En Continuum se cuenta la vida de Héctor Germán Oesterheld y su familia, una de las más trágicas que se hayan escrito en la historia de Argentina o América Latina, y hasta del mundo entero.

El cineasta Luis Buñuel dijo que “la realidad, sin imaginación, es la mitad de la realidad”, idea que se me aparece idónea para comentar el penúltimo libro de Édgar Adrián Mora (Tlatlauquitepec, Puebla, 1976), publicada por Paraíso Perdido en 2015. Un proyecto novelístico que participa de la anomalía y se destaca en más de un sentido en sus ambiciones creativas; primero, porque se ocupa en lo temático de una materia poco abordada en la literatura nacional: si nuestro país tuvo su novela de la guerrilla (Al cielo por asalto, ¿Por qué no lo dijiste todo?, Guerra en el paraíso, La guerra de Galio), y a pesar de la estrecha relación con el tema —sobre todo en su papel de refugio para los perseguidos políticos— es escasa la mención del drama sudamericano de los sesenta y setenta en la novelística mexicana.

Continuum, como su propio autor lo ha argumentado, cuenta “La vida de Héctor Germán Oesterheld y su familia, una de las más trágicas que se hayan escrito en la historia de Argentina o América Latina, sino del mundo entero”. Pero este libro no se agota en la sola recuperación biográfica del hombre tras la legendaria saga de El Eternauta. Sus relaciones, silencios y ecos irradian en dos direcciones opuestas, volviéndolo un material tan inquietante como original: la imaginación y la pesadilla.
El tiempo y la imaginación
Lo que ya se sabe, Héctor Germán Oesterheld es un autor canónico en la historieta latinoamericana: padre intelectual de más de una docena de sagas, el drama mayor de su legado artístico es aquel en el que el material de su propia fantasía se convierte en evidencia para inculparlo y disolverlo en las engranes de aquel fascismo desquiciado que decía defender la razón, la legalidad y el Estado.
Hombre hecho a sí mismo, dueño de una vastísima cultura autodidacta, soñador, padre de familia, editor, militante y luego luchador revolucionario, las líneas temporales del autor y modelo tras Ernie Pike son tejidas magistralmente por Mora —una suerte de prestidigitación narrativa que nos muestra momentos aislados, casi estampas, tarjetas entrecruzadas en los entresijos del tiempo— para irnos revelando en un extraño juego meta literario, la búsqueda, la pérdida y la esquiva y a la vez cercana relación entre el autor y sus personajes. Una vez que, a pesar del disfraz, la vida clandestina, el abandono de la identidad y las peripecias de la lucha armada contra la dictadura de su país, sólo es cuestión de tiempo —el tiempo, problema mayor y logro temático en la novela— para que nuestro héroe sucumba a las catacumbas de aquel infierno, un limbo de tortura, la ambigüedad y la muerte, ante el que, en un estadio más allá de la familia sobreviviente en esta realidad (su esposa y dos nietos), sus propios personajes–hijos se cuestionen y lamenten:
—Nadie lo ha visto, Juan. Nadie sabe dónde está. Si lo han matado. Si está preso. Y todos los que estamos aquí le debemos más que buscarlo: le debemos la vida.
—Lo sé. La forma en cómo los Ellos operan es siempre intrincada, Pike. Es probable que Germán siga aquí, en nuestro mundo. O que lo hayan mandado a algún otro lugar. Una dimensión distinta, un planeta parecido a éste, un futuro posible. Sin embargo, tal como lo dices, es nuestro deber buscarlo y regresarlo al lugar que debe ocupar en este mundo.
Toda obra de valor participa de una genealogía, una relación y un eco con —las obras de— su tiempo. Y es en esta primera vertiente de lo imaginario donde atisbo dos muy cercanas a Continuum: la primera novela escrita por Paco Ignacio Taibo II hace más de cuarenta años (previa a Días de Combate), aquella en la que después del golpe del 2 de octubre, Néstor Roca, un activista estudiantil que se recupera en un hospital, pide ayuda a los héroes de las historietas y libros de la infancia —Sandokán, Los Tres Mosqueteros, Sherlock Holmes, Wyatt Earp— para vengar a sus compañeros asesinados por las fuerzas represivas del Estado mexicano. Una versión posterior a aquel primer borrador fallido ganaría el Premio de Novela Grijalbo bajo el título Héroes convocados. Manual para la toma del poder (1982).Un segundo vínculo o reverberación lo encuentro en una obra aún de mayor magnitud en cuanto a resultados e intenciones: La misteriosa flama de la reina Loana (2004), obra en la que el protagonista —alter ego del gran Umberto Eco— intenta la recuperación de la propia identidad y la memoria perdidas luego de un accidente cerebral, a través del gozoso buceo en la fantasía primigenia de la infancia, vía la lectura de las historietas de la posguerra italiana.

Fiel a su estilo, el semiólogo usa como pretexto la memoria para entrecruzar la cita erudita con el estudio amoroso sobre la cultura popular del país de la infancia. Es aquí donde encuentro un paralelismo enorme con el libro sobre Oesterheld: en Continuum Mora desgrana con una prosa transparente, muchas veces de un laconismo poético, su sapiencia en torno a la obra del escritor argentino. Este saber nunca tiene un peso didáctico ni aleccionador, está asimilado al bagaje del autor. Así como su perfil de Maestro en Estudios Latinoamericanos: el dato, la fecha, los personajes, el azar geográfico, el encadenamiento político, la fisura de la casualidad: nunca son pegotes o recursos de “la realidad” para apuntalar o avalar la ficción. El improbable pero no imposible cara a cara con Borges en la Biblioteca Nacional para comentar un raro tomo de H. G. Wells (guiño guiño), la valiente sombra y el ejemplo radical del periodista Rodolfo Walsh, los cuentos infantiles, la interpretación de los sueños, la música popular de la época, la industria editorial, la vida familiar y política: esa Zeitgeist como salida de La hora de los hornos o las cintas de Patricio Guzmán, está puesta como una fina relojería. Pero sobre todo el tiempo.
Todo narrador lo sabe: en el discurso y la forma el tiempo es problema mayor. Lo comprobó Carpentier en su Viaje a la semilla. O Rulfo en la atemporalidad de su gigantesca única novela.

Creo que el mérito y riesgo mayor en la obra de Mora es el manejo y la doma de este esquivo elemento, es decir: ¿Cómo construir una diégesis narrativa que implique más que un tiempo fragmentado, además, muchos otros tiempos? ¿Cómo hacer que todos estos tiempos —estos universos— confluyan eficazmente en una breve novela de poco menos de un centenar de páginas?
Porque de ahí se deriva otro logro: el silencio. La respiración entre los momentos. La pausa que pareciera barajar en el vacío del infinito un momento familiar de finales de los cincuenta al martirio final de la dictadura, o de ahí brincar al tiempo perpetuo de los personajes, seres más allá de la muerte, criaturas triunfo de la imaginación.
La pesadilla
Pero la obra de Édgar Adrián Mora pertenece también a otra genealogía: a la del horror latinoamericano. Nunca grata, y quizá por ello anticomercial, la narrativa volcada a contar los detalles terribles de esta larga noche continental es amarga pero aleccionadora. En nuestra América lucha política y literatura han ido siempre de la mano. No por nada fue el hijo del poeta Leopoldo Lugones quien inventara la picana, ese legado de la tortura argentina al mundo. Incluso, pienso que la novela latinoamericana —ya por ahí alguien lanzó la idea de un conjunto de libros representativos del neoliberalismo— podría estudiarse, más allá de la novela del dictador, en una novela del horror y la dictadura: este trazo nos arrojaría un mapa temporal y geográfico, un síntoma y una radiografía. Aventuro un esbozo.

Primera pesadilla: el Informe sobre ciegos, prefiguración del horror del cual a su propio autor le tocará ser fiscal en los años venideros (El Informe Sábato está citado en Continuum); la terrible escena de tortura durante la época de Navidad del joven Marcelo Carranza en Abaddón el exterminador, continuación también metaliteraria a Sobre héroes y tumbas de Sábato; la cruenta y delgada línea entre el crimen político y el arte dibujadas por Roberto Bolaño (basada también en un caso real) en una de sus mejores novelas: Nocturno de Chile; las novelas testimonio argentinas sobre las surrealistas fórmulas para desaparecer los cuerpos de la disidencia: El vuelo, de Horacio Verbitsky y Recuerdo de la muerte, de Miguel Bonasso; la pesadilla fundacional: Operación Masacre, del gran Rodolfo Walsh (personaje en Continuum) y más recientemente A veinte años luz, de Elsa Osorio, sobre los niños —hijos de militantes— raptados y entregados a otras familias, o Una misma noche, de Leopoldo Brizuela.
En México, su equivalente, la novela de la guerrilla, ganó algunos premios (el caso de Salvador Castañeda), pero casi siempre circuló de manera discreta, a pesar de grandes estudiosos como Orlando Ortiz, Sergio Aguayo o Hugo Esteve Díaz (La Charola, Amargo lugar sin nombre).
Por esto, temáticamente, Continuum es un texto raro y anómalo. Para contar lo que pasó en aquellas décadas, lejano o cercano, hay que darse valor:
Todos han desaparecido. Como eternautas surgidos de la mente de su padre: se han esfumado y han partido a un continuum distinto. No puede siquiera imaginar el dolor que la noticia causará a su madre. Todavía no se sabe de los 30,000 desaparecidos, de los torturados, de los mutilados, de los bebés secuestrados y amputados de identidad, de los vuelos de la muerte. Regresa del sitio donde ha dejado la carta con alguien de confianza para que se la haga llegar a Elsa. Apenas ha abierto la puerta cuando siente el empujón y el golpe de una culata de pistola en la nuca. A Raúl lo habían sorprendido una hora antes, logró correr por algunas cuadras pero no aguantó. Quedó ahí tendido en la acera. A Estela la arrastran afuera, la llevan al exterior de un negocio y la fusilan en plena calle. Cae malherida, agonizante. Un vecino, contra todo el miedo que puede correrle en las venas, la levanta y la lleva hasta un hospital en Adrogué. Ahí muere. Los responsables se llevan el cuerpo y lo vuelven humo, vapor, fantasma. Se llevan también al hijo. El pequeño Martín que no alcanza a comprender qué es lo que pasa. Sobre todo al intentar ver entre las costuras de la capucha que los paramilitares le han puesto sobre la cabeza antes de meterlo al auto. Han decidido llevárselo al abuelo, para que mire lo que ocasiona la necedad de pensar por sí mismo. En otro sitio, a la misma hora, la madre Elsa abre la carta y comienza a leer. No reprime el llanto ni los gemidos. La carta huele a su hija. Si alguna creyera en ángeles y apariciones, seguro Estela estaría acariciando el pelo de repente encanecido de su madre. Ha quedado huérfana de hijos. Si es que tal cosa existe. Si es que hay una palabra que sirva para definir a aquel que se ha quedado solo en el mundo.
El gran pintor y grabador español Francisco de Goya y Lucientes (1746–1828), acucioso testigo él mismo de la guerra también, agregó en uno de sus aguafuertes la idea de que “El sueño de la razón produce monstruos”, una enigmática frase que aún no se ha terminado de descifrar, pero que sin embargo, entre los múltiples efectos visionarios del arte, podría bien dibujar aquel momento de abril de 1976 cuando la dictadura militar perpetró una masiva quema de miles de libros en la ciudad de Córdoba y un soldado dijo: “De la misma manera que destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana, serán destruidos los enemigos del alma argentina”. Ellos se citaban del lado de la razón y la civilización, esa que para Walter Benjamin no representara más que el reverso visible de la barbarie. (No es casual que la que está considerada como la primera novela de la literatura argentina, Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento, lleve también como subtítulo “Civilización y barbarie”).
Así, creo que el problema mayor para la merecida recepción de Continuum es el origen de su autor… ¿Qué hubiera pasado si un libro como éste —este libro— hubiera sido escrito por un autor argentino y publicado en el país sudamericano?
Sin embargo, el origen y el destino de los libros es siempre misterioso.
Continuum no deja de ser un producto narrativo frágil, áspero y sumamente intertextual e inquietante, ya que su autor tomó el riesgo no menor de poner en fricción dos materiales contrapuestos, sobre el caldero ambiguo del tiempo: las vidas infinitas de la imaginación, a contracara con las pesadillas de la razón. ®