En 1903 Colombia perdió el territorio de Panamá y hace unas semanas perdió unas islas. Por si fuera poco, las guerrillas narcoterroristas de las FARC tienen cada vez más apoyo de intelectuales “progresistas de izquierda”.
El archipiélago de San Andrés
Colombia es tierra abonada para derrumbar paradigmas o ir a contracorriente de la historia. Ilustro con tres casos: 1. Mientras en el mundo el comunismo se murió en Colombia renació. 2. Cuando en América Latina la lucha armada guerrillera fracasó o dejó de ser efectiva, en Colombia las guerrillas cobraron vida y energía y hoy portan el deshonroso título de ser las más longevas del mundo. 3. Contra el sentido común que dice que al perro no lo capan dos veces, a Colombia la caparon al perder Panamá en 1903. Ahora la capan entre Nicaragua y la Corte Internacional de Justicia, a la que nunca debimos someter el litigio sobre el archipiélago de San Andrés. ¿Para qué la tierra sin el agua que la rodea?
Las notas que vienen a continuación no tienen la pretensión de ofrecer una minuciosa descripción acerca del empequeñecimiento paulatino de Colombia a lo largo de su vida republicana sino hacer unas reflexiones y acotaciones que ilustran el descuido y la abulia con la que se han manejado nuestras fronteras.
En 1863, en Rionegro, Antioquia, después de muchos fallidos ensayos, de guerras y trifulcas nuestro país se dotó en definitiva, así se creyó, de una constitución federal con la concurrencia de nueve estados libres y soberanos en términos absolutos. Se abolió el ejército nacional, existían en realidad nueve constituciones. El país se dio el nombre de Estados Unidos de Colombia. Cuentan que el famoso escritor francés Victor Hugo llegó a decir que esa constitución era para ángeles. Razones tenía: por ejemplo, no podía ser reformada sino por unanimidad. El experimento duró escasos 23 años. Rafael Núñez, un liberal extraño que abandonó las filas de los radicales y federalistas, se alió con el intelectual conservador ultracatólico e hispanista Miguel Antonio Caro para darle sepultura a la Constitución federalista de Rionegro e instalar una nueva que consagró el régimen centralista y procatólico. Vinieron conflictos, persecuciones y guerras. La más famosa de todas, por su duración y sus efectos destructivos, la de los mil días (1899-1902), dejó el país en la ruina física, económica, militar y moral. De tal suerte que cuando los panameños proclaman su independencia en 1903 con el apoyo de la Armada estadounidense nada se pudo hacer para evitar la separación. José Manuel Marroquín, que era el vicepresidente, propició un golpe de Estado en 1900 contra el titular Manuel Antonio Sanclemente, un anciano que frizaba casi los noventa años, que gobernaba desde Villeta porque le hacía daño la altura de Bogotá. Marroquín, uno de lo gramáticos, era presidente de facto. Dicen que se dedicó a leer poesía para digerir la pérdida de Panamá y que al entregar el mando también dijo algo así: “De qué se quejan, me entregaron un país y les devuelvo dos”.
Colombia, pues, se está empequeñeciendo. Lo confirma la Corte de La Haya con el fallo sobre delimitación marítima en San Andrés, a todas luces injusto porque cercena territorio sobre el que hemos ejercido soberanía durante dos siglos sobre sus islas, islotes, cayos y mar circundante.
En 1932, por el mes de septiembre, el país se vio sorprendido por la noticia de una invasión peruana al puerto de Leticia sobre el Amazonas. No teníamos aviación, no había carreteras, no había dinero disponible debido a la Gran Depresión que afectó nuestras exportaciones. Al cabo de varios meses pudieron llegar algunos soldados que remontaron el Amazonas en cañoneras compradas de afán en Europa. Otros llegaron cerca, hasta Mocoa por una carretera construida en tiempo récord entre Pasto y esa población. Recuperamos Leticia y cedimos la guarnición de Güepí y la isla Chavaco. Gobernaba el patricio liberal, experto diplomático, Enrique Olaya Herrera. La negociación tuvo lugar en 1934 bajo el mandato de López Pumarejo, otro liberal, quien nombró a Olaya Herrera jefe de la delegación nacional. El resultado es que se ratificó el tratado Salomón-Lozano firmado en 1922, por el que Colombia conservó Leticia y se ganó el trapecio Amazónico pero se mantuvieron perdidos kilómetros de selva que Perú se había apropiado en 1911 cuando sus tropas atacaron la zona de La Pedrera. No hay claridad en el balance de estas disputas.
Bajo el gobierno del conservador Laureano Gómez y de su designado presidencial que lo reemplazó buen tiempo, Roberto Urdaneta, el canciller colombiano Juan Uribe Holguín (ancestro de la canciller actual María Ángela Holguín), apartándose del criterio de expertos colombianos envió la siguiente nota al gobierno de Venezuela: “El gobierno de Colombia declara que no objeta la soberanía de los Estados Unidos de Venezuela sobre el archipiélago de los Monjes”. Hoy sabemos que en el mar que los rodea hay grandes cantidades de petróleo y gas. Nada que hacer. En el siglo XIX se había entregado una porción de La Guajira al mismo país. Asimismo, en diferentes tratados entregamos gran parte de nuestra Amazonía a Brasil.
Colombia, pues, se está empequeñeciendo. Lo confirma la Corte de La Haya con el fallo sobre delimitación marítima en San Andrés, a todas luces injusto porque cercena territorio sobre el que hemos ejercido soberanía durante dos siglos sobre sus islas, islotes, cayos y mar circundante.
¿Qué vamos a hacer?, se pregunta la gente en medio de creciente indignación. Solo hay dos salidas: una es acatar el fallo y echarnos a llorar. Otra es no acatarlo y esperar que el mundo, la ONU, el ALBA, los Castro y Chávez se nos vengan encima. Sería necesario que los gobernantes y dirigentes colombianos tuviesen la personalidad, la necesaria dignidad y el coraje suficiente para encarar las consecuencias, una gran avalancha de críticas, amenazas, sanciones y aislamiento a las que seríamos sometidos. Esas virtudes son flor silvestre de nuestras elites. Con excepciones, tampoco las ha tenido para librar la batalla contra el terrorismo porque al parecer hay conciencia de culpa de que algo se debe, en algo fallamos y hay que pagar. Como si la soberanía y la paz fuesen valores de manejo antojadizo. Falta valor y falta dignidad. Es de pronto perdonable que uno que otro intelectual anárquico o existencialista o posmoderno o progre niegue la patria y se burle del patriotismo “trasnochado”, “barato” o “depresivo” y del sentimiento de pertenencia porque les parece que la patria es una noción de modé, anticuada y conservadora y que eso de los límites es asunto intrascendente y caprichoso. Estoy seguro de que si el raponazo hubiese sido a favor de Estados Unidos estarían blandiendo banderas tricolores, quemando las del país norteño y gritando “abajo el imperialismo yanqui” bajo la dirección de la Marcha “Patriótica” y el “patriótico” Cepeda.
Pero no es eso lo que espera la gente de a pie, común y corriente, la que celebra goles de la selección, la que canta el himno nacional en las ceremonias, la que muestra su cédula con orgullo en las extranjerías y los bancos, la que iza la bandera en las fiestas patrias, la gente que tiene sentido de pertenencia, a la que no le da lo mismo levantarse con setenta mil kilómetros cuadrados de territorio menos, la que lava su ropa sucia en casa, que no quiere la guerra ni es ultranacionalista. Lo que quiere saber de su dirigencia es que señale el rumbo a seguir.
—Medellín, 24 de noviembre de 2012
La estrategia de las FARC y la sociedad civil
Si hubiese lugar a hacer un balance de las conversaciones de La Habana habría que reconocer que a las FARC le están saliendo muy bien las cosas. De lejos han capitalizado las expectativas de la prensa con anuncios y declaraciones que los ubican en primera línea de las noticias. Después de una prolongada sequía aprovechan toda ocasión para cobrar notoriedad, no importa si violan el protocolo que exige prudencia y mutismo. No hay quién ni qué se los impida.
Por el momento lograron romper, de alguna manera, la idea que había dejado alias Iván Márquez con su destemplado discurso en Oslo. Con el anuncio de una tregua unilateral dan a entender que están apostando en serio por la paz. Y aunque pocos creamos en su cumplimiento, hay que reconocer que con esa medida están jugando en el campo de la política. De otra parte, con el acuerdo obtenido para que se le dé participación a la llamada sociedad civil, coronan un buen trecho de esta segunda fase de la negociación.
Ante el mutismo de los negociadores del gobierno, la guerrilla gana por punta y punta. Muestra nuevos jefes, promueve otros, saca a relucir a la holandesa, pone a un ciego a leer un comunicado, en fin, es eficaz en usar cualquier resquicio y ocasión para reconstruir su maltrecha imagen ganando más de lo esperado.
Existe una razonable desconfianza sobre las FARC por su habilidad para dilatar las conversaciones. Recordemos que en El Caguán se tomaron tres años y medio para medio esbozar una agenda que constaba de más de un centenar de temas. En esta oportunidad pasa inadvertido su alegato en favor de poner como un tema de la agenda, adicional a los cinco puntos acordados, el preámbulo del acuerdo, de tal forma que, de aceptarse su pretensión, llegaríamos a idéntica situación de la zona de despeje.
Parece, pues, que los negociadores farcianos están siguiendo un libreto bien pensado desde hace mucho rato y que en ese plan no hay lugar a la improvisación y que no hay división interna, como han afirmado algunos analistas. En ese plan está el restablecimiento de contactos con el mundo exterior, de lazos con quienes habían perdido contacto en Colombia, hacer política a diario y alargar al máximo las negociaciones.
Es lógico, pues, preguntarse qué es lo que buscan las FARC en esta ocasión. Debemos tomar en serio las declaraciones de varios de sus comandantes en el sentido de que no habrá desmovilización ni reinserción ni reparación de víctimas ni dejación de armas y que van a luchar por la victoria hasta el final. Sin embargo, ellos saben que no se pueden quedar en esas palabras, que hay unos puntos sobre los cuales hay que construir algunos acuerdos para evitar la decepción en la tribuna. En la dilación es clave enredar cada tema y evitar llegar a la parte final demasiado rápido. Ahí cobra sentido su desorbitada propuesta de elevar a rango de Bloque de Constitucionalidad todo el documento con el que se justificó este proceso. Si es claro que en sus planes no esta la desmovilización ni el desarme, ¿cómo develar entonces sus objetivos?
Ante el mutismo de los negociadores del gobierno, la guerrilla gana por punta y punta. Muestra nuevos jefes, promueve otros, saca a relucir a la holandesa, pone a un ciego a leer un comunicado, en fin, es eficaz en usar cualquier resquicio y ocasión para reconstruir su maltrecha imagen ganando más de lo esperado.
No son tontos como para no entender que viven su peor momento desde el punto de vista político y militar. Han llegado a la mesa presionados por los malos resultados, pero también por gobiernos vecinos que consideran que el proyecto armado se desgastó y que deben buscar nuevas vías para alcanzar sus ideales, como la vía electoral. Van a aprovechar que el gobierno los haya colocado en posición de igualdad con las leyes expedidas previamente. En tal dirección y luego de muchas tensiones y amagos de ruptura de parte y parte, solicitarán la creación de condiciones de seguridad, con presencia y veeduría internacional, para participar en elecciones argumentando que se precisa tal experiencia para ver qué tanto los respetan y que no ocurra lo mismo que con la Unión Patriótica. Ofrecerán como contrapartida un cese indefinido de operaciones sin desarme ni desmovilización. Dirán que se requiere convivir por muchos años con este modelo, que no es otro, con pocas variaciones, que el que intentaron bajo el gobierno Betancur. En esencia se trata de darle vida a la vieja y preciada consigna del Comité Central del Partido Comunista de Gilberto Vieira y Manuel Cepeda de la combinación de todas las formas de lucha.
A todas éstas, avanzan los preparativos de la Marcha Patriótica para hacer política electoral y erigir una estructura organizativa, a manera de mascarón de proa del proyecto, en todas las regiones y ciudades. Y cabe también su más reciente trofeo. La participación de la sociedad civil. Una noción sobre la que no hay ningún consenso sobre su significado, quiénes la representan y a título de qué, una instancia de la que se han querido apropiar activistas de causas sociales, humanitarias y pacifistas, que sólo se representan a sí mismos. ¿Quiénes la conforman? ¿Partidos políticos, gremios empresariales, sindicatos, juntas de acción comunal, iglesias, etc.? ¿Pueden ponerse éstas al mismo nivel de organizaciones civiles que, no obstante realizar tareas encomiables por su altruismo, no representan ningún sector específico de la sociedad? Por ejemplo, ¿habría que incluir a las ONG, los “movimientos sociales” de los indígenas, de campesinos, todos los de carácter sindical? ¿Los colectivos de abogados? ¿Quiénes y cuántas de esas organizaciones serían escuchadas, quién las escogería, con qué criterios?
¿No estamos, en esencia, ante algo así como una Asamblea Constituyente en la que dos delegaciones, en el papel de plenipotenciarios del país, escuchan al “pueblo” para atender sus inquietudes?
Si en La Habana, como dijo el presidente Santos, “No estamos negociando el Estado. No estamos negociando el modelo de desarrollo. No estamos negociando las políticas públicas. Lo que queremos es llegar a unos acuerdos para poner fin al conflicto” (El Tiempo, 15 de noviembre de 2012), ¿por qué razón se abre un espacio tan incierto y tan indefinible?
Las FARC redondean la faena, completan su estrategia obteniendo una baza crucial en sus pretensiones de validarse y legitimarse ante una sociedad que no los ha aceptado. Desafortunadamente los delegados gubernamentales cedieron en asunto tan delicado.
Coda: El congresista liberal Guillermo Rivera afirmó, sin rubor, que “Tiene razón Iván Márquez cuando sugiere que en Colombia no habrá paz mientras no se superen las profundas desigualdades que existen” (El Tiempo, 14 de noviembre de 2012). ¿Para eso lo eligieron los colombianos? ¡Defínase! De otra parte, el académico Marco Palacios (revista Semana) desempolva una vieja tesis marxista según la cual detrás del conflicto armado hay una causa estructural, “causas objetivas”, consistente en la alta concentración de la propiedad, y que hasta tanto no se realice una reforma agraria no habrá paz. De esa forma, ambos, al igual que muchos otros académicos y políticos liberales, otorgan representación y legitimidad al discurso farciano que exige “reformas estructurales” para firmar el fin del conflicto. ®
—Medellín, 2 de diciembre de 2012