No intentó hacer sincretismos fáciles entre la hoz y el martillo por un lado y la cruz por el otro, consciente de sus distintas concepciones de la vida, pero no por ello dejó de valorar la espiritualidad profunda del pensamiento marxiano.
Incluso en sus errores, el escritor y cineasta italiano Pier Paolo Pasolini es increíblemente grande. Sus críticos, en cambio, nos parecen mezquinos. Pasolini encarnó al intelectual incómodo por su insobornable heterodoxia, desde una lucidez enemiga de cualquier forma de corrección política. Fue, por eso, un hombre imposible de someter a un esquema clasificatorio fácil. Sin duda porque tenía claro que su primer deber era no tener miedo de la impopularidad. Sus intervenciones son un modelo de coraje se esté o no de acuerdo con ellas. No le importaba sostener su sentido de la racionalidad en solitario contra todos, convencido, como Jesucristo, de que su obligación no era ser diplomático sino decir la verdad. La suya era una apuesta desafiante por la radicalidad, no por las componendas inherentes a la política.
Marxista convencido, no dejó por eso de ser un disidente, más atento a los hechos que a reverenciar viejas teorías. Abominaba del estalinismo y veía en los países del otro lado del telón de acero una revolución fallida, donde el poder lo ocupaba una élite y los trabajadores no controlaban su propio destino. Tampoco se identificaba con una ideología antirreligiosa. Propugnaba, por el contrario, el acercamiento a los católicos que de verdad seguía el Evangelio contra el enemigo común, el materialismo ateo del mundo capitalista.
Aunque, por otra parte, también reconocía que, en muchos aspectos, la tradición marxista nada tenía que ofrecer ante las grandes interrogantes del ser humano, como la incertidumbre, el dolor y la muerte, para los que el cristianismo sí tenía respuestas.
No intentó hacer sincretismos fáciles entre la hoz y el martillo por un lado y la cruz por el otro, consciente de sus distintas concepciones de la vida, pero no por ello dejó de valorar la espiritualidad profunda del pensamiento marxiano. Apreciable, por ejemplo, en el sentimiento de piedad hacia el prójimo o en la entrega ascética a un ideal. Aunque, por otra parte, también reconocía que, en muchos aspectos, la tradición marxista nada tenía que ofrecer ante las grandes interrogantes del ser humano, como la incertidumbre, el dolor y la muerte, para los que el cristianismo sí tenía respuestas.
De lo que se trataba, a su parecer, era de establecer un diálogo entre unos y otros capaz de superar los viejos prejuicios de sus respectivas trincheras. Estaba convencido de que, en el futuro, las contradicciones no serían tan decisivas. Los miembros de la Iglesia podrían aceptar un cambio de las estructuras de la sociedad mientras los del partido podrían creer en Dios.
A diferencia de un mecanicismo que propugnaba el crecimiento económico como antesala del socialismo, Pasolini dirigía su crítica, implacable, contra una falsa modernidad basada en el espejismo de un desarrollo puramente cuantitativo. El bienestar de unos tenía, como inevitable contrapartida, el malestar de otros. Por eso, lejos de celebrar la recién adquirida prosperidad de su país, veía a Italia como un gran tugurio en el que los propietarios habían conseguido adquirir un televisor. Eso bastaba para convertirles, a ojos de sus vecinos, en “ricos”. El sistema engatusaba a los pobres para que no tuvieran otro horizonte que imitar la vida vulgar de los poderosos.
Como una nueva Casandra, el autor de los Escritos corsarios advertía que la Italia de los sesenta no iba a mejor sino a peor. Existía un corte profundo entre el norte industrial y el sur depauperado, poseedor del “aire asustado de una colonia”. Sus palabras, una poderosa mezcla de argumentación y cólera, parecen quemar. Guarda el máximo desprecio para su gran enemigo, la burguesía, en la que percibe toda suerte de bajezas morales: cinismo, ignorancia, ferocidad… Este inmenso monstruo constituye una amenaza para la paz social, al ejercer un dominio basado en los contravalores de la deshumanización. Todos los males de la Tierra, según Pasolini, se identifican con el universo mesocrático.
Precisamente por este intenso odio antiburgués su postura hacia los estudiantes que protagonizaron las revueltas del 68 no fue precisamente admirativa. Veía en ellos a unos hijos de papá que no hacían la revolución sino la guerra civil. En un célebre y provocativo poema escribió que, cuando se enfrentaban a la policía, su simpatía estaba con los agentes. Porque ellos sí eran hijos de pobres, gente procedente de la periferia urbana o campesina.
Se le acusó de misoginia, pero este cargo no parece bien fundamentado cuando se leen sus palabras contra el papel decorativo de la mujer en la televisión, reducida a una mercancía, a un simple elemento decorativo. Lo que sí es cierto que es colisionó con las doctrinas del progresismo al uso. La libertad sexual le parecía regresiva, al favorecer el desahogo del varón sin necesidad de una implicación emocional. En el caso de la mujer, creía que no significaba nada si no iba acompañada de libertad cultural. Por otra parte, Pasolini no pensaba que el hombre fuera el único culpable de la situación femenina desde el momento en que ellas habían aceptado la injusticia y se habían acomodado a ella.
Juzgaba el feminismo, polémicamente, como una doctrina de extremistas. ¿Rechazaba, pues, la igualdad? En absoluto. Puesto que la aceptaba, entendía que debía relacionarse de forma crítica tanto con las mujeres como con los hombres. No criticar a una mujer por ser mujer equivalía a afirmar la superioridad masculina. Nada de misoginia, pues. Si acaso, misantropía, lo que equivale a repartir la desconfianza en el género humano de forma equitativa entre ambos sexos.
Su mirada era la de un esteta. Por eso prefería la represión a la tolerancia. Porque de la brutalidad podía surgir la belleza de una gran tragedia, podía brotar el heroísmo. Ser tolerado, en cambio, equivale a que te perdonen la vida, a ser condenado a la condición de rareza, apta para ser expuesta en una vitrina, sin que sea posible establecer un espacio para el auténtico respeto a la alteridad. El poder, de esta forma, da permiso al diferente para existir. Pasolini no podía concebir mayor humillación.
Las denuncias al pensamiento único no pasan, demasiado a menudo, de excusa para proponer nuevas ortodoxias. Por eso resulta tan refrescante encontrar una palabra tan absolutamente libérrima e impertinente, capaz no solamente de plantear un desafío a los dogmas de los señores del mundo sino de enfrentarse a los que, bajo apariencias de liberación, nos traen nuevas formas de servidumbre. Pasolini es extremista, de acuerdo. Pero es que, con las cosas realmente esenciales de la vida, la negociación es inmoral además de imposible. Porque la libertad, si no es completa, no es. ®