¿Por qué no hubo un juicio justo a Osama bin Laden, como si se trató de hacer con el ex presidente serbio Slobodan Milošević?
Parece ser que Osama bin Laden murió hace un par de años. Escuché el comentario una tarde durante una charla con amigos. Así, de la nada, uno de ellos puso la conspiración sobre la mesa. Según sus fuentes, el hombre más buscado del mundo ya estaba muerto antes de que pudiésemos ver las caras de Hillary Clinton y Barack Obama preocupados ante un monitor en espera de ver cómo se sucedían los hechos que llevaron a la posterior fotografía, la del rostro ensangrentado de un hombre de rasgos árabes.
Hace poco vi circular, en un correo cadena, esa foto de los líderes del gobierno de Estados Unidos. Mi hermana me lo envió porque le pareció que me interesaría ver un forward titulado “Fotos históricas poco conocidas”. Entre otras estaba la de Mick Jagger con Bob Marley, fumados hasta la coronilla; una de Adolf Hitler con el papa; la de John Lennon dando un autógrafo a su asesino y aquella toma famosa de una niñita desnuda huyendo asustada de unos soldados durante la guerra de Vietnam. La que se titulaba “Muerte de Osama bin Laden” mostraba ésa, la de Obama, Clinton y allegados angustiados, con sus quijadas tensas, las cejas curvas, la mirada fija en algo mucho más grande que ellos.
Tienes que ser muy hijo de puta para que te mate el premio Nobel la Paz
Harold Pinter, premio Nobel de Literatura 2005, dijo una vez que el tribunal que había juzgado a Slobodan Milošević era totalmente ilegítimo, que no se podía considerar serio y que la defensa del ex mandatario yugoslavo era sólida, convincente e irrefutable. Milošević estaba acusado de promover una guerra que buscaba la limpieza étnica con el propósito de crear un Estado serbio puro. El Tribunal Internacional de Justicia de La Haya comenzó el juicio en 2002 y el ex mandatario murió en 2006, sin que se dictara ninguna condena.
A pesar de las marionetas y los titiriteros, el juicio por aquella guerra en los Balcanes lo que abrió fue un espacio para el debate. La discusión acerca de una presunta responsabilidad en una matanza del tipo “limpieza étnica”.
Independientemente de la solidez de una defensa como a la que pudo acceder Milošević, o de que su delitos fuesen de carácter menor, la historia marca que él era el gobernante cuando se cometieron esos crímenes de guerra hoy catalogados oficialmente como genocidio. El número oficial de fallecidos durante la masacre de Srebrenica, por ejemplo, es de 8,373, aunque se habla de que la cantidad exacta continuará seguramente siendo una incógnita. En aquel 1995, durante la guerra de Bosnia, se buscó especialmente la eliminación de los varones musulmanes de origen bosnio, aunque la muerte alcanzó a mujeres, niños, ancianos y adolescentes, sin hablar de los miles de desplazados y las incontables pérdidas materiales que incluían posesiones de valor personal.
Bajo esta perspectiva, aun con la condena que se le hubiera podido dar a Milošević si éste no hubiera muerto, lo que es indudable es que a ese hombre se le concedió una versión de lo que podría considerarse un juicio “justo”. Incluso cuando Milošević se rehusó a nombrar abogados defensores, la corte le asignó un equipo de defensores para asegurar ese juicio justo. En realidad, la sorpresa que nunca llegó vendría con la condena al ex mandatario, ya que se daba por asegurado que se le declararía culpable. ¿De qué? Aquí el debate se abre, ya que hay voces que opinan que fue mejor que muriese, ya que ni el circo montado por el tribunal de La Haya otorgaría pruebas suficientes para condenarle por crímenes contra la humanidad.
A pesar de las marionetas y los titiriteros, el juicio por aquella guerra en los Balcanes lo que abrió fue un espacio para el debate. La discusión acerca de una presunta responsabilidad en una matanza del tipo “limpieza étnica”. Tan es así que el general Farkas, jefe de seguridad del Ejército yugoslavo, declaró en su testimonio que cuando Milošević fue informado de los crímenes cometidos por reservistas de la policía se puso furioso y pidió que se castigase a los culpables de la milicia de los Escorpiones por cómo habían actuado en Kosovo.
El juicio al mandatario serbio duró años enteros, se le permitió decir lo que tuviese que decir —obviamente bajo las reglas de quienes lo juzgaron—; incluso tuvo acceso a micrófonos y a los oídos del mundo. El juicio de este señor pasó a la historia como algo más de lo que se tenía que hacer, un ejemplo de que en el mundo aún existe la justicia divina. Milošević murió sin condena, pero con lo que le correspondía como entierro. Lo sepultaron en el jardín de su casa en Požarevac tras un homenaje en la avenida central de la ciudad y ante una multitud de al menos 50 mil personas. Su tumba tiene una lápida con su nombre grabado en oro. El día del entierro en Belgrado, la capital serbia, se había levantado un templete en su honor para despedirle.
Hasta un agitador como Milošević merecía un descanso eterno.
Según un testimonio de la periodista de The Guardian, la especialista en los Balcanes Eve-Anne Prentice, Osama bin Laden habría estado en Bosnia en 1994 visitando al presidente Izetbegovich. Prentice describió que lo vio entrar con escolta al despacho del mandatario. Su historia fue considerada irrelevante para el juicio de Milošević, y lo fue aún años después, cuando Bin Laden ya se había implantado en los retrovisores de todo el mundo. Irrelevante, al parecer, que “Occidente” utilizara a Bin Laden para atizar la guerra en los Balcanes. Tan irrelevante para probar la complejidad de la guerra de Yugoslavia como para destacar que Bin Laden trabajaba para el gobierno estadounidense. Este hecho, de no haber pasado al gran saco de las “teorías conspirativas”, sería un factor esencial a la hora de decidir qué se hace con alguien como Osama bin Laden.
Es más peligroso un tonto con iniciativa que un listo perezoso
De aceptar el hecho de que fue efectivamente un hombre llamado Osama bin Laden quien orquestó el ataque a las Torres Gemelas como venganza a lo que estaba haciendo Estados Unidos en el mundo islámico, podríamos concluir que ese hombre hizo lo que tenía que hacer, lo “suyo”.
En 1988 un joven Osama bin Laden, recluta del gobierno estadounidense, creó una base de datos llamada “Al Qaida”, traducible como simplemente “La base”. Esta lista contenía la información de alrededor de 35 mil personas antisoviéticas que habían luchado en la guerra de Afganistán, una guerra en la que Estados Unidos había invertido millones de dólares con el fin de ganar la Guerra Fría y detener la influencia soviética en Asia. De hecho, fue la misma CIA la que aseguró que la ayuda estadounidense a las brigadas islámicas ya se producía antes de que la URSS entrara en Afganistán.
El perfil de Osama bin Laden es complejo. Se trata de un ex agente de la CIA que además ostentaba un título universitario en Administración. Por si fuera poco, había heredado una fortuna de unos 300 millones de dólares de su familia. ¿Qué podía faltarle a este joven impetuoso? Una motivación, un “infiel” a quien declararle la guerra. Es obvio que en el momento en que tuviera un objetivo que redimiera sus aspiraciones e ideales personales, haría lo que tenía que hacer, lo suyo.
La CIA, en conjunto con los servicios de inteligencia de Paquistán, entrenó a cientos de mujaidines no sólo en el combate armado y las estrategias de guerra, sino también en el mismo Islam. Se les abrieron los ojos ante la amenaza que significaba el comunismo y su ateísmo para la cultura musulmana; se les mostró claramente las violaciones cometidas a la religión por las tropas soviéticas y se les enseñó a hacer la guerra para defender la espiritualidad basándose en las mismísimas palabras de Mahoma. Estados Unidos buscaba que Afganistán reivindicara su independencia social, cultural y política derrocando al gobierno de izquierdas que estaba alineado con Moscú.
Estados Unidos puede patrocinar a las milicias afganas para “liberar” a un pueblo oprimido al otro lado del planeta, pero un ricachón cualquiera no puede invertir para liberar al suyo.
No eres nadie si no estás en internet
Ya desde mediados de la década de los noventa el nombre de Osama bin Laden comenzaba a figurar en la prensa mundial. Se hablaba de que este magnate había invertido dinero para patrocinar actos violentos en Europa, África y Oriente Medio. Los actos “terroristas” de 1993 en el World Trade Center de Nueva York ya eran atribuidos a aquella base de datos llamada “Al Qaida”.
Ya desde mediados de la década de los noventa el nombre de Osama bin Laden comenzaba a figurar en la prensa mundial. Se hablaba de que este magnate había invertido dinero para patrocinar actos violentos en Europa, África y Oriente Medio. Los actos “terroristas” de 1993 en el World Trade Center de Nueva York ya eran atribuidos a aquella base de datos llamada “Al Qaida”.
En realidad, al gobierno estadounidense le vino como anillo al dedo un atentado como el de Nueva York. Tenía todos los componentes que se necesitaban para hacer funcionar la fórmula; química pura y dura con las cantidades exactas. Se trataba de sacrificar un gran número de personas inocentes a manos de una figura venida del mismísimo infierno. Porque los entrenadores de la CIA conocían y enseñaron a amar el Islam, pero el pueblo estadounidense no puede ver más allá de su cajita feliz, así que se tragaron la analogía como engullen una Big Mac.
Al margen de quién fue el verdadero cerebro detrás de la caída de las Torres Gemelas, le funcionó a Estados Unidos para limpiar su imagen y ganar tiempo y terreno. En un juego de ajedrez, este país es el típico jugador cuya estrategia es la de sacrificar al peón. Y le funciona. ¿No se hundió el Lusitania, no hubo un Pearl Harbor?
Hay un antes y un después de la caída de las Torres Gemelas. Ahora parece que nadie se acuerda dónde estaba el mundo antes de que existiera Osama. Pero si retrocedemos un poco, es fácil saber que para 2001 el gobierno de Estados Unidos se enfrentaba a una carencia de credibilidad que quizá sólo se había visto cuando el pueblo estadounidense pidió masivamente el fin de la guerra de Vietnam.
Para finales de los noventa el rechazo a la invasión de Irak no decrecía. Al contrario, aumentaba conforme iban apareciendo otros grupos disconformes con las políticas estadounidenses. Ya nadie se comía el cuento de que Estados Unidos era el salvador del universo. Los abusos a los inmigrantes, las catástrofes ambientales, el machismo preponderante, la diferencia social y económica, la represión a la libertad sexual y de expresión dejó muy mal parados a los gobiernos de George Bush padre y Bill Clinton. El mundo se enteró de que las cosas en el imperio no iban tan bien, de que había grupos de ideales alternativos dentro de la que parecía una sociedad entumecida. Gracias a la repercusión mediática todos seguimos este hastío tras grandes eventos como las revueltas de la cumbre de la Organización Mundial del Comercio en Seattle en 1999. Muchos además tuvimos acceso a los textos de Noam Chomsky y Naomi Klein, y la comercialización y popularización de productos culturales críticos como los filmes, por ejemplo, de Michael Moore, alcanzaron a una juventud medianamente educada.
Sin embargo, tras caer las Torres Gemelas la gente abandonó la lucha y se confinó en sus casas, preocupada, temerosa. Las calles volvieron a convertirse en un territorio hostil, el fantasma del ántrax recorría el mundo prometiendo una muerte lenta y dolorosa. Todo por culpa del famoso Osama bin Laden, el rostro del mal como nunca lo habíamos visto: en todas las portadas de los periódicos, en la tele, en YouTube, en la bandeja de tu propio correo electrónico. La cara de ese señor se convirtió en el reflejo de todos los vicios de la humanidad, de la humillación, de las violaciones. Su contexto se equiparó a una cloaca, a un mundo donde las mujeres tienen que ir envueltas en una manta, donde se le reza a dioses obscenos, donde se hablan lenguas de sonido inconexo. Y eso que hacía unos quince años apenas que para el gobierno de Estados Unidos el Islam era el paraíso perdido, la Coca-Cola enmedio del desierto.
La guerra que todavía se libra en Afganistán fue asegurada por la simple existencia de Osama bin Laden. El terrorismo prácticamente nació el día en que su nombre llegó a los titulares de los periódicos del mundo. Y como ya pasaron diez años desde el 11-S, había que matarlo porque ya estorbaba y ya era irrelevante. Ya todos tenemos claro dónde se esconde el mal en su estado más puro: en “Al Qaida”. Lo dijo Hillary, “La batalla contra Al Qaeda continúa y no terminará con la muerte de Bin Laden”. Lo que en otras palabras significa que la guerra será perpetua.
Alexis de Tocqueville dijo que Estados Unidos era capaz de “exterminar la raza india […] sin vulnerar un solo gran principio de moralidad a ojos del mundo”. No se equivocaba. ¿O acaso alguien puede siquiera imaginarse a George W. Bush sentado en un banquillo, acusado y señalado tal y como se hizo con hizo Milošević?
Con la vara que mides serás medido [risas]
¿Cuál es la diferencia entre bin Laden y Milošević? ¿El número de personas que murieron bajo sus órdenes? ¿Los métodos con que trataron de consumar sus ideales? ¿La nacionalidad? No. La gran diferencia entre estos dos parias ha sido con quién se metieron. No es lo mismo el genocidio orquestado y no se encuentra al mismo nivel que tirar dos edificios en Nueva York.
Mucha gente ya hace tiempo que critica las reglas del juego que ha impuesto Estados Unidos. Se habla de mucha hipocresía, de la aplicación de un “doble rasero”. Noam Chomsky, en su libro Estados fallidos, habla de que esa moral no es doble sino única además de unilateral. Estados Unidos ha juzgado duramente a sus enemigos de una manera que no se veía desde los tiempos de la Inquisición. Ha ejecutado a las personas que le molestaban incluso públicamente, como en el caso de Sadam Hussein. Ha masacrado a otros sin un juicio previo con todas las de la ley.
Se supone que todo el mundo es inocente hasta que no se demuestre lo contrario. Antes de declarar culpable a Milošević, alguien tuvo que demostrar que lo era. Osama bin Laden —así haya muerto en 2011 o hace un par de años— nunca tuvo la oportunidad que tuvo Milošević: tener un abogado, exponer sus ideas, justificar sus actos. ¿Cuál es la diferencia entre bin Laden y Milošević? ¿El número de personas que murieron bajo sus órdenes? ¿Los métodos con que trataron de consumar sus ideales? ¿La nacionalidad? No. La gran diferencia entre estos dos parias ha sido con quién se metieron. No es lo mismo el genocidio orquestado y no se encuentra al mismo nivel que tirar dos edificios en Nueva York. No vale lo mismo un serbio, un bosnio o un musulmán que un estadounidense. ¿Hablamos ahora de limpieza étnica?
“Es de interés nacional estadounidense que los individuos responsables rindan cuenta de sus actos” (Resolución del Senado y de la Cámara de Representantes estadounidense en el décimo aniversario de la masacre de Srebrenica)
Quizá lo que Milošević no describió nunca públicamente fue esa sensación de plenitud que sintió al ver cómo el imperio que estaba creando para su gente se convertía en una realidad más allá de lo imaginable. No nos compartió los escalofríos que tuvo cada vez que en su mapa se ampliaba la línea de los terrenos de su paraíso, pero no es difícil imaginarlo. Es fácil saber que cuando uno se mira al espejo y ve exactamente lo que quiere ver, se siente Dios.
En 1989 el entonces presidente de la República Socialista de Serbia dio un discurso para conmemorar el 600 aniversario de la Batalla de Kosovo, en la que los serbios medievales fueron derrotados por el Imperio Otomano. Las palabras de Milošević, que ensalzaban las virtudes del pueblo serbio, fueron ovacionadas por un millón de personas, pero atizó las profundas tensiones de carácter étnico que había en la entonces República Socialista Federativa de Yugoslavia. A pesar de que Milošević defendió que sus palabras habían sido tergiversadas, el discurso fue considerado premonitorio de la posterior caída, no sin derramamiento de sangre, de Yugoslavia.
Me pregunto si alguna vez tendremos al menos una traducción correcta de los famosos videos de Osama bin Laden desde esas cuevas terregosas donde supuestamente reivindicaba el derecho a matar en nombre de Alá. Me pregunto si alguna vez toda esa supremacía estadounidense que prepondera en los discursos de cada uno de los que asumen el control de la Casa Blanca serán condenados por incitar a la violencia, al racismo y al genocidio.
¿Qué habría dicho Osama bin Laden de haber tenido un juicio? ¿En qué se habría basado su defensa? ¿Qué perdía Estados Unidos si le dejaba hablar? ¿Millones y millones de dólares invertidos en maquinaria propagandística? Abajo se vendrían las superproducciones de Hollywood, las sonrisas de Ronald McDonalds, el gran sueño americano. Osama bin Laden no era merecedor de un micrófono que le aumentara la potencia a sus palabras, tal como no fue ni merecedor de un funeral. Porque tal vez entonces, a los ojos del mundo, él habría hecho lo justo, lo que le correspondía, lo suyo. Por eso, la imagen que quedará para la posteridad en los libros de Historia es la de los valientes líderes de la lucha contra el terrorismo. Osama ni siquiera fue protagonista de su propia muerte. Los rostros que nos quedan de ese día son los de Hillary Clinton y el premio Nobel de la Paz, Barack Obama.
Échale Raid al animal
Hay un ser despreciable y vomitivo. Se adapta a cualquier condición, a cualquier clima. Es extremadamente fuerte pero ha sido relegado a vivir en la suciedad, en la inmundicia. Se alimenta tanto de la mierda del mundo como de un manjar recién hecho. Se le ha hecho poblar las cloacas, hacer de las alcantarillas un hogar, respirar cualquier cosa, defenderse de cualquier tempestad. Ha sido pisoteado, mutilado, envenenado. Y sin embargo, se reproduce con abundancia y convive con nosotros incluso dentro de nuestras casas. Es un ser inmortal, ágil, arrogante y seguro de sí mismo, pero también tiene hambre, mucha hambre, ansias de vivir y un instinto que motiva su permanencia y maleabilidad.
A pesar de saber que incluso este ser sobrevivirá a un ataque nuclear, los humanos no le tenemos el más mínimo respeto. Anhelamos una vida eterna que sólo él puede tener, pero la buscamos en otras partes, en ficticias fuentes de la eterna juventud. Puro placebo. Queremos ser inmortales, pero nos rehusamos a aceptar que para serlo hay que convertirnos en eso: en cucarachas.
Así como Bin Laden, la cucaracha que es encontrada en la cocina de cualquier hogar común muere sin ningún análisis de conciencia previa. Incluso, la premisa es eliminarla lo más rápido posible, a ella y a toda su posible decendencia. Blindar tu hogar para que no entren más como ésa nunca más. Y tener siempre un arma preparada para atacar en caso de “legítima defensa”.
La única gran diferencia es que Osama bin Laden no era una cucaracha. ®
Bernardo Masini
Le llego muuuuy tarde a tus textos, Ale. Al grado de no encontrar algo para decirte, dado que estas cosas pasaron hace ya buen rato. Pero lo que hace muy amena la articulación de este texto son los títulos que le pusiste a los subapartados. De veras predisponen para entrarle con jocosa sagacidad al cuerpo del texto.