¿A cambio de qué se pacta con el diablo? Según Freud, el hombre busca sobre todo dinero, poder y placer, aunque escribió un artículo sobre un hombre que lo hizo para dejar atrás su depresión. Mientras tanto, las mujeres posesas cuyos procesos inquisitoriales que reconstruyó el historiador Jules Michelet lo hicieron por aburrimiento, por celos, por desesperanza.
Uno de los textos menos conocidos de Sigmund Freud, fuera del mundo psicoanalítico, es El caso del pintor Cristóbal Haitzmann. Una neurosis demoníaca (Buenos Aires: Argonauta, 1981). Se trata del análisis que hizo de un pintor del siglo XVII que dijo haber vendido su alma al diablo en dos ocasiones.
Atormentado por los demonios, pidió ayuda al convento de Mariazell. Tras varios exorcismos, por intercesión de la virgen María, el demonio le devolvió su contrato firmado con sangre. Casi un año después sufriría de nueva cuenta los tormentos del demonio y reconocería que había firmado un contrato anterior, escrito en tinta. Y nuevamente, la virgen lo salvó.
Terminó renunciando a su vida secular y de pintor para hacerse monje. Vivió tranquilamente hasta el final de sus días, excepto cuando bebía mucho y lo visitaba su demonio.
El análisis de Freud se basa en El trofeo de Mariazell, que incluye, entre otros documentos, el diario del pintor poseso desde la época de su redención (en 1677 y hasta el 13 de enero de 1678) y el documento Trophaeum, que incluye el informe del abad Francisco de Mariazell y San Lamberto que da fe sobre la veracidad del milagro, además de una introducción de un compilador que firma con la siglas P.A.E.
Freud reconoce que uno de los elementos que más le sedujo del manuscrito es la resemblanza que el caso hacía del mito de Fausto.
El pintor, de acuerdo con Freud (que analiza el manuscrito en 1923), enferma por la muerte del padre. Entonces Haitzmann es presa de una fuerte melancolía que no lo deja trabajar.
Para Freud (que cree en el psicoanálisis y no en la posesión) el diablo representa a ese padre que no puede morir. Es entonces una posesión por el padre, que en los delirios del Haitzmann se presenta con pechos de mujer y miembro masculino.
Pero Freud hace un apunte más literario que psicoanalítico (y que quizá por lo mismo queda en eso: sólo un apunte). “El diablo puede procurar, como precio del alma inmortal, muchas cosas que los hombres estiman grandemente: riqueza, seguridad contra los peligros, poder sobre los hombres y sobre las fuerzas de la naturaleza, artes mágicas y, ante todo, placer, el placer dispensado por hermosas mujeres”.
El pobre Haitzmann no vendió su alma por ninguna de estas cosas. Sino para ser liberado de una depresión de ánimo.
Pero el pintor revela otros aspectos de su experiencia de posesión: ángeles y demonios son uno para atormentarlo.
Antes de su segundo exorcismo lo visitan “fulgores” que le presentan evocaciones celestiales e infernales a la vez. Haitzmann escribe: “…oí una voz proveniente del fulgor […] Agregó que nada debía temer: ¡Levántate, oh pecador!, anunció, ¡y ama a Jesús! Yo comprendí cuánta bienaventuranza y cuánto indescriptible dolor había en la eternidad. Caí en éxtasis durante tres medias horas. Entonces me mostró la bienaventuranza eterna y el dolor eterno, nada de lo cual yo puedo decir ni describir”.
Haitzmann pintó las formas que tomó el demonio para visitarlo. Un paseo fantasmagórico y escalofriante, en el que cada pintura muestra a un demonio cada vez más deforme y oscuro.
Y, sin embargo, es una historia de éxito. Haitzmann tomó la vida clerical y su alma fue salvada. Los horrores que sufrió palidecen frente a los relatos que recuperó Jules Michelet de sus posesas y brujas.
En La Bruja (Madrid: Akal, 1987) Michelet describió la brujería medieval y desentrañó su origen en el alma, aprisionada por una época asfixiante. Para Michelet la mujer en la Edad Media se encuentra casi siempre sola; su única compañía es el diablillo del hogar, que la empuja poco a poco a entregar su alma. (Este diablillo se convertirá entonces en el demonio.) Aunque, conforme pasa el tiempo, esta bruja ya no lo será por desesperación, o soledad, sino por depravación. Como muestra basta Louise (1610), encerrada en un convento de ursulinas (las mujeres sobrevivían diez años en promedio en los conventos). Ella, plebeya y huérfana impulsada por los celos contra Madeleine, monta una historia de aquelarres, brujería y depravación que repitió por más de cinco meses como el más grande espectáculo de su región. Personas de otros pueblos viajaban a escuchar. Louise dice estás poseída por tres diablos: Verrine, buen diablo católico; Leviathán, racionalista y protestante, y otro, que ella confiesa es de la impureza.
Ella y Madeleine terminarían muertas. No así el objeto de su pasión y posesión: Gauffridi, su confesor.
¿Quiénes eran más delirantes? ¿Las posesas medievales que describe Jules Michelet, condenadas a la hoguera, internadas por años en conventos?, ¿o el pintor Cristóbal Haitzmann, psicoanalizado por Freud, que vendió su alma al diablo para dejar atrás una melancolía que no lo dejaba pintar?
Quizá, algunos responderían, el más delirante sería el mismo diablo, que vendió su alma a cambio de su libertad. ®