Con el paso del tiempo Bowles se consolida como escritor, pero no tanto como compositor. Transita en una periferia que lo mantiene un tanto alejado de la órbita de los grandes compositores que proponían el discurso y el lenguaje musicales de aquellas décadas.
Hace años, hurgando en los vastos libreros de la biblioteca universitaria donde cursaba mis estudios de música, en la búsqueda de partituras para piano del siglo XX, me encontré accidentalmente con la música para piano de Paul Bowles. Pensé de inmediato que se trataba de algún homónimo del escritor del que había leído un par de cuentos en mi época de preparatoriano. Mi engaño duró semanas. Las piezas para piano de Bowles, lo recuerdo (Seis preludios, Sarabande, Sonata fragmentaria), me causaron tanto entusiasmo como el que experimenté, en su momento, con las miniaturas de Erik Satie, las piezas breves de Alexandre Tansman y los Preludios de Carlos Chávez.
Fue mi maestro de análisis musical, un compositor que en su juventud conoció a Paul Bowles en alguna de sus estadías en su natal Nueva York, quien me desveló la múltiplicidad artística del escritor y músico estadounidense.
Mi curiosidad saciada dio paso al estupor cuando descubrí que la vida y obra de Paul Bowles no figuraba en ningún libro o tratado de Historia de la Música, ni era objeto de estudios en los libros de la música del siglo XX, acaso menciones brevísimas y vagas en pocos textos. El mismo maestro me explicó que Bowles fue un autodidacta y un analfabeto musical; nunca estudió en ningún conservatorio ni perteneció a ninguna cofradía o liga de compositores de esos casados con las corrientes y tendencias musicales que sobrepoblaron el panorama musical del siglo pasado. Confieso que poco después mi interés en la música de Bowles decayó.
El mismo maestro me explicó que Bowles fue un autodidacta y un analfabeto musical; nunca estudió en ningún conservatorio ni perteneció a ninguna cofradía o liga de compositores de esos casados con las corrientes y tendencias musicales que sobrepoblaron el panorama musical del siglo pasado.
A años de distancia de esas experiencias, la lectura de la correspondencia de Bowles (En contacto. Cartas de Paul Bowles, recopilación de Jeffrey Miller, Seix Barral, 1995) me permitió entender un poco más el contexto musical y literario que permearon sus obras. En ellas se percibe un pulso genuino de veracidad, de desemascaramiento emocional y un impudor desparpajado no desprovisto de humor socarrón. En una carta que escribió a su amigo Bruce Morrissette el 12 de abril de 1935 le cuenta:
La fiesta de Cecile Beaton fue una locura total. Tchelichtev diseñó los disfraces y Charles Ford le puso un ojo a la funerala. Marlene Dietrich envió un montón de discos, que destrozamos. Nabokov miraba fríamente y pronto se marchó. Después lo rompieron todo y lanzaron tiestos de geranios a los bailarines, arrancaron del piano unas lentejuelas doradas en forma de mariposas y hubo una prolongada batalla con azucenas. Beaton iba disfrazado de Mefistófeles. Alguien me lanzó un montón de grabados de Max Ernst y yo lo perseguí y golpeé hasta que le rompí las gafas.
La nómina de destinatarios de las cartas de Bowles demuestra la amplitud de su capacidad y talento para relacionarse con los más destacados artistas de su época, entre escritores, músicos, compositores, filósofos, empresarios, dramaturgos, actores cinematográficos, cineastas…
Es notable el tema recurrente de la música en muchas de sus cartas. Un Bowles incipiente como crítico musical lo leemos en una carta fechada en abril de 1931, dirigida a B. Morrissette desde París: “Los conciertos han sido buenos a veces y otras aburridos. Volví a oír la Sinfonía de los salmos y por primera vez Polichinela entiérement y está bien. Milhaud empeora. Prokófiev es vacío sin remedio. Tal vez la Sinfónica de Berlín traiga consigo Das Unaufhörliche”. A Daniel Burns le confiesa:
Ayer tomé el té con Ezra Pound y Michel Arnaud, director de la película de Cocteau: La sangre de un poeta. Arnaud también escribe y el año pasado compuso el largo poema “Onán” para Tambour. Posee una inmensa colección de discos que escucharé mañana. Música árabe y toda la que me atrae. Pound habló conmigo durante hora y media sobre cine sonoro y los diversos métodos de grabar las ondas sonoras y descubrí que no sabía absolutamente nada acerca de ello. También descubrí que no sé nada de ópera cuando mencioné el tema. Me enteré por lo menos de que él sí sabe y me demostró hasta qué punto. Dijo que si fuera un músico joven se dedicaría directamente al cine sonoro sin preocuparse para nada de la música en vivo (carta a Daniel Burns, abril de 1931, París).
Con el paso del tiempo Bowles se consolida como escritor, pero no tanto como compositor. Transita en una periferia que lo mantiene un tanto alejado de la órbita de los grandes compositores que proponían el discurso y el lenguaje musicales de aquellas décadas, las de Stravinski, Berg, Webern, Boulez, Messiaen, Hindemith, Bernstein. Estudió de manera particular con Aaron Copland y Nadia Boulanger las disciplinas áridas del compositor: armonía, contrapunto, teoría de la composición, teoría de la orquestación. Bowles desarrolla un lenguaje musical complejo que radica en las libertades que se tomó. Mezcla elementos de música académica con elementos puramente intuitivos.
Me pregunto qué tanto habría descollado Paul Bowles en el ámbito musical si hubiera continuado las lecciones con Nadia Boulanger —porque ya no regresó con ella, quizá intimidado por el temperamento rígido de la legendaria maestra y compositora—, o si no hubiera escrito esa carta políticamente incorrecta a una revista de la izquierda norteamericana estando bajo los influjos del alcohol (Bowles tenía veintiún años), y que a la postre tuvo consecuencias negativas para su carrera musical. Si no se hubiera autoexiliado en el norte de África, a la que tanto amó, como desesperada decisión por las penurias económicas que sufrió en Estados Unidos. No hay manera de saberlo. En una de sus últimas entrevistas dijo: “Hoy me considero una entidad que se disuelve poco a poco. Yo no tengo importancia, yo mismo, por mí mismo; tampoco importan las cosas que están a mi alrededor”. ®