Huir es un acto vital. La escapatoria no es búsqueda sino una tentativa encaminada a la disolución, al abandono de sí. Aquel que huye lo hace motivado por una fuerza incomprensible en la que vislumbra no tanto el descanso y el sosiego como la incertidumbre y la novedad.
Un errar soy sin sentido
y de mí a mí me translada;
una pasión extraviada
y un fin que no es diferido.
—Jorge Cuesta
El camino del nómada está signado, como la literatura misma, por la voluptuosidad y el destino. Lo que se pretende es suscitar el encuentro furtivo de la necesidad y el azar. Escribir es un acto que no ofrece alternativas, que no permite respirar, que sofoca y aturde con la tiranía de sus exigencias, y a cambio de todo ello promete momentos, quizás minúsculos y evanescentes, de sensualidad y embeleso. Por un instante, la sumisión que reclama el instinto permite contemplar un espacio en el cual el escritor, otro nombre para el tránsfuga, escapa de todo aquello que lo aprisiona.
Nathaniel Hawthorne dibuja en su célebre Wakefield a un hombre que inmerso en el efluvio cotidiano es consciente de la soledad que habita en el eco de sus monótonos pasos. Decidido a recluirse en el anonimato abandona a su mujer y junto con ella toda su identidad social. No había dejado de vivir, pero todo indicaba que así había sucedido. Reconoce que la fuerza de su actuar anida en el heroísmo ingrato de la autoexclusión. El hombrecillo gris y mediocre reúne la determinación necesaria para hacer algo que ni él mismo entiende. El impulso que lo anima es, todavía sin tenerlo bien en claro, una tentativa de transformación. Una metamorfosis que afecte no su apariencia física, aunque termine usando peluca y adelgace, sino la constitución entera de su alma. Tal vez, en la mañana misma de su huida, al igual que Gregor Samsa, ya había despertado convertido en un bicho de orden distinto al humano. Una cadencia diferente ya se percibía en el tono de su voz o en la sonrisa última que dedicó a su esposa poco antes de salir en su doméstica pero enorme aventura. Él no podía comprender del todo lo que iba a ocurrir, de lo contrario quizás no hubiera tenido la convicción para escapar.
Borges sugiere que si Kafka hubiese escrito Wakefield no le hubiera permitido volver a casa, después de veinte años de ausencia, para seguir siendo el esposo abnegado que fuera con anterioridad. Tiene razón. Hawthorne, fiel a la historia que dio origen al cuento, concede la gracia de un retorno. Pero con esa vuelta hacia la comodidad el héroe de la historia, aquel enjuto Wakefield que observa el rostro sorprendido de su mujer, oscurece la proeza de haberse arrojado al vacío, no obstante llevar en los pliegues de su rostro las marcas de la excepcionalidad.
Hawthorne, fiel a la historia que dio origen al cuento, concede la gracia de un retorno. Pero con esa vuelta hacia la comodidad el héroe de la historia, aquel enjuto Wakefield que observa el rostro sorprendido de su mujer, oscurece la proeza de haberse arrojado al vacío, no obstante llevar en los pliegues de su rostro las marcas de la excepcionalidad.
El pobre Wakefield decidió morir en el sitio del que se ausentó durante dos décadas y, sin embargo, su regreso no está impregnado de un halo redentor, pese a lo que las apariencias indican; en esa desconsolada odisea lo único cierto es que la escapatoria no sólo es un desplazamiento físico. El regreso es triste pero necesario, se dijo en sus adentros aquel personaje, sabiendo, sin embargo, que una parte inasible de su íntima sustancia jamás regresaría al claustro marital. Wakefield regresa en persona, sí; pero no lo hará jamás en espíritu, pues algo está ineludiblemente perdido dentro de él.
Huir de todo es igualmente el sino reflejado en las palabras que Alesio Melisseno, personaje que forma parte de los monólogos que constituyen la novela Las puertas del paraíso, atribuye a su padre adoptivo. Confesor de los niños que marchan hacia la liberación del sepulcro divino, Melisseno, un sacerdote bizantino, recuerda la motivación de Ludovico, su mentor, cuando exclama:
He huido, porque más que la seguridad de la posesión me atrae la incertidumbre de la búsqueda, ayer, anteayer, hoy y siempre me han tentado y siguen tentándome las inmensidades ignotas del tiempo y del espacio que ante mí pueden abrirse, que ante mí, a veces, se abren, atraen y apremian impacientemente, porque pueden contenerlo y encerrarlo todo.
La necesidad de movimiento es el pretexto para abrir, de frente al azar, tanto la imaginación como la carne. No hay promesa alguna de éxito o seguridades. La certeza más próxima para el que huye es la constatación de una efervescencia interior al vislumbrar el desequilibrio suscitado por su deseo.
Embriagado por la incertidumbre, Ludovico exclama con arrojo su compromiso para la grandiosidad que encierra todo aquello que no conoce. El espacio y el tiempo se abren como flores para regalar al trashumante sus perfumadas promesas. Este hombre, Ludovico, delineado por el escritor polaco Jerzy Andrzejewski, clama una filiación ciega, con todas sus implicaciones, hacia el nomadismo más exacerbado. Un viaje sin fin lleno de apetito de novedad dentro de los páramos de la errancia. Y es significativo que toda esta alusión a la locura por el escape se dé en una novela que narra las desventuras de un grupo de peregrinos. Niños ciegos por su fe que aspiran con llegar al Santo Sepulcro sin jamás encontrarlo, perdidos en la abyección misma de su huida, están condenados a perecer en la pestilencia de sus propios deseos y temores. Huyen, como todos, para encontrar la quietud y el reposo, pero descubrirán fatalmente que la huida sólo propicia la disgregación.
Aquello que genera la súbita marcha de Wakefield, la pulsión encaminada a la muerte, es también la misma fiebre que nubla el juicio de Ludovico de Vendôme, y de alguna manera la de todos los niños peregrinos. ¿Será que ambos textos busquen, errantes como las voces que los habitan, la desaforada estela de un horizonte siempre en constante alejamiento? Tanto en Wakefield como en Las puertas del paraíso se constata un doloroso fracaso y la necesaria tentativa, igualmente frustrada, de eludirla; más aún, entre líneas lo único que se trasluce es la certidumbre de una última y absoluta verdad: huir es una acción demencial e insensata aunque, por ello mismo, fundamentalmente vital.
Ludovico, a diferencia de su doppelgänger anglosajón, engarza la necesidad violenta y cruel que lo impele a huir con la fe de dar aliento a la esperanza. Su pasión, asegura él, lo preserva de la muerte que otorga la posesión.
La necesidad de movimiento es el pretexto para abrir, de frente al azar, tanto la imaginación como la carne. No hay promesa alguna de éxito o seguridades. La certeza más próxima para el que huye es la constatación de una efervescencia interior al vislumbrar el desequilibrio suscitado por su deseo.
En cambio Wakefield, como al término de la historia apunta Hawthorne, no parece encontrar redención alguna; en un mundo en el que los engranajes invisibles que lo animan están ajustados de manera férrea, este hombre minúsculo, por transgredir tal orden, corre el peligro de convertirse en el paria del universo. Y lo es durante prolongados instantes. Sin embargo, dos décadas recluido en las sombras de su habitación se diluyen en el momento en que traspasa el umbral de la casa donde lo despidiera tiempo atrás su mujer. Wakefield huye incluso de la huida misma. Ludovico, por el contrario, se empecina en el error, pues él —de igual manera— no es ajeno a la condición miserable de la que escapa el personaje de Nathaniel Hawthorne; sólo que la disfraza en todo momento, convencido de que la huida lo preservará del impecable desgaste de su empresa. La huida, en su caso, es más angustiante, más desesperada y, por ello más trágica, al asirse locamente a ese ideal que sabe de antemano perdido.
Ambos personajes, desarraigados y locuaces, presienten una inquietud en sus adentros que es imposible acallar. En ellos habita el temblor propio de los que regresan con los ojos enrojecidos y sin aliento, la expresión pertenece a Deleuze y Guattari, tras presenciar algo inasible y espantoso. Acaso la vida misma, en su ingrata y auténtica brutalidad.
Cada uno, a su manera, se enfrenta al territorio inconmensurable que abre la huida, pero aunque resuelven esta visión de maneras diferentes, no obstante, se dirigen a un único punto: huyen, como sus autores, como cualquier escritor, del mundo; pero antes que nada, huyen de sí mismos porque son parias del universo. ®