociales, incluso el chisme, podría ayudar a replantearnos novedades como Facebook o Twitter.
Su mayor obra, un archivo, hecho a su vez de multitud de otras obras, demuestra la visión que le hizo colocar al tránsito de información como centro de su práctica, hermanándolo, aunque sea de forma simbólica, con Jimmy Wales y Larry Sanger, creadores de Wikipedia. Tristemente, este compendio electrónico no le dedica una página, apenas algunas ligas.
Su conciencia del texto como generador de espacios, como secuencias de espacios que inventan su propia dimensión temporal, parece prever nuestra actual relación con Internet y la serie de capas infinitas que nos ofrece el hipertexto.
Aunque contemporáneo de los movimientos artísticos mexicanos de los años setenta, y con una de las propuestas más visionarias y provocativas, su obra, para la generación actual, es más descubrimiento que influencia.
Afortunado descubrimiento de un interlocutor que nos invita a la apropiación de medios inusuales y nos señala métodos que reconocemos próximos, Carrión es figura profética en muchos sentidos.
Afortunado descubrimiento de un interlocutor que nos invita a la apropiación de medios inusuales y nos señala métodos que reconocemos próximos, Carrión es figura profética en muchos sentidos: el artista que migra para realizar su obra en el concierto de lenguas desconocidas que incorporará después a su trabajo; integrador de la cultura popular en el arte de avanzada, respetando la raíz que le da vida (y no usándola solamente como referencia humorística). Radical en sus formas y postulados, borra, corta y elimina buscando lo absoluto: aquello que aterroriza a los escritores, la página en blanco, es modelo y fin último de su obra.
El hilo que lo une a la tradición está en la herencia que toma de las vanguardias de principios del siglo veinte, no sólo en lo que respecta al ánimo iconoclasta, sino también, por la necesidad compulsiva de justificar sus acciones recurriendo al texto, publicando manifiestos que aclaren su obra, en un gesto de abierta desconfianza por el espectador del presente y del futuro.
De ese espíritu declaratorio surge The New Art of Making Books, texto publicado en Amsterdam, en 1980. Con humor y lucidez, nos ofrece la gramática básica de una nueva práctica. Nos comparte también la inconformidad que le ha cedido su paso por el mundo de las letras, sugiriéndonos una salida a aquello que veía ya como tierra yerma.
La tabula rasa es definitiva, e incluye todo aquello que esté guiado por una estructura ordenada, consecutiva, propia del lenguaje.
Le otorga poco valor incluso a ejercicios literarios experimentales del estilo de OuLiPo (recuérdese como ejemplo La Disparition, novela de Georges Perec, compuesta sin usar nunca la letra “e”), por estar escritos, aun lo original de su proceso, bajo las reglas del viejo arte. Pero seamos justos, descree también de La Ilíada y La Odisea, del Ulises y Macbeth: de toda escritura que contenga intención, ya que la intención presupone un propósito y el propósito un uso.
Al liberar al texto de objetivo, desarticula la maquinaria que le da sentido. Por lo menos aquel sentido que conocemos y esperamos.
Nos propone habitar el libro como espacio autónomo, donde sus valles y montañas serán andados reconociendo cada uno como fragmentos de un mundo nuevo. Las reglas que aplicaban en un mundo anterior seguro no lo harán en el siguiente. El riesgo es constante en un paisaje donde lo que antes era alimento puede ahora ser ponzoña.
Esta falta de certeza coloca al lector como participante indispensable del proceso creativo, influyendo activamente en la conformación de la pieza. Todo hombre es un Adán que señala las cosas por primera vez.
Carrión creó las estructuras que deja al lector el trabajo de nombrar.
Habitaremos el espacio persistente del libro, pero ya no más pisando sobre el confortable suelo del lenguaje y la linealidad obsesiva que le ha propuesto a nuestras mentes durante miles de años.
Habitaremos el espacio persistente del libro, pero ya no más pisando sobre el confortable suelo del lenguaje y la linealidad obsesiva que le ha propuesto a nuestras mentes durante miles de años. Avanzamos solos a través del desorden al que nos invita el nuevo arte, dejando de lado el esqueleto común que unifica al viejo libro, para entrar a universos particulares que generan sus propias leyes físicas: la gravedad que antes encadenaba palabras y párrafos, hace ahora que las letras converjan todas sobre sí mismas, o las expulsa por entero, tal vez, el nuevo libro.
La obra de Carrión es tumor que la lengua escrita, en su vastedad, se permite ignorar, dejándolo ser, para lucirlo como curioso chipote. Este tumor, que se expande en la mente del lector, invita a células vecinas a explorar sus posibilidades: mutar, multiplicarse, desobedecer. Sin maldad ni propósito, tal vez aniquile al sistema que le da asilo. Es metáfora del cáncer, pero también de la evolución.
“Sus razonamientos me deslumbran incluso cuando no me convencen”, la decía Octavio Paz al autor en alguna carta. Queda en cada uno de nosotros tomar el papel de deslumbrados o convencidos, alternativamente o en sincronía.
Sin embargo, al seguidor fiel se le presenta una notoria paradoja: en su claridad y elocuencia (en su linealidad), este manifiesto está escrito enteramente bajo las reglas del viejo arte. Su intención nos alcanza. Tiene sentido. ®
The New Art of Making Books aquí.
En español aquí.