Cada función de ópera en Ciudad Juárez suena a milagro, pero el fenómeno se ha asentado tanto que desde hace cinco años el primaveral Festival Ópera en el Desierto, celebrado en el Centro Cultural Paso del Norte, ubicado en la zona Pronaf de la ciudad, es la única posibilidad que tiene un melómano de ver en México dos producciones operísticas distintas en una semana.
La edición 2012 del Festival, que organiza la Orquesta Sinfónica de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (OSUACJ), presentó en mayo Don Giovanni de Wolfgang Amadeus Mozart (21) e I pagliacci de Ruggero Leoncavallo (26); ante todo, las funciones permitieron confirmar un fenómeno atípico en la historia de la ópera que debería ser el gran orgullo del arte nacional en el siglo 21: los juarenses no se acercan a las voces para criticar sus agudos, afinación y resistencia, ni juzgan la homogeneidad y textura del sonido orquestal; tampoco presumen su ropa en el teatro ni buscan pareja durante los intermedios. Desde hace seis años están atrapados entre brutalidad y venganza. El país los aisló. Que alguien les lleve arte lírico en tiempos de guerra les ha dado esperanza.
Lejos de ser sinónimo de progreso, esplendor y paz, la ópera en Juárez surge de un infierno de muertes para ofrecer salidas hacia la vida, y los juarenses la reciben agradecidos, como una mujer herida a la que sorprenden con una rosa.
Don Giovanni, vanidad y desgracia
Don Giovanni es una comedia construida mediante el contraste de escenas trágicas con hilarantes; la protagoniza un gigoló vacío, sin aria en la que exponga su alma, que lo conocemos gracias a lo que dicen de él su criado Leporello y tres mujeres a las que ha engañado, Anna, Zerlina y Elvira.
El sonido de la OSUACJ, constituida por jóvenes egresados de la carrera de música de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ), músicos del norte del país (principalmente de Chihuahua capital) y provenientes de Texas (que ocupan sobre todo posiciones en la sección de alientos), exploró los contrastes de la partitura.
Su director, Carlos García Ruiz, redomado mozartiano (basta recordar Las bodas de Fígaro que dirigió en Cuernavaca el verano pasado), se dedicó a transmitir ese ir y venir del espanto a la carcajada, del miedo a la sonrisa, que hace de esta obra un genial enigma que no deja de divertir al tiempo que arroja preguntas trascendentes sobre la vida después de la muerte (El espíritu del Comendador regresa a la tierra en forma de estatua animada para vengar el honor de su hija), el vacío existencial (tras un día de fracasos Giovanni decide suicidarse) y el amor como fuerza invencible (Elvira ama a Giovanni más allá de cualquier humillación).
La seriedad, solvencia y sensibilidad de la orquesta contrastó con el errático actuar del elenco. Y fue un problema de actitud, no de voces. De hecho, el inicio fue prometedor, con Josué Cerón (Leporello) y una vigorosa “Notte e giorno faticar”; tal vez el personaje es demasiado grave para él, pero cantó el aria con verdadera pasión psicológica, preocupado por transmitir la riqueza emocional de un criado miedoso, quejón y noble, con un corazón donde el odio hacia su amo se confunde con admiración. Josué es un buen actor bufo; exagera, como es su deber, pero de una forma contenida y clara; escoge con cautela gestos y movimientos, y su cuerpo sirve sin protagonismo a la voz.
Lejos de ser sinónimo de progreso, esplendor y paz, la ópera en Juárez surge de un infierno de muertes para ofrecer salidas hacia la vida, y los juarenses la reciben agradecidos, como una mujer herida a la que sorprenden con una rosa.
Oziel Garza-Ornelas fue Giovanni y tuvo un inicio atronador, incluso opacó a Josué; su voz corría rauda y grande por todo el teatro, transmitía vida alegre y sanguínea, perfecta para presentar a su personaje, pero a la mitad de la obra, cuando lo atrapa el capricho por la adorable campesina Zerlina, algo pasó que rompió su concentración y todo comenzó a salir mal: forzó la voz y se escuchó incómoda, estridente; se adelantó a la orquesta, encimó las palabras, forzó más y siguió forzando hasta que la voz le cobró factura por tantos descuidos y durante la última media hora no dio agudo sin gallo.
Pudiendo seguir a Leporello en el camino del control y la seriedad, Octavio (Óscar Roa), Anna (Alejandra García Sandoval) y Masseto (Óscar Velázquez), deseosos de secundar a un aristócrata y no a un sirviente, caminaron en dirección contraria, hacia el caos y la distracción de Giovanni, con resultados desastrosos. Se equivocaron demasiado: entradas en falso, desafinaciones constantes, olvidaron la letra del libreto, y la cúspide del desatino aconteció cuando el primer acto estaba por terminar.
Se cerraron las cortinas y Anna debía salir a recitar pero pasaron treinta segundos con el escenario vacío y el clavecín sonando; de las piernas del escenario salían murmullos; ¿y la soprano?, ¿qué le habrá pasado? Masseto se paró en el centro del escenario y justo cuando iba a decir algo Giovanni salió por él y se lo llevó; el escenario siguió vacío veinte segundos. El clavecín seguía sonando. Por fin Anna salió. ¿Por qué dejó el escenario vacío un minuto?, ¿crisis nerviosa, perdió la voz, se desmayó?; resulta, según trascendió después, que se quedó en su camerino peinándose.
En cambio Elvira (Verónica Murúa), el Comendador (Daniel Cervantes) y Zerlina (Laura Arzaga) siguieron a Leporello hacia el profesionalismo y el respeto. Aunque el ridículo global era insalvable, se preocuparon por hacer lo suyo bien y sus personajes fueron intensos y entrañables, especialmente Elvira: cada que aparecía el público la compadecía; primero sólo reveló el odio a Giovanni, luego debajo del odio surgió la esperanza por recuperarlo, y al final la imposibilidad de su ilusión la arroja a los brazos de la locura.
Payasos, estrellas e ilusión
Tal vez la popularidad de Payasos se debe a que su autor, Ruggero Leoncavallo, expresó la tragedia de un hombre, Canio, en cuyo corazón la comedia se ha confundido con la realidad a través de música vigorosa y directa, de matices sensuales pero siempre clara y centrada en líneas vocales herederas de la intensidad verdiana y precursoras del movimiento verista italiano que no piden belleza sino emoción descarnada.
Canio es uno de los roles estelares en el repertorio del tenor José Luis Duval. Lo interpreta cada año y críticos del mundo alaban la calidez de su voz y técnica refinada; también coinciden que su cuerpo falla al acentuar la expresión de la voz, que el canto estupendo se apaga un poco por la mala actuación.
Sin embargo, en Juárez José Luis actuó tan bien que no sólo transmitió a un Canio atormentado por los celos al borde de la locura, sino que llevó el trazo psicológico del personaje a dimensiones que pocos cantantes exploran, por ejemplo los recuerdos infantiles y el deseo de amarrar a Nedda embarazándola.
Inspirados por un Canio extraordinario, Nedda (Enivia Mendoza), Tonio (Jehú Sánchez), Beppe (Aníbal Acevedo) y Silvio (Jesús Suaste) coronaron una función que por su calidad vocal internacional (extensible al coro de estudiantes, preparado por Carlos García Ruiz) es probable que sea la mejor de todas las 24 que en seis años se han montado en Juárez.
La voz de ella es ligera, de agudos fáciles, y al tiempo dramática, de una intensidad que naturalmente se aparta de la estridencia y se dirige a la expresión. Atrae en escena, no busca lucir a la fuerza y en los duetos es comprensiva con el tenor; por momentos su actitud discreta provoca la sensación de que puede desaparecer, pero es un engaño: velada y sutilmente su canto se va filtrando dejando una grata y extraña impresión, que tal vez no provoca una ovación de pie durante diez minutos pero días después regresa como un recuerdo musical permanente.
Jehú es una bestia de los escenarios, expresión con que hace años se definió a sí mismo Plácido Domingo en una entrevista para Pro Ópera. Cuando canta da la impresión de retar solo a legiones enteras y poder vencerlas; tal es su fuerza y seguridad. Su Toño inspiró asco pero también terror y provocó un efecto dramático que pocas veces funciona así de bien en Payasos: cuando Nedda lo golpea con un látigo como a un animal de carga y le dice que parece un engendro jorobado, su actitud, de odio negro y silencioso, llenó el teatro de la terrible certeza de una venganza inminente.
Desde la temprana grabación que hizo de “Las estaciones” de Haydn con Zoltan Rozsnyai en 1988 hasta la celebración de sus treinta años de carrera profesional cantando Rigoletto a mediados de julio en Cuernavaca, Jesús Suaste es sinónimo de excelencia; el partiquino de Silvio, cuya presencia es permanente de una manera abstracta (para Nedda es liberación, para Canio tragedia) lo cumplió con seriedad y aplomo; el hecho de viajar a Juárez para cantar cinco minutos siendo de los barítono mexicanos más cotizados en el mundo habla de su compromiso con este capítulo tan importante del arte nacional de dar ópera en tiempos de guerra.
Cobijado por tres estrellas, el joven Aníbal Acevedo, estudiante del último semestre de la licenciatura de canto de la UACJ bajo la tutela de Laura Arzaga, interpretó un Beep simpático y tímido y cantó la serenata con tanto ímpetu y vigor expresivo que se llevó, después del aria de Canio, la ovación más desbordante de la velada, en parte por sus méritos artísticos y en parte por ser el de casa. La belleza natural de su voz es cálida y plañidera, provoca una sensación íntima y de tristeza que resulta bastante única. Su potencial como cantante es enorme.
Propuestas claras y tradicionales
Óscar Tapia dirigió escénicamente ambas producciones. Estuvo al lado de Carlos García Ruiz en la primera ópera que se montó en Juárez (La Serva Padrona, Pergolesi, en 2006) y lo ha acompañado a lo largo de las 24 que desde entonces se han producido (un promedio de cuatro al año, el más alto a nivel nacional sólo después de la Compañía Nacional de Ópera, con seis).
Óscar Tapia ha sido el director de escena en todas. Esta continuidad artística le brinda dos cosas atípicas en México: trabajo constante en el ambiente lírico y la posibilidad de ir desarrollando en un mismo teatro sus conceptos e ideas.
Su trabajo en Juárez se distingue por no buscar el protagonismo. Evita confundir: ni reinventa historias ni explora nuevas facetas de los personajes; se limita a clarificar la acción con propuestas claras y tradicionales, lo cual es de agradecerse si se toma en cuenta que una buena parte de los juarenses que acuden a las funciones están ahí para ver su primera ópera.
A Giovanni lo sacó de Da Ponte y a Canio de Leoncavallo; sus referencias escénicas fueron las acotaciones originales y las notas musicales. Esta última característica es de resaltarse, pues no todos los directores de escena saben leer música y por lo tanto es frecuente ver propuestas donde lo que pasa en el escenario contradice los mensajes de la orquesta.
Aquí no es el caso; con Óscar Tapia todo estuvo en su lugar, y se comprobó durante el baile del segundo acto en la mansión de Giovanni; tras el brindis (Viva la libertad) comienzan a interpretarse diferentes bailes y la dirección de escena fue precisa en corresponder las coreografías con el género y los intérpretes según su posición social: minué para los aristocráticos Ana, Elvira y Octavio; contradanza para la burguesía que Giovanni baila con Zerlina (él desciende un escaño social y permite que ella lo suba), y una tirolesa para las clases bajas.
El diseño de la escenografía estuvo a cargo de Roberto L. Villalobos y su equipo de trabajo: jóvenes estudiantes de la UACJ que todas las funciones atienden a los asistentes implacablemente vestidos (ellos de traje, ellas de vestido). Aunque modestas, las estructuras de madera sirvieron para ambientar las escenas y facilitar la narración escénica. ®