Terminado el refrigerio, pasé junto a la puerta entreabierta de la patrulla policiaca. Fue inevitable voltear al interior. Ahí, sobre el piso, estaba alguien, desnudo, inconsciente, con la cara inflamada y con manchas como de moretones.
La Niña. I
Cuando el metro paró en la estación Balderas, donde bajan muchos y abordan muchísimos, quedaste justo enfrente de un maestro en camiseta con tatuajes de caballero águila, Chac Mool y la Santa Muerte, ésta impresa en la zona en que se localiza el corazón. Fue inevitable apreciarla de muy cerquitita: los ojos redondos y brillantes, la guadaña afilada, la capa que siempre la cubre. Pediste a tus dioses protectores que la corrida no se dilatara más, como a veces ocurre. El gusano subterráneo y naranja que a diario transporta a millones de usuarios arrancó. Demasiado tarde: la Niña Blanca te sonreía como nadie, los ojitos le brillaron como si, al fin, te hubiese encontrado. Supiste que no descenderías en la siguiente estación, Salto del Agua.
La Niña. II
Te sentaste a dos lugares de donde iba el niño de gorra azul de unos tres años con su madre. Nunca supiste si la criatura te veía a ti por encima del hombro de mami o si veía a la muchacha que iba adelante de donde te habías aplastado para llegar a la cita con tu cliente. La mamá vestía una blusa descubierta de la espalda, estamos a mediados de abril y el viento no impide un golpe de calor desde las diez de la mañana, anudada a la altura de la nuca. El nudo no oculta un tatuaje de la Santa Muerte mientras la portadora del dibujo, de anteojos para sol, charla con su acompañante de una edad cercana a la suya. También mujer.
El apóstol.
Sé que no estás preparado para una vida de humildad. Esta mañana te vi en el café Villarías, con un café y un cigarro, esperando que pasara un hombre sucio a quien ofrecerle tus servicios. Cuando viste al indicado le llamaste y lo invitaste a tu hotel. Cuando le quitaste los calcetines deshilachados viste sus pezuñas largas. Supiste que te habías equivocado, que no era el apóstol que pensaste. Que nunca le lavarías los pies ni le cortarías las uñas.
Las compras.
El miércoles pasé a recoger unos libros al callejón de Condesa, a un costado del Palacio de Minería. Mi proveedor llega a las seis am y yo pasé a verlo cerca de las once. Los demás libreros del callejón apenas empezaban a instalar sus tenderetes. Me detuve en uno donde vi un libro de Wittgenstein: lo tomé, lo revisé por si había algún defecto de encuadernado o de edición y para ver el precio. Todo en orden. En la mano derecha traía los libros recogidos con mi marchante y en esa misma mano puse el del filósofo austríaco. No vi a nadie que me atendiera, y así me fui.
El chaparro.
Como a todos los chaparros, me molesta abordar un transporte urbano sin asientos disponibles. Esta mañana tomé un camión para trasladarme a Chapultepec con todas las butacas ocupadas. Mi estatura no me permite tomarme del nudo de horca pues ni con un banquito alcanzaría. Así que me agarré de los respaldos a mi alcance. El atado de una mulata, terminado en cola, me empezó a molestar por sus movimientos al parecer sin control, miraba hacia un lado y hacia otro, como nerviosa al imaginar que un desconocido la toqueteaba. Pobrecita. Fueron tales sus nervios que terminó por contagiarme. Hasta que discretamente saqué de la bolsa del saco el cricket.
El refrigerio.
uno. Pronto hará un año de que un incendio acabó con los comedores del mercado de San Juan, hecho del que me enteré por la prensa en Dogville. En cuanto bajé en la central camionera del norte me trepé a un trolebús que me dejó a la entrada. Con las maletas entré y corroboré el desastre antes de salir deprimido. Durante la cuaresma el lugar es de los pocos que preparan en el rumbo los romeritos con un sabor único, aunque de jueves a domingo los locales cierran y todos regresan ya a Veracruz, Guerrero, Oaxaca o el Estado de México, de donde son originarios, a cumplir con su religión. Costumbre que se repite en varios puestos de comida del país.
Como no había mesas ni sillas, salí a recetarme el desayuno al teléfono de la esquina, de pie. Ahí en la esquina, cerca de los teléfonos públicos, estaba una patrulla de la delegación con dos uniformados que, al igual que yo, desayunaban en una pausa.
dos. Ese jueves santo no quise asomarme al mercado. Así que entré por vez primera a la panadería La Pilarica a ver si encontraba empanadas de cuaresma o sánduiches; la empleada que colocaba las charolas en los exhibidores me señaló la sección de tortas y cuernitos. Escogí un cuernito relleno de jamón, queso blanco, mayonesa, cebolla, tomate y tornachiles. Me fui al Seven Eleven de la esquina y me serví un café caliente. Como no había mesas ni sillas, salí a recetarme el desayuno al teléfono de la esquina, de pie. Ahí en la esquina, cerca de los teléfonos públicos, estaba una patrulla de la delegación con dos uniformados que, al igual que yo, desayunaban en una pausa.
tres. Terminado el refrigerio, pasé junto a la puerta entreabierta de la patrulla policiaca. Fue inevitable voltear al interior. Ahí, sobre el piso, estaba alguien, desnudo, inconsciente, con la cara inflamada y con manchas como de moretones. También me fue imposible, al pasar y sin detenerme, dirigir la atención instantánea en el sexo para precisar la magnitud del crimen. Sin decir nada, sin parpadear, con la respiración detenida, con miedo, seguí mi camino. Me fui a los baños públicos del mercado. Pero antes de llegar me ganaron los arqueos frente al impulso animal de volver lo recién tragado. Lo hice en una fila de truenos, esos arbolitos enanos y de ornamentación, que no sé si se marchitaron con la bilis negra que expelía. En cuanto cubrí la cuota de entrada a los sanitarios, busqué el espejo del lavabo. Tenía el semblante de alguien que acaba de llorar, de un paciente que, al fin, emergía del océano de la enfermedad. Al salir, ya un poco sereno y con el rostro lavado, caminé a la sección de alimentos y, al igual que el año pasado, comprobé que los locales ya estaban reacondicionados y recién pintados. Pero no había servicio por la temporada.
El cajero.
No siempre las vacaciones resultan a pedir de boca. Antes de mi regreso a Dogville pasé a un cajero automático de Banamex a retirar fondos para las últimas horas antes del viaje. Cuando la pantalla me pidió mi número de celular —que nunca me he grabado—, debí inventarlo; pero luego me pidió la clave, NIP, de mi cuenta: anoté los cuatro dígitos que me dieron en “servicios al cliente”, pero la maldita máquina me pidió seis. Quise salir silbando, pero me distrajo una mujer joven acostada sobre cartones y periódicos y con una bolsita de polietileno quizá con algún solvente industrial. Estaba dormida. Junto al cuerpo inconsciente estaba una criatura de escasos años con una teta y hablando sola, como platican los niños. Al verme, el crío hizo a un lado el biberón y con los bracitos extendidos me dijo: “Papi, papi…” ®
María de Jesús Salazar
Uriel:
Sigo tu escritura, aunque no te lo haga saber.
La comejenera todavía sigue en mis pensamientos y ahora esto!!.Y como comején sigue destruyendo la «vida rosa» de la gran «metrópoli».
Besos
MJ
Pilar Alba
Muy buenos textos, a ver si leyéndolos aprendo algo.
H barrero
«Grabados» como si Goya los hubiera escrito. Uriel los pinta en blanco y negro, rabiosos, descarnados, lacerantes.
La Jael
Los había leído por separado. Ahora que los leo acumulados me agobia una sensación de vacío. Lo cual es raro porque tú, al contrario, ahora tienes un libro más y hasta un nuevo hijo.
Fernando Andrade
No pos sí, en tu juicio final la confesión de haberte robado un libro -es un decir; cientos-, te valdrá una milésima de infinito de descuento de tiempo en el infierno.
javier
Tan imbuido a un interminable proceso reeducativo -los viajes atrofian-, debiste de haber llevado contigo a tu avanzado alumno de primeras letras, hoy derrotado candidato a alcalde, y enseñarle que el proceso de civilización no está en el esclerótico catecismo de las comunidades espirituales. Bien Poeta. De paso esa criaturita del biberón habría encontrado a papá y mamá.
Un saludo pasado por lluvia.