En la Heptalogía de Hieronymus Bosch de Rafael Spregelburd el pecado aparece velado, mimetizado con la supuesta bondad, translúcido, integrado a las acciones y los deseos de los protagonistas: tragedia y comedia, perversión e inocencia, en una mezcla hermosamente depravada.
La perturbación del pecado consiste en su delicadeza, su marea subterránea, lencería fina inadvertida en primera instancia pero contundente y determinante en la cadencia, la seducción, el deseo, la corrupción; mejor esconder el motivo, dejar que la ironía hable por nuestras acciones. Desde la Edad Media el pecado ha sido representado de manera gráfica y realista, exhibido y condenando, educación amarillista, a la manera de la lotería mexicana: ¡el diablo!, ¡el borracho!, ¡la dama!, ¡lotería! Otras veces, claro, la simbología, el pecado devenido demonio, animal, seres de rasgos perversos, miradas y posturas inquietentes. En la Heptalogía de Hieronymus Bosch de Rafael Spregelburd (Buenos Aires, 1970) el pecado aparece velado, mimetizado con la supuesta bondad, translúcido, integrado a las acciones y los deseos de los protagonistas: tragedia y comedia, perversión e inocencia, en una mezcla hermosamente depravada. El motivo de las obras son los siete pecados capitales. El primer volumen nos entrega los primeros tres: La inapetencia, La extravagancia y La modestia. ¿Nuevos pecados o los mismos pero revolcados? Según Rafael Spregelburd son “tres formas de la deviación, de alguna desviación, y por lo tanto, de alguna ley. No hay broma en la elección de los títulos. No hay ironía. No ‘quieren decir’ lo contrario de lo que dicen”. Presenciamos un nuevo orden moral, una nueva cartografía de la moral, un nuevo diccionario para las desviaciones.
La serie de obras teatrales está basada en la Tabla de los pecados de Hieronymus Bosch, mejor conocido como el Bosco; originalmente pintada para usarse como una mesa, la tabla muestra los pecados en un círculo dividido en siete partes; la manera de acercarse a la pintura, la manera activa de verla, de apropiarse de ella es el punto de partida de la forma en las obras de Spregelburd.
La Heptalogía (Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2000) comienza con La inapetencia y La extravagancia, ambas nacidas bajo premisas formales muy claras: piezas cortas, el lenguaje como constructor de una realidad, el pecado como desviación velada.
La perturbación del pecado consiste en su delicadeza, su marea subterránea, lencería fina inadvertida en primera instancia pero contundente y determinante en la cadencia, la seducción, el deseo, la corrupción; mejor esconder el motivo, dejar que la ironía hable por nuestras acciones.
La inapetencia expone la lujuria de la señora Perrotta y sus amigas al mismo tiempo que interroga la capacidad del lenguaje como principio de realidad, la construcción de un mundo puramente lingüístico, autorreferencial y su devenir emocional y trascendente en los personajes. La señora Perrotta se enoja, se excita, se inhibe, se emociona, se desilusiona, se vuelve a enfadar, divide un país en guerra y pide pizza, utilizando solamente palabras: dichas u oídas, la señora Perrotta es un peón del lenguaje, ¿quién no lo es? En una escena la señora Perrotta se encuentra con un gitano que le lee la mano y le dice “Le advierto que son puras mentiras […] ¿Qué quiere oír?” La historia es dulce, verosímil, embelesa a la señora Perrotta, quien concluye: “Sabía que eran mentiras, pero lo que no sabía era que me iba a dar cuenta tan pronto”.
El deseo de la señora Perrotta persiste como una búsqueda inocente, preguntas a sus amigas, risas y ausencia de palabras en momentos cuando la perversión alcanza su mayor grado, el silencio como un albur, un doble sentido, la inocencia como la mayor desviación.
Tres mellizas. Al nacer una murió y la madre adoptó otra inmediatamente. Ahora nadie sabe quién es la adoptada. La madre está a punto de morir por una enfermedad que heredará a sus hijas, ¿quién es la adoptada que no padecerá esa horrible y mortal enfermedad? Éste es el argumento de la segunda pieza: La extravagancia. Una actriz, una mesa y una televisión: del lado izquierdo de la mesa está una hermana; del lado derecho, la otra hermana; en la televisión, la tercera hermana. Sus medios de comunicación: teléfono y control remoto. Una propuesta delicada y delirante. Las hermanas no se ven, apenas se hablan en monólogos, sospechan incesantemente una de otra. La amenaza de la muerte no mitiga la intriga, la mezquindad entre ellas. Parece que cada una envidia el destino enfermo de las hijas legítimas. El pecado de la envidia es desear la muerte de uno mismo, ansiar el destino ajeno, lo otredad: el fin.
“En la oscuridad, el televisor prendido es una llaga” que une las historias y rencores de las mellizas Marías, el discurso de la hermana en la televisión, se muestra aparentemente inconexo, ilegítimo, describe usos de la lengua, diccionarios medievales, la leyenda de las tres mellizas.
En tiempos en que los pecados capitales han perdido su centro de referencia las obras de Rafael Spregelburd se antojan una investigación lúcida y misteriosa.
La modestia es una pieza larga que cambia la dinámica de las premisas de las obras anteriores; el texto también tuvo forma en el escenario. El motivo de la modestia es “el placer soberbio y culposo que nace del gesto desesperado de intentar ser un poco menos de lo que se es”, en palabras de Spregelburd, quien califica a esta obra como una “comedia de puertas”. Esta obra cuenta dos historias con cuatro personajes, cada una interpretada por cuatro actores. Es decir, cada uno interpreta dos personajes: uno por escena, logrando un efecto dinámico, delirante, vertiginoso y lleno de intriga. Las historias se superponen, parecieran elipsis transformadoras a manera de un encaje para cubrir las piernas barnizadas de una muñeca de porcelana.
Terzov, escritor enfermo de tuberculosis, se sabe con talento aunque es rechazado por editores, y su modestia le impide escribir. Un doctor acepta ayudarlo a condición de que termine una novela y le ceda los derechos (una novela que no es suya, sino del papá de su esposa). Por otro lado, la historia en torno a Arturo, Ángeles y las tramas escondidas de abogados y confabulaciones. El encaje se teje, se entrecorta, esconde las piernas, pero su brillo rebasa la tela y nos revela la incógnita, sí, nos revela que existe un misterio como un rompecabezas que se arma de recuerdos, deseos, atisbos y soberbia submarina. La rueda de los pecados en la pintura del Bosco gira y se vuelve irreconocible, tenemos que descifrarla.
“Él nos humilla. Nos humilla porque es brillante, porque tiene el talento que le falta a todo un pueblo y porque se niega a seguir escribiendo”, dice Leandra, esposa del doctor que cuida a Terzov. Modestamente el escritor conoce sus límites y no se trasgrede. Gran pecado. Más adelante, Anja, la esposa de Terzov, dice: “Yo me he desmerecido […] Yo me empequeñecí a su lado porque creí que él necesitaba brillar. Es estúpido, pero lo hice porque lo amaba”. Leandra replica: “Su nobleza me humilla. Usted y su marido me humillaron siempre, desde el primer día. Pero no es su culpa. Soy yo. Soy yo. Siempre soy yo”. La mujer que por modestia pierde la vida para darla a su marido.
En tiempos en que los pecados capitales han perdido su centro de referencia las obras de Rafael Spregelburd se antojan una investigación lúcida y misteriosa. La tragedia y la comedia van de la mano bajo una ley secreta que necesita ser interpretada con un nuevo diccionario, una nueva lotería moral, el nuevo vestido del niño Jesús que descansa ungido en aceite mirando el infinito; la Heptalogía de Hieronymus Bosch es un nuevo lenguaje, por eso la necesidad e insistencia de Spregelburd en la función del lenguaje en la construcción vital del mundo. ®