Un grupo de campesinos bloquea la carretera y nadie sabe las razones. Autos, camionetas y tráileres están atrapados en medio de un calor infernal. Un cargamento de gallinas corre el riesgo de morir de asfixia e insolación. Qué poco se necesita para descomponer un país, dice uno de los protagonistas.
9:00 del 27 de julio
En un ejercicio de memoria sinóptica intento ordenar y comprimir los recuerdos más destacados de la semana transcurrida en la playa, mientras descanso la mirada sobre las sinuosidades del asfalto ardiente que se despliega entre Mazunte y el aeropuerto de Huatulco. Volteo a mi derecha para ver que Camilo también está absorto por la hipnotizante monotonía de la carretera. “Má, má, má”, me dice y choca su dedo índice contra el vidrio para señalarme una pequeña fracción del Pacífico que se asoma entre la maleza. En la parte delantera de la camioneta, Joaquín y Carina —amigos míos, padres de Camilo y biólogos por elección natural— discuten sobre el gran potencial que representa el “código de barras genético” como una herramienta para la identificación de especies, entre otros usos, poco antes de llegar al aeropuerto de Huatulco. ¡Eres grande!, grito sin voz en un gesto de profunda gratitud al difunto Willis Haviland Carrier —inventor del aire acondicionado— por habernos otorgado el lujo de poder imponer una temperatura civilizada sobre cualquier adversidad climatológica. Carina acomoda a Camilo en su carriola antes de despedirse de Joaquín y de mí para caminar unos metros hasta pararse frente al mostrador de la aerolínea. Regresamos a la camioneta un tanto desairados. La noción de un viaje de doce horas —con sus respectivos retenes militares, los topes, los baches, las infaltables fallas mecánicas, las casetas, el peligro que representa el ganado suelto, la posibilidad de un asalto a mano armada, etcétera— adquiere una dosis de fatiga adicional al oír el rugido puntiagudo y sofisticado de un par de turbinas jet que parecen despreciar el rezago evolutivo de todas las criaturas terrenales. La pluma del estacionamiento cae detrás de nosotros como una claqueta que marca el inicio de una nueva secuencia.11:30
Llegamos a Puerto Escondido sin mayores contratiempos, a excepción de una mula shahid* que puso a prueba los reflejos de Joaquín y logró sacudir mi cómodo estado letárgico. Desayunamos en el primer local que encontramos en el andador y retomamos nuestro rumbo con la firme esperanza de llegar a Acapulco antes de que caiga la noche sobre la Tierra Caliente guerrerense y las fábulas de terror inspiradas en este corredor aparentemente ingobernable.
12:30
Una docena de adolescentes salen de un diminuto colegio que se encuentra al borde de la carretera. Todas ellas van envueltas en vestidos corte-princesa-colonial de colores chillantes. Atraviesan la carretera a paso lento hasta desintegrarse en el espesor de la selva como fantasmas del siglo XVI. Los 170 kilómetros de maleza, barras, lagunas, camiones con las leyendas de la Coca-cola y el pan Bimbo y pueblos tapizados de topes recorren el parabrisas de manera ininterrumpida hasta pasar el retén militar a la entrada a Pinotepa Nacional —el último pueblo oaxaqueño antes de entrar a Guerrero.
13:20
El tráiler de enfrente frena abruptamente. Las gallinas cacarean desde sus jaulas para mostrar su descontento por la fuerte sacudida. “Esto no pinta bien, la gente se está regresando”, dice Joaquín y vemos pasar a los conductores del carril contrario agitando los brazos. “No hay paso”, grita alguno que otro. Al término de unos minutos la carretera se convierte en un malecón. Centenares de personas invaden el asfalto, todos obligados a cargar sus pertenencias y caminar hasta encontrar lugar en una de las peceras que ahora entran en reversa para retacarse de pasajeros.
El tráiler de enfrente frena abruptamente. Las gallinas cacarean desde sus jaulas para mostrar su descontento por la fuerte sacudida. “Esto no pinta bien, la gente se está regresando”, dice Joaquín y vemos pasar a los conductores del carril contrario agitando los brazos. “No hay paso”, grita alguno que otro. Al término de unos minutos la carretera se convierte en un malecón.
Bajamos de la camioneta para interrogar a la gente que sigue llegando en grandes cantidades de la dirección contraria. La única información que logramos extraer es que se trata de un bloqueo, aunque nadie sabe explicar a bien los motivos. Me acerco al trailero que observa su cargamento emplumado con preocupación. “Las rocié con agua en Puerto Escondido pero quién sabe cuánto más aguanten, los dueños están esperando al otro lado del cerco”, me dice mientras acerca su rostro a unos centímetros de las jaulas y me explica que siete horas atrás tuvo que esperar cuatro largas horas hasta que pudieron arreglar, de manera improvisada, un puente que se había derrumbado debido a la tormenta de la anoche anterior. El leitmotiv del paro permanece ofuscado. Las versiones no coincidían entre sí. “Sea lo que sea, ¿qué puta culpa tenemos nosotros?”, pregunta uno de los conductores en medio del pequeño consejo que se había formado en torno al trailero. “Voy hasta Lázaro Cárdenas”, agrega resignado y pasa un paliacate sobre su frente para secarse el sudor. El sol parece derretirse en el cielo como una yema estrellada.
14:15
El ajetreo de las gallinas que están en las jaulas del centro va disminuyendo gradualmente. El resto se limita a cacarear de manera esporádica. Entramos a la camioneta para escondernos del sol. El tráiler enciende su motor y comienza a avanzar. “Ya la libramos, cabrón”, afirma Joaquín con un ánimo que parece contagiar a las gallinas. Pero nos volvemos a detener cuarenta metros después. Un cincuentón de bigote gris y con un ceño fruncido por la irritación se pone entre el tráiler y la camioneta, deteniéndonos con la palma de su mano y señalándole a su mujer con su camiseta el estrecho espacio entre las gallinas moribundas y nosotros hasta que el vehículo de placas capitalinas queda clavado en medio. “Tenían que ser chilangos”, suspira Joaquín en un tono fatigado.
15:30
Me recargo sobre la camioneta y observo cómo el viene-viene de bigotes grises sacude su camisa a unos cincuenta metros de distancia. “Apúrate, gorda”, chilla amargamente y su mujer y dos hijos obedecen entrando al auto enseguida para alcanzarlo, dejando al descubierto un pedazo de mierda que parece describir mejor que mil palabras el estado anímico colectivo.
15:35
El calor cobra sus primeras víctimas. La inmovilidad de algunas gallinas marca el principio de lo inevitable. Un escuadrón de moscas embiste la ofrenda hecha por la familia del franelero infeliz. Los rumores dicen que van a abrir el cerco durante media hora cada dos horas.
15:50
Los conductores se suben a sus autos de par en par. Hacemos lo mismo. El tránsito empieza a fluir. “Ahora sí ya la libramos”, asegura Joaquín. Rebasamos el tráiler de las gallinas y avanzamos a una velocidad prometedora hasta que alcanzamos a ver la aglomeración de los protagonistas de esta protesta que tiene secuestrado a un rehén de más de 10 kilómetros de largo. Un puñado de personas con gorras rojas ¾así es como se identifican los manifestantes— arrastran un tronco para bloquear nuevamente el tránsito provocando el derrape del auto que está enfrente de nosotros para dejarnos justo en la boca del lobo.
El bloqueo parece estar coordinado por un grupo de ancianos indígenas que manejan las acciones del resto sin demasiado esfuerzo. Sobresale uno de sus “soldados alfa” que lleva puestos unos lentes de sol sobre un rostro inexpresivo y cuya mano se mantiene sobre un machete que parece querer salir de su funda ante la menor provocación. Los ancianos se sientan sobre el tronco como para atender las preguntas de los conductores que llegan de los dos lados del cerco disfrazando su impaciencia con curiosidad. Todos, invariablemente, responden lo mismo: “Yo no soy el líder, pregúntenle a él”. Las tres pancartas que se encuentran en el sitio están rotas y son prácticamente ilegibles. “Lo peor de todo es que ni siquiera están tratando de remediar una injusticia; te puedo asegurar que ésta no es más que una movida para derrocar al grupo que está en el poder”, me dice Joaquín en voz baja para no llamar la atención del machete más cercano. Asiento y pienso en las pequeñas sutilezas que distinguen las versiones micro y macro de las riñas políticas.
17:00
El bloqueo parece estar coordinado por un grupo de ancianos indígenas que manejan las acciones del resto sin demasiado esfuerzo. Sobresale uno de sus “soldados alfa” que lleva puestos unos lentes de sol sobre un rostro inexpresivo y cuya mano se mantiene sobre un machete que parece querer salir de su funda ante la menor provocación.
Uno de los ancianos parece dispuesto a ceder el paso después de una larga discusión con un grupo de conductores, cuando de pronto se oye el crujir seco de una rama. Todos los ojos van hacia el origen del ruido para descubrir a una pickup que intenta rodear el bloqueo por el acotamiento. “¡Agárrenlo!”, grita el de las gafas de sol, desenfunda su machete y lo apunta hacia el rostro aterrado del conductor que queda congelado en su asiento al igual que el grupo de adolescentes que se aferra a la parte trasera del vehículo. La muchedumbre no tarda en abalanzarse sobre los infractores y en cuestión de segundos los neumáticos de la pickup son reventados a machetazos. “¡Mátenlos! ¡Voltéenlos!”, gritan algunas voces anónimas, aunque con una severidad falsa. La pickup es sacudida por los “justicieros” de Pinotepa que amenazan con voltearla. De pronto, como en un cuento perteneciente a un nuevo género denominado lo tropical maravilloso, un payaso aparece de la nada a un lado del tumulto. “¡La APPO, Sí!”, grita acaparando la atención de la turba boquiabierta. “Ah, no, ¿verdad?”, añade después de una breve pausa llevándose la mano a la boca para arrancarle una carcajada retumbante a rehenes y secuestradores por igual, incluyendo a la muchedumbre excitada que se disipa como la efervescencia de la champaña, dándole un nuevo significado al término comic relief. Nuestro Chaplin oaxaqueño arquea su espalda en reverencia a su nuevo público, y así como llegó, ahora desaparece en el interior de una combi que arranca inmediatamente.
19:00
Uno de los ancianos anuncia que el bloqueo podría prolongarse hasta la madrugada. “No hay de otra, buey, vamos a tener que dormir en Puerto Escondido. Mañana temprano nos vamos vía Oaxaca”, le digo a Joaquín, que coincide sin pestañar. Nos subimos a la camioneta y logramos abrirnos paso entre la gente para darnos la media vuelta y emprender una retirada obligada. “Ahora sí, es un hecho que ya la armamos”, insiste Joaquín con un optimismo que se desintegra a menos de un kilómetro sobre el parabrisas de una torton atravesada que bloquea ambos carriles. “Ése pinche poblano-cabeza-hueca dice que si se chinga él, nos chingamos todos”, nos informa el chofer de una pecera que está justo delante de nosotros. Estamos atrapados entre dos causas perdidas, pienso con una gran dosis de resignación que ayuda a relajarme los músculos faciales.
19:50
El chofer de la pecera convence al de la torton de que nos deje pasar. Lo seguimos —dejando atrás el optimismo de Joaquín— sin demasiadas expectativas y recorremos kilómetros retacados de rostros exhaustos. Pasamos al lado del tráiler de las gallinas de cuyas jaulas no sale ni un pío y no puedo dejar de pensar en lo que podría ser el origen de una nueva pandemia. “Es alucinante lo poco que se necesita para descomponer a este país”, resopla Joaquín con un dejo de amargura en su voz.
11:20 del 28 de junio
Carretera Puerto Escondido-Oaxaca. “Ve la cantidad de cruces que hay en las curvas”, exclama Joaquín. “¿Tú crees que si nos matáramos pondrían una cruz y una estrella de David?”, pregunta y las carcajadas llegan con una ligera demora por los residuos de melatonina.
17:00
Recuerdo haber soñado con aeromozas escandinavas.
23:33
Por primera vez siento una especie de alivio al ver el Distrito Federal. ®