Pasado cero: la memoria como maldición

Entrevista a Óscar de la Borbolla

Un hombre despierta en el aeropuerto de Barajas, en Madrid, cargado con varios pasaportes, vestido de mujer y con un maletín que contiene millones de euros; sin embargo, tiene un problema: no sabe quién es. En una fuga constante por varios países descubrirá lo conveniente de que así sea.

Óscar de la Borbolla. Fotografía: cortesía del autor.

Ésa es la condición que debe enfrentar el protagonista de la más reciente novela de Óscar de la Borbolla, Pasado cero (México, Fondo de Cultura Económica, 2024), en la que, a través de correrías por varios lugares del planeta, se revelarán muchos aspectos no tan agradables de la memoria y de la identidad.

Una de las reflexiones sobre el protagonista de la novela tras varias de sus experiencias en el vacío mnemotécnico es la siguiente: “¿Para qué recordar? Hasta el filósofo del hotel se lo había dicho: el pasado es a modo, nadie recuerda más que lo que le conviene, unas veces para envanecerse y otras para sufrir. El pasado no merecía la pena y, lo que era peor, no había sabido comprender la ventaja y la dicha de la desmemoria”.

Sobre la novela conversamos con De la Borbolla (Ciudad de México, 1949), quien es doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, además de profesor en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán de la UNAM y en la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México. Autor de una treintena de libros, ha colaborado en publicaciones como El Nacional, Excélsior, Los Universitarios, Sábado, Siempre!, Plural y Revista de la Universidad de México.

—¿Por qué hoy una historia como la que nos presenta en su novela, en la que un presunto mexicano despierta en el aeropuerto de Madrid y que es millonario pero que no recuerda quién es?
—Es un experimento muy raro que se me ocurrió. Durante mucho tiempo he dado clases en la FES Acatlán y les pido a mis alumnos de Letras que lean, entre otras novelas, Niebla, de Miguel de Unamuno, que es interesantísima por muchas razones: por ejemplo, se hace una conurbación de los planos de ficción y el personaje termina entrevistándose y peleándose con el propio Unamuno, con el que habla hasta del lector y se juntan todos los planos de la realidad.

Estudio esa novela con los alumnos para mostrarles ese recurso; la he estado leyendo —no te miento— durante veinte años, y cada que la explico la vuelvo a leer. He ido reparando en un montón de detalles, y me perturbó mucho que un personaje del que no sabemos nada en el arranque de la novela —te estoy hablando de los tres o cuatro primeros renglones— está sentado en la banca de un parque esperando que pase un perro; si éste va hacia la derecha, él irá a la derecha, y si viene a la izquierda, lo seguirá por la izquierda. Ese instante a mí me pareció maravilloso porque me di cuenta de que, aunque Unamuno planeaba extraordinariamente sus libros, de todos modos, por cómo estaba escrito, parecía que en ese momento el autor no supiera nada del personaje ni tampoco el lector.

Luego viene una especie de trama: imagínate nada más en qué estado de indigencia se encuentra alguien que espera a que pase un perro.

También creí que el mismo Unamuno, en una frase un poco balbuceante, había querido mostrar que tampoco sabía nada. No creas que eso se me aclaró cuando la leí por primera vez, sino que, a fuerza de pasar por allí, me fui fijando hasta que se me ocurrió hacer una novela en la que el autor y el protagonista se mantuvieran exactamente sin saber nada de nada. Fue entonces cuando, para poder crear un contexto que me favoreciera para utilizar a un personaje hueco —del que, insisto, yo no sabía nada— y despertarlo en el sitio más inadecuado para que sobrevenga la amnesia, que es un aeropuerto. Si te despiertas en tu casa, en tu oficina o centro de estudio después de perder la memoria, seguramente sin ningún problema te devuelven la identidad quienes te acompañan.

Al despertar un poco atolondrado se ve pero no se reconoce, y cuando entra en el baño y se observa claramente aprecia que se trata de una mujer y se toma por tal porque no hay nada que le diga que eso es falso. Pero cuando entra al WC descubre que es hombre.

Yo creo que en los lugares donde uno está más despersonalizado es en los aeropuertos, donde hay un popurrí de colores, de nacionalidades, de idiomas, donde ves a mucha gente distinta, de diversos colores de piel, de vestimenta y de actitudes. Despertar allí al personaje me permitió ponerlo en el desamparo, en un aeropuerto y a punto de abordar un avión para un vuelo internacional.

Uno porta un pasaporte, pero él descubre que trae cuatro con igual número de identidades y que, además, está disfrazado de mujer. Al despertar un poco atolondrado se ve pero no se reconoce, y cuando entra en el baño y se observa claramente aprecia que se trata de una mujer y se toma por tal porque no hay nada que le diga que eso es falso. Pero cuando entra al WC descubre que es hombre.

Además, carga con un maletín retacado con millones de euros y piensa que, seguramente, es un dinero mal habido y que él está disfrazado para no ser descubierto y que viene huyendo, por lo que llega a la conclusión de que si ese boleto para abordar un vuelo rumbo a Lisboa lo compró cuando sí sabía quién era había sido porque era lo mejor que podía hacer. Entra en el avión y empieza propiamente la historia.

Allí están colocados los axiomas de la novela, que está escrita de forma deductiva, como si fuera una geometría, y voy desarrollando las posibilidades lógicas de la historia.

El personaje llega a Lisboa y se le ocurre que posiblemente no fue lo suficientemente precavido, por lo que a la mejor allí lo están esperando, o que no se cuidó bien y que en el avión alguien le sigue. Entonces ubica el momento del peligro cuando baje del avión. A partir de entonces se desarrolla la historia en forma de aventuras.

Ése es el motivo por el que hice esta novela, que es parte del repertorio de lo que he escrito desde que me inicié en este oficio con Las vocales malditas, en el que quedó muy claro mi gusto por andar experimentando con cosas medio extrañas. En este caso, el experimento radica en ver si se puede contar toda una historia sin saber jamás nada de quién es el protagonista.

—Lo que me gustó es que nunca se sabe…
—Exactamente, porque ése es el propósito, y eso no le resta interés a la novela. Deja ver un asunto que yo no sabía y que descubrí al escribirla: que nuestra identidad nos la da el contexto y terminamos siendo lo que los otros dicen que somos. Es más, ésta es una teoría freudiana: el niño se vuelve cuando su mamá le dice “Éstas son tus narices, éstos son tus ojos, éstas son tus orejas”, y poco a poco va solidificando su identidad. En este caso, lo primero que le dicen al personaje es que se llama “Marcos” porque tiene cara de “Marcos”, y es mexicano porque la mujer que se lo dice —una prostituta— conoce a gente de muchas nacionalidades, y se lo comenta por su tono de voz y su fisonomía.

—Otro personaje, la hija de un empresario, también le dice que es mexicano porque le recuerda a Cantinflas…
—Sí. Muchos de los personajes van reconociendo en él algo que la amnesia no borra: el tonito y el modo de hablar.

—En esa falta de memoria, de certezas, de identidad, el personaje sí tiene algo muy claro: que tiene enemigos. ¿Qué significa esto?
—Los enemigos son el motor de la historia. El personaje se descubre amnésico y, si confiara en el mundo, podría acudir a algún médico y hasta a los medios masivos para que pusieran por allí su retrato. Pero este conflicto que planteo, de varias identidades y con mucho dinero, hace que el personaje no pueda fiarse de nadie y sospeche, al grado de llegar a la certeza, de que ese dinero seguramente se lo robó. Ve a saber cómo llegó a él, pero no fue de forma normal.

Nadie deja que alguien se escape con seis millones de euros; si hay alguien a quien se los quitaron, seguramente los anda buscando. Por estricta lógica, el personaje sabe que tiene enemigos, lo que lo lleva, a veces, a hacer malas lecturas de la realidad, a confundir los hechos. Así, lo que es un mero asalto por un canalla, “Marcos” cree que se trata ya del asomo del enemigo que lo quiere atrapar, e incluso llega a pensar que la mujer de la que está enamorado está en complicidad.

Allí empieza a entreverse otro propósito de la novela: cómo uno carga con un pasado que nos hace sufrir, nos llena de culpas, y tener memoria no es bueno para el futuro.

Nada de familias estilo Walt Disney, en las que todo es concordia, amenidad y fraternidad: siempre hay un tío borracho, un hermano abusivo… Por lazos sanguíneos, uno está vinculado con ellos, pero no los eligió: te tocan en suerte, y luego, cuando te haces de una familia postiza.

—También veo un cuestionamiento muy severo de la familia en la novela, con la mujer de la que se enamora Marcos, del empresario en desgracia al que le compra recuerdos y de la presunta parentela mexicana del personaje.
—Fuera máscaras: el lugar donde adquirimos, por un lado, un montón de hábitos, también resulta un infierno. Nada de familias estilo Walt Disney, en las que todo es concordia, amenidad y fraternidad: siempre hay un tío borracho, un hermano abusivo… Por lazos sanguíneos, uno está vinculado con ellos, pero no los eligió: te tocan en suerte, y luego, cuando te haces de una familia postiza, por mucho que los hayas elegido, a la larga la convivencia crea un montón de conflictos.

Creo que esa patraña de que somos animales sociales es mentira; cuando vemos las estadísticas de maltrato dentro de la familia es un infierno, pero estamos acostumbrados a vivir en compañía y lo soportamos. Lo que retrato en la novela son familias reales y no admito que haya muchas excepciones porque todas tienen sus malos ratos, por lo que a uno a veces le dan ganas de cambiarse de identidad, de meterse en otra vida.

—En ese sentido, el enemigo del personaje es la memoria.
—Marcos, al cabo de unos meses y de un tipo de vida, termina por mantener cierto desorden de memoria; por ejemplo, cuando llega a Barcelona y se pone a trabajar en el bar México, pasa un rato y ya tiene unos amigos, una relación amorosa, una rutina y un pasado, el que empieza a ponerlo en peligro.

En cada momento en que la novela se abre para dar paso a una aventura es porque la suma de lo vivido por Marcos, la cantidad de memoria que ya tiene, es la que lo pone en aprietos. Entonces, sí hay una tesis de que la memoria es una maldición.

Imagínate despertar libre de compromisos, sin tener responsabilidad con nadie ni acordarte de tus virtudes ni de tus defectos y, sobre todo, no recordar algunos fracasos que siguen doliendo el resto de la vida. Y solamente éstos, sino cosas que ni siquiera existieron en el pasado, como toda la conjugación del subjuntivo cuando uno dice: “Si yo hubiera”. Es algo que no ocurrió, pero cómo duele.

A mí me tiene traumatizado el hecho de que me encantaba el violín, y hasta tengo uno a la mano, pero nunca pude aprender a tocarlo: tengo un oído pésimo. Así, en el fondo soy un violinista frustrado, lo que cargo como una marca que me lacera y que no me deja acomodarme en paz en mi vida.

En el fondo, veo la amnesia como una salida: de todas nuestras facultades —la imaginación, la memoria, la razón—, creo que la más mala de todas es la memoria. Ojalá siquiera uno recordara las cosas como fueron, pero lo hace cada vez de manera distinta; uno está esclavizado a un pasado que ni siquiera fue lo que sucedió realmente, sino lo que uno se acuerda que ocurrió. A veces alguien nada más fue testigo de un acontecimiento, y cuando lo recuerda veinte años después ya es el protagonista; si se encuentra en un estado de ánimo positivo, voltea, ve el pasado y dice: “He tenido una vida heroica, soy una maravilla”. Pero si está triste, la memoria sólo le arroja los recuerdos que convalidan su tristeza y le sirve para lacerarse y lastimarse.

La memoria, por un lado, no es de fiar, y, por otro, ¡qué lata da!

—El personaje está en huida constante: de Madrid, de Lisboa, de Sevilla, de Barcelona, de México; es una fuga constante de los pequeños trozos de memoria que tiene. ¿Quién más sigue ese juego?
—Todos lo queremos. Aunque no lo confesemos, pero el miedo que nos da la libertad —de lo que hablaba Erich Fromm— nos obliga a mantenernos conservando nuestro empleo, nuestros bienes, la seguridad que nos da hacer una rutina, pero simultáneamente eso hace que la vida se convierta en una tortura porque terminas por aburrirte.

En una de las historias de Italo Calvino hay una ciudad que son siete ciudades, como si fuera un revólver, en la que los habitantes están solamente instalados en una de ellas; pero cuando se hartan se van a la ciudad de enfrente y cambian de esposa y de hijos, de profesión y de propiedades, adoptan una identidad distinta y viven otra vida. Al cabo de un rato, otra vuelta, y así se van moviendo a lo largo de las siete ciudades porque en el fondo no se aguantan.

Nosotros, lamentablemente, no tenemos una ciudad vecina, una Ciudad de México bis como para poder irnos, y te juro que si existiera esa posibilidad, muchos la veríamos.

Después de relatar las vicisitudes, las dificultades, llega el momento en que por fin cumplen su propósito; entonces tienes que terminar una obra literaria porque no vas a contar los días cotidianos de una estancia más o menos estable porque los lectores se te mueren.

Una vida no basta, pero la literatura tiene la ventaja de hacer posible lo que aquí no se puede. No es que Marcos tenga el valor de romper con lo que ya ha construido, sino que más le vale huir hacia otra cosa. Eso tiene que ver con parte de lo que es la esencia de la novela: contar una historia interesante. Si te fijas, cuando la historia se estabiliza ya no hay qué contar. Después de relatar las vicisitudes, las dificultades, llega el momento en que por fin cumplen su propósito; entonces tienes que terminar una obra literaria porque no vas a contar los días cotidianos de una estancia más o menos estable porque los lectores se te mueren.

—¿Qué nos dice del conveniente de la falta de memoria y hasta de la carencia de identidad?
—Tenemos una identidad que ni siquiera es resultado de una historia real. Nos han inventado un montón de mitos; nos los ha construido el libro de texto gratuito en complicidad con las películas mexicanas, así como las costumbres y los rituales que tenemos a lo largo del año, lo que es cíclico aunque no un camino en línea recta, sino que se vuelve circular. Así volvemos a pasar por el Día de las Madres, por la Navidad, por el Día de Muertos.

Tenemos un montón de elementos que nos dan fijeza, pero ve a saber si realmente es lo que de veras somos o si es un proyecto político para afianzar a un grupo de seres humanos —que somos todos los ciudadanos mexicanos— para que tengamos una idea de nación y, entonces, prefiramos lo propio más que lo ajeno y nos defendamos en grupo.

Esa identidad que nos han construido es un maldito lastre porque, sin saberla ni temerla, de pronto uno le tiene odio a los gringos porque nos robaron la mitad del territorio aunque, si te pones a ver, en tu vida personal nunca ningún gringo te ha hecho nada. También resulta que traemos heredado un conflicto que hace que la gente se ponga muy agresiva los días 12 de octubre, y en una glorieta en donde estaba Cristóbal Colón cada año le cortaban la cabeza a la estatua y había un pleito entre hispanistas e indigenistas… Son un montón de problemas comprados que son, ciertamente, los que nos dan nuestra identidad.

Además, no creas que la identidad está fija; así como uno va cambiando su memoria y conforme pasa el tiempo se acuerda de asuntos diferentes, la identidad está también en un proceso por el cual nos estamos haciendo y que es, sobre todo, la necesidad de pensar que hay cosas seguras y firmes de las que nos afianzamos para sentirnos tranquilos.

Pero somos un proceso abierto y vamos en una carrera hacia la muerte, donde todo lo que hemos soñado, sido y defendido, de pronto, en un instante, se va a acabar. Una manera de descubrir que no tienen ningún sentido todas las tonterías que creemos es darte cuenta de que hay otras formas igual de tontas pero que son de los demás, y en la comparación uno se libera.

He tenido la suerte de viajar mucho, desde que me fui a España a estudiar el doctorado, y luego lo he seguido haciendo gracias a esta profesión de escritor que me lleva de saltimbanqui a muchos lados a dar pláticas. Por otro lado, he leído un montón de mundos y descubro en el fondo que de lo que la gente que me rodea está convencida y segura es tan absurdo, tan intrascendente…

Te cuento una anécdota para explicarlo: hace muchos años, cuando estaba estudiando el doctorado en Madrid, me salió la oportunidad de echarme un viaje a Marruecos. Me fui en un camión de estudiantes a recorrer las capitales imperiales de Marruecos: Marrakech, Rabat, Tánger, Casablanca y otras. Estuve ahí un mes haciendo un recorrido por el desierto del Sahara y por muchos otros lugares, y con un detalle voy a mostrar lo relativo que es todo: los marroquíes se acercaban a los hombres del autobús que venían acompañados de alguna mujer y, dependiendo del tonelaje de la fulana en cuestión —si era gorda o flaca—, le ofrecían al hombre un determinado número de camellos a cambio de la mujer que traía. Lo hacían con naturalidad, como si fuera una costumbre franca, abierta, expedita. Eso de la compra de personas con camellos es de notar, pero aún más que las muchachas que, según mis ojos occidentales, eran más bonitas, eran por las que menos ofrecían; en cambio, por las mujeres muy excedidas en peso ofrecían el doble o el triple de camellos.

Después de esta sorpresa, algunos marroquíes me explicaron una asunto sorprendente: así como para nosotros un signo de prestigio es traer un automóvil último modelo, un relojote de oro y cosas así, para ellos tener a su lado como compañera a una mujer obesa es símbolo de prestigio porque significa que la pueden mantener bien y hasta tener gorda, lo que es mucho mejor. Esto llega a influir tanto en la percepción estética que cuando tuve la suerte de ir a esos bailes de los siete velos pensé que me iba a encontrar con una bailarina espectacular al estilo Hollywood; sin embargo, yo pedía que ya no se quitara más velos porque cada que se retiraba uno salía a relucir una lonja.

Aquí en México también tenemos una apreciación por la piel de un determinado tono, y no tienes idea del éxito que en Bélgica tienen las que están más morenas de lo normal.

Uno está preso de unos valores estéticos, morales y políticos, y cuando se da una vuelta por otros lados descubre que no son más que puntos de vista de la misma tontera.

Creo que somos un país con un muy bajo sentido de lo que es el Estado de derecho, que es lo que regula la convivencia civilizada y que no respetamos. Lo traemos en la sangre o en no sé qué; a la mejor son decepciones porque, cuando uno vive en un mundo regido por la ley, se supondría que, si tienes méritos, te hacen acreedor a recibir las cosas de acuerdo con éstos.

Entonces, a mí me parece que la identidad es una tara, igual que la memoria, o al menos eso es lo que trato de demostrar en la novela, y creo que sí persuado al lector. ¡Que se alegren si son desmemoriados!

—Hablemos del caso de México como lo presenta en la novela: al leer información sobre el país, Marcos encuentra una imagen peor que negativa, algo así como un infierno habitado por mandriles. Lo interesante es que aquí, a diferencia de sus experiencias anteriores, encuentra a una familia que a él sí lo recuerda y que le da una memoria a un alto precio. ¿Qué hay de esa visión de México?
—Es despiadada. Creo que somos un país con un muy bajo sentido de lo que es el Estado de derecho, que es lo que regula la convivencia civilizada y que no respetamos. Lo traemos en la sangre o en no sé qué; a la mejor son decepciones porque, cuando uno vive en un mundo regido por la ley, se supondría que, si tienes méritos, te hacen acreedor a recibir las cosas de acuerdo con éstos; pero cuando uno está en la carrera por formarse y prepararse siempre hay un canalla que se adelanta porque es el recomendado, el querido, el entenado, el sobrino, el compadre. Entonces la gente que se ha dedicado a irse por el camino recto sufre una gran cantidad de decepciones.

Creo que esa corrupción, que significa en el fondo no respetar la ley, es lo que ha traído que nuestra conducta como sociedad sea de estar dispuestos al cohecho, a la famosa “mordida”.

A mí me tocó ver una cosa terrible en una clínica que es el peor caso de cohecho que he visto. Un señor llevaba a su bebita entre terciopelo porque estaba enferma y le iban a hacer un examen de sangre; la enfermera le preguntó al papá: “¿Viene en ayunas?” “No, señorita, ¿cómo cree? Estaba llorando y le di su biberón”. “Ah, entonces no se puede hacer el examen médico porque saldría alterado”. El señor sacó un billete de cien pesos para sobornar a la enfermera para que lo hiciera, no obstante lo que le acababa de decir.

Cuando uno ve esto ya es el colmo, pero lo puedes observar en la conducta cotidiana: gente que ve que te vas a estacionar, que estás esperando que el otro salga, y se mete; estás en la cola del banco o del cine y, si te distraes tantito, ya se te coló alguien. Eso es por mostrarte las cosas más insignificantes de la vida cotidiana.

Nuestra conducta es el resultado de no respetar la ley; traemos la corrupción verdaderamente metida hasta el fondo. Eso nos hace una sociedad muy adversa, muy difícil. Otro ejemplo que me dejó muy deslumbrado: tengo una sobrina japonesa que vivió en México una temporada y después se la llevaron a vivir a Tokio. En una ocasión vino de vacaciones y me tocó llevarla a ver a sus tíos a una casa en Chiluca, que está después de pasar la presa Madín. Es una carretera llena de curvas y de topes, por lo que hay que bajar la velocidad; después de varios brincos, ella me dijo: “¿Por qué están los topes?” A mí se me hizo muy lógico responder: “Para que la gente no corra a grandes velocidades por aquí porque es muy peligrosa la carretera”. ¿Y sabes qué me contestó? “Oye, tío, ¿y por qué no ponen un anuncio?” La niña veía que era más que suficiente colocar un letrero que dijera “baje la velocidad” para que la gente lo hiciera. La presencia de topes en la calles lo que demuestra no es que seamos analfabetas y no sepamos leer, sino que no respetamos ni siquiera esa ley que nos pone a salvo de sufrir un accidente.

No respetamos la ley ni siquiera cuando es en beneficio de nosotros, de la salud, de la vida, de la justicia. Después de vivir toda mi vida aquí ya me tienen harto, por lo que me di la libertad de meternos una crítica ahora sí que como Dios manda.

—En la novela también hay un vínculo entre lo monetario y la memoria: con todos lo que el personaje entra en contacto, desde la prostituta hasta la familia mexicana, todos quieren dinero. ¿Qué nos dice de este aspecto?

El dinero es una cosa muy extraña porque, si no lo tienes, tu vida no gira alrededor de ello porque ni quién te busque ni quién te haga caso, más que los pocos sujetos auténticos con los que te vinculas. Pero como mi personaje tiene mucho dinero y lo muestra exageradamente, de forma instantánea despierta en los demás un interés por enriquecerse fácilmente, lo que se me hace que es una conducta universal, porque pasa en Portugal, en España y en México, y si lo hubiera llevado a pasear por cualquier otro sitio del mundo habría buscado cómo ajustar las cosas.

—Una parte muy humorística del libro es la del filósofo del hotel, quien también va por buenas propinas. En una de esas le dice a Marcos: “Cada quien vive con un pasado inventado porque nadie recuerda lo que realmente fue”.
—Yo soy de profesión filósofo; cometí el error de dedicarme toda mi vida a la filosofía. He sido profesor durante cincuenta años en la UNAM y en muchas de mis novelas aparecen colegas; por ejemplo, en La vida de un muerto uno de los personajes se hace amigo de un narcotraficante muy poderoso, y le dice que un filósofo existencialista le amargó la vida y que incluso causó que su madre se suicidara, por lo que se quiere vengar. Entonces el delincuente manda traer a los filósofos que se parecen al de la descripción del amigo, pero luego incluso a los que tienen pláticas profundas en los cafés y termina con un exterminio de ellos. Fue una burla muy simpática que hice de la filosofía.

En otras ocasiones los manejo como personajes, y aquí me resultó importante porque cuando Marcos está en Sevilla y va a la Maestranza a una corrida de toros, al ver cómo se comporta le gente se da cuenta de que hay cosas que ni siquiera sospecha; haz de cuenta de que es un marciano llegado al mundo. Entonces sospecha que su amnesia no sólo le ha privado de su pasado, sino que también le ha borrado algunos sentimientos que la gente normal tiene y que él no recuerda bien. Rememora el odio, el amor, la envidia, pero a la mejor hay algo que no. Al salir de la Maestranza al taxista le pide que lo lleve a una librería, donde encuentra un globo terráqueo y descubre que, en su memoria, América es de México hacia el sur. Tiene lagunas en su memoria informativa y sospecha que hay cosas que le faltan, y cuando en México la madre postiza que lo adopta le pide dinero y dinero no entiende si ésa es una conducta normal, por lo que manda llamar a la persona más sensata y más culta del hotel, y resulta que hay un filósofo que trabaja allí.

La conversación que tiene con este filósofo del hotel a propósito de qué significa ser madre es un pasaje de burla que está bien pensado. Esa conexión con el filósofo fue buena para que pudiera orientarlo en algo que Marcos pensaba que no entendía y que estaba leyendo mal el mundo.

—Para finalizar: generalmente ponemos el acento en nuestro pasado y también en el futuro. En la novela Marcos llega a decir que el olvido y el presente son una maravilla. A partir de la novela, ¿cuál es la relevancia del presente?
—La novela es un canto al presente, a la oportunidad de hoy. El único día en que estamos vivos es hoy; en el pasado ya no y en el futuro todavía no. A veces cargamos un pasado que nos echa a perder la vida, y también estamos esperando un futuro que tal vez nunca llegue. Cuando el personaje llega a momentos de lucidez trato de presentar de una manera muy elocuente la importancia del presente, que no hay más que este ahora.

Pasado cero…

Qué bueno que lo señalas porque es una de las cosas más importantes que creo haber encontrado en la novela: que lo que importa es el ahora, pero no el instantáneo de los fanáticos, sino el ahora ancho, que son las semanas alrededor de nosotros, que es donde está desarrollándose nuestra vida real, con la gente que queremos, los proyectos que traemos entre manos, las urgencias, esta conversación. Esto que estamos haciendo ahora es parte de una vida que vale la pena vivirse.

Imagínate estar en un rincón recordando “hace diez años tuve una conversación con Ariel Ruiz; qué interesante fue, qué simpático me cayó, cómo lo extraño”. En este momento que estoy platicando contigo me la estoy pasando de perlas; es una forma de asumir más auténticamente la vida: llenarse al instante de lo que a uno le gusta. ®

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Publicado en: Libros y autores

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