A contrapelo del cliché de la superestrella muerta a los 27 años —dionisíaca e irremediablemente inmadura—, ha surgido un nuevo personaje: apolíneo, octogenario y vital, que sigue creando como un imperativo de existencia y que pareciera decirnos: “Choose life” y, por qué no, “Choose money”.
Este 2024 Paul McCartney —quien no necesita el Sir— ofreció cuatro conciertos en México. Ya va siendo costumbre; el año pasado tocó dos veces aquí. En esta ocasión la novedad fue su primera presentación en Monterrey y su cierre de un festival: el Corona Capital, en el que Jack White y St. Vincent subieron al escenario para echar un jam con McCartney y clausurar así su gira Got back por Latinoamérica. A sus 82 años el beatle —tampoco es necesario añadirle el ex— suma a sus virtudes una forma física notable que le permite tocar durante casi tres horas continuas, alternando entre el bajo, la guitarra —acústica y eléctrica— y el piano con absoluta soltura, frente a un público mayoritariamente más joven que él. Paul pertenece a un manojo de flores masculinas del rock, veteranas de otro jardín geológico, quienes aún se pasean por los escenarios del mundo exhibiendo sus acendrados colores y fragancias musicales, frente a aquel que pueda costearse una entrada, por supuesto.
A contrapelo del triste cliché de la superestrella muerta a los 27 años —dionisíaca e irremediablemente inmadura—, ha surgido un nuevo personaje: apolíneo, octogenario y vital, que sigue creando como un imperativo de existencia y que pareciera decirnos junto con aquel Renton redimido de Trainspotting (de Irvine Welsh): “Choose life” y, por qué no, “Choose money”. A esta nómina se podrían añadir otros rockeros, como el canadiense Neil Young, padre del grunge, quien sigue lanzando un par de discos cada año y no tuvo empacho en firmar aquel verso con el que el vocalista de Nirvana, Kurt Cobain (otro músico extinto a los 27), selló su nota de suicidio: “It’s better to burn out than to fade away” (Es mejor arder que apagarse lentamente), mientras ha seguido disfrutando de sus trenes de juguete y de su estudio de grabación. Mick Jagger, Jack el Saltarín —de quien un envidioso Liam Gallagher dijo que estaría condenado a bailar toda su vida—, es tal vez la forma más depurada de este personaje solar cuya jovialidad sería sospechosa si no estuviera sustentada por un cuidado de sí que muchos de ellos se procuran y que pareciera traicionar su fama de rockeros destrampados. McCartney es famoso por su vocación por la vida sana, el vegetarianismo y el yoga. Ha abrazado el wellness y hoy es capaz de pararse de cabeza, como lo muestra una de sus fotos compartidas recientemente en Instagram.
Tal vez Paul haya encontrado el secreto equilibrio entre consumir y ser consumido por el público en esa relación pop–vampiresca, de modo que el más beneficiado sea él.
Paul alcanzó los 28 hace más de medio siglo, salvando esa barrera contra la que se estrellaron artistas como Jim Morrison y Amy Winehouse, y este año celebró 82 —invirtiendo los dígitos—. Ha dejado atrás los tintes para el cabello con los que hasta hace algunos años aún ocultaba las canas, mientras conserva su creatividad intacta, de lo que da fe el disco McCartney III, grabado en 2020, tercer volumen de una trilogía introspectiva que ha confeccionado a lo largo de su vida, confirmando su calidad de creador de primer nivel y su vocación de exploración artística. Paul grabó el álbum —incluyendo todas las ejecuciones de los instrumentos, como en las entregas anteriores— durante el encierro de la pandemia de covid–19, cumpliendo con un alejamiento de los escenarios similar al que tuviera con los Beatles cuando prefirieron la intimidad creadora al barullo desquiciante en que se habían convertido sus conciertos, con resultados bien conocidos para la música contemporánea.
No es un secreto que México sea uno de los países donde la Beatlemanía ha seguido especialmente encendida gracias a los fanáticos de hueso colorado de todas las edades. Bajo una luna casi llena, yo mismo tuve el gozo de asistir a uno de los conciertos de noviembre acompañado de mi hijo de nueve años y de mi padre, como quien va bien entregado al partido de fútbol del club de sus amores.
Mientras el frontman octogenario toca frente a nosotros con ese bajo eléctrico con forma de violín, quiero pensar que en tanto dure su concierto todos seremos inmortales. Y acaso él sea el primero en serlo. Tal vez Paul haya encontrado el secreto equilibrio entre consumir y ser consumido por el público en esa relación pop–vampiresca, de modo que el más beneficiado sea él. Que su voz casi se haya ido no le impide seguir tocando sus canciones acompañado por la que ha terminado por ser la verdadera banda de su vida, ni entonar en solitario piezas como “Blackbird” ni homenajear a sus colegas que se le adelantaron: Jimi Hendrix, John Lennon y George Harrison; todo frente a un público mexicano que se le entrega por completo.
O quizá, si nos ponemos sentimentales, la clave esté en los versos finales con los que Paul cierra la noche: “And in the end the love you take is equal to the love you make” (Y al final, el amor que recibes es igual al amor que entregas), de la canción “The End”,probablemente el mejor eslogan de ese pacifismo hippie bastante menospreciado actualmente, pero que tuvo el acierto de contribuir a detener una guerra.
“Ahí nos vidrios”, se despide Paul en un español que ha ido aderezando con los años, visita tras visita al país.
—Ahí nos vidrios, brother. We really have enjoyed the show. Retachas pronto. ®