Ahora que Pintura y verdad —la retrospectiva sobre José Clemente Orozco que llegó con casi año y medio de retraso a la fiesta del 125º aniversario de su natalicio— finalmente se puede apreciar en el Instituto Cultural Cabañas (ICC), quizá sea buen momento para revisar algunas de las actividades que sí se realizaron a tiempo para los festejos de 2008, año oficialmente dedicado al grande de Zapotlán el Grande.
Específica aunque no exhaustivamente —por cuestión del espacio— me gustaría considerar unos aspectos de la llamada Ruta Orozco (la exhibición de obra pública, a cargo de algunos adeptos del “arte contemporáneo”); la colectiva de pintura titulada Orozco desde el siglo XXI, de algunos pintores locales, y el catálogo Homenaje a Orozco (Guadalajara: Secretaría de Cultura de Jalisco/Instituto Cultural Cabañas), publicado en marzo de 2009, el cual combina reproducciones de ambas exposiciones con varios textos.
Si le parece curioso que el homenaje a un pintor incluyera una sección especial dedicada a los seguidores del arte contemporáneo —quienes suelen menospreciar la pintura como un medio expresivo “caduco”—, quizás la revisión de una exhibición antecedente, llamada Trinchera (La Jornada Jalisco, 9/9–14/9/2007), refrescará la memoria sobre cómo posicionarse “en relación con Orozco” funcionó para legitimar la inserción de algunos de sus participantes en los proyectos y presupuestos especiales que implicaba la —en aquel entonces recién anunciada— declaración del “Año Orozco”.
Cuando el programa de actividades del “Año Orozco” fue presentado —a mediados de 2008— ya incluía la participación de varios de los sospechosos comunes del arte contemporáneo: Baudelio Lara, quien había escrito el texto justificador para Trinchera (que yo sepa, el único texto suyo que siquiera menciona a Orozco) sería panelista en la serie de charlas y varios de los artistas neoconceptualistas —Gonzalo Lebrija, Francisco Ugarte, Cristián Silva, entre otros— estuvieron confirmados para la serie de intervenciones de espacios públicos.
La causa de los contemporáneos no sufrió ningún contratiempo por la presencia de Alicia Lozano en la coordinación de exhibiciones del ICC. Lozano, quien admitió recientemente —a raíz de su nombramiento como nueva directora del Museo de Arte de Zapopan— que su sueño sería armar una retrospectiva sobre el abuelo putativo del arte contemporáneo, Marcel Duchamp, se había perfilado desde antes como defensora del arte neoconceptualista, aun en el caso de un proyecto construido sobre una base de ingenuidad y en claro detrimento del bienestar tanto de los espectadores como de los trabajadores que laboraban con ella (Público, 7/2/2006, p. 21). Fungía de museógrafa del ICC y para los proyectos que el grupo pastoreado por Patrick Charpenel —yerno de Elena Matute, la entonces jefa del ICC— montaba en la Casa Taller Orozco, espacio que habían convertido en una especie de project room de los arquitectos junior, jóvenes empresarios y demás gente bien de la Avenida Américas para allá.
Hace años, en medio del debate sobre el desplazamiento de pintores y otros practicantes de las técnicas “tradicionales” por los proponentes de la “vanguardia” (socioeconómica), alguien asociado con la galería —de tendencia “contemporánea”— Sector Reforma había declarado a Proceso Jalisco, palabras más palabras menos: “Hasta a los pinches pintores les damos chanza”. Aunque la política de una galería privada concierne sólo a sus directivos, las practicadas por los servidores públicos en instituciones públicas deberían seguir un esquema de desarrollo ideológicamente más abierto, equilibrado y pluralista. El trato dado por las autoridades a un grupo u otro puede llegar a ser tan marcadamente desigual que se vuelve difícil de ignorar, a pesar de los intentos por disimular las inequidades.
Tal fue el caso con las dos exhibiciones organizadas por el ICC para homenajear a Orozco en 2008. Desde un principio, los artistas “contemporáneos” recibieron un trato a todas luces preferencial. Las cartas de invitación a formar parte de la Ruta Orozco incluyeron el ofrecimiento por parte del ICC de subvencionar a los artistas contemporáneos con diez mil pesos por proyecto. Las cartas de invitación extendidas a los pintores no incluyeron ningún ofrecimiento de asistencia económica, ni siquiera para rembolsar parte del costo de materiales para obras que pidieron fuesen hechas ex profeso —al igual que las intervenciones de los conceptualistas— para la exhibición Orozco desde el siglo XXI.
Dado que el ICC pagó a los artistas contemporáneos, las obras resultantes serían propiedad y responsabilidad (material e ideológicamente) ¿de quién? Pienso, en particular, en la obra de Cristián Silva: dos bloques de mármol que han estado estorbando el paso de los transeúntes por la banqueta de Avenida Juárez (a un costado del Parque Rolón, frente al ex Convento del Carmen) desde 2008. Esta obra “tumbaciegos”, lejos de cumplir con las aspiraciones del artista de convertirse en una especie de banca o punto de encuentro, ha devenido un deforme foco de infección, un tiradero de basura cuyo acabado “perfecto” se está cayendo en pedazos y sólo sirve como blanco de —lo admito, a veces muy atinados— grafiteros.
La obra, según comentarios tanto en la prensa (véase la nota de Cecilia Durán en La Jornada Jalisco, 24/11/2008) como en el texto con que Silva fue invitado a contribuir al catálogo arriba mencionado (aunque el ICC no admite ninguna erogación al respecto), hace referencia al pensamiento supuestamente “masónico” de Orozco. No hay cita bibliográfica que dé pista sobre dónde o de quién habría sacado esa conclusión errónea. Ni siquiera los historiadores del arte mexicano cuyas investigaciones extensivas sobre la iconografía esotérica del muralismo —Fausto Ramírez Rojas y su protegido, Renato González Mello, ambos del Instituto de Investigaciones Estéticas (IIE) de la UNAM— se han atrevido a formular tan disparatada aseveración, por la carencia total de evidencia. Pero Silva —quien no es historiador del arte— aparentemente se siente escudado por su derecho a la libertad de expresión. La suya es una declaración falsa, pero sobre todo es una estupidez. De modo igualmente necio se podría declarar que Orozco “desde luego” era un nazi (porque pintó suásticas) o un estalinista (porque pintó hoces y martillos) o un creyente en la santa iglesia católica, apostólica y romana (a raíz de la aparición de Cristos y cruces en su obra). Ahora que la falsedad de Silva ha sido avalada, publicada y difundida por las autoridades culturales de Jalisco, las generaciones venideras —si es que citan sus fuentes acuciosamente, a diferencia de él— lo tendrán como referencia en las bibliotecas, para poder seguir difundiendo una mentira perniciosa. A fin de cuentas, Silva está menos interesado en la verdadera historia de Orozco que en las fábulas de Firuláis y los demás payasos de la alta esfera social tapatía.
Señalar a alguien como “masón” —tal como lo hizo infundada y erróneamente Cristián Silva respecto a Orozco, en el supuesto marco de homenajearlo— tiene una connotación peyorativa en el occidente de México, por lo menos desde la época de la guerra cristera, cuando los creyentes enfervorizados achacaban a una supuesta conspiración de “judíos, bolcheviques y masones” las acciones del gobierno federal. Es preocupante que la posición asumida por Silva esté al servicio o al menos concuerde con los intereses de algunos políticos ultraconservadores, cuyas creencias probablemente les dificultaron concebir un homenaje libre de insinuaciones despectivas a un artista como Orozco, cuya crítica mordaz incluya al clero.
El Instituto Cultural Cabañas (ICC) se lavó las manos de responsabilidad organizativa para la serie de intervenciones públicas de arte contemporáneo de la llamada Ruta Orozco, contratando la compañía LOGA Arquitectura y Urbanismo, que aparentemente pertenece a uno de los artistas invitados —el arquitecto Francisco Ugarte— para encargarse de los detalles organizativos y pragmáticos. Aunque se menciona en un documento el presupuesto aproximado de 285 mil pesos para la Ruta Orozco, el único cheque que el ICC admite haber entregado a la compañía de Ugarte fue de tan sólo 115 mil pesos. Incluso así, ese cheque excedió por 25 mil pesos lo que habrían costado los nueve proyectos que se realizaron (a 10 mil pesos/proyecto, según las cartas de invitación).
Ugarte “juez y parte” fue el autor de la obra que consistió en pintar de blanco las fachadas de varios inmuebles en el cruce de las calles Josefa Ortiz de Domínguez y Mariano Jiménez, detrás del ICC. Según se ha reportado, la obra es una supuesta metáfora de “la tela en blanco de Orozco, antes de pintar”. Como arquitecto y dueño de su propia compañía, lo más probable es que Ugarte no se vistiera de overol para realizar “su” obra, sino que se limitara a pagarles a algunos pintores de brocha gorda.
Algunos lugareños comentaron sobre cómo les fue propuesto este “concepto artístico”: llegó una docena de trabajadores, pintores de clase obrera, les informaron que “tenían que darle una manita de gato” a los edificios para que quedaran limpios y bonitos “porque el gobernador iba a pasar por ahí”; les aseguraron que, después, regresarían para repintarles sus fachadas del color que los inquilinos escogieran. La gente humilde del barrio aceptó el trato y dejaron que los obreros pintasen los edificios. Tomaron varios días para terminar el trabajo. Jamás regresaron.
Dejando de lado el hecho de que el concepto no es particularmente nuevo ni interesante —parece refrito de una acción de Elmgreen y Dragset titulada “12 Hours of White Paint”—, uno de sus aspectos llamativos es la manera despótica en que un artista de la clase privilegiada se impone a la gente humilde que vive en los edificios “blancos” de la intervención, disimulando —con pretextos inventados y por boca de subalternos— su propio juego de poder y manipulación. No hace ningún honor a la memoria o el espíritu de Orozco, cuyo trato para con sus ayudantes, albañiles y peones siempre fue respetuoso, de dignidad. Orozco opinó que el muralismo fue el arte más noble porque es para el pueblo, para todo el pueblo, y no para el lucro —o los honorarios ganados disimuladamente— de unos cuantos.
Porque es una compañía externa a las dependencias gubernamentales que la contrataron, LOGA Arquitectura y Urbanismo no es un posible sujeto obligado de solicitudes de transparencia. Por lo mismo, es imposible saber si incurrió en una disimulación aún más flagrante respecto de la supuesta participación de Gonzalo Lebrija en la Ruta Orozco. Lebrija, primo hermano de Ugarte, fue uno de los artistas cuya participación se había “confirmado” desde mediados de 2008. El nombre de Lebrija —así como la ubicación de su obra, situada en la “Rectoría de la UdeG” o “esquina de la avenidas Juárez y Enrique Díaz de León”— apareció en la propaganda de la Ruta Orozco: en la lista de intervenciones fijada en el ingreso a la Casa Taller Orozco (donde, por cierto, no hubo ninguna referencia a la colectiva de pintura en el ICC ni a los artistas participantes); en una relación idéntica que apareció sobre una pared del ICC, cerca de la entrada a las salas de la colectiva de pintura; en el enorme estandarte colgado afuera de la entrada principal del ICC; en los periódicos; etcétera.
Sin embargo, la mañana de la inauguración (el 23 de noviembre de 2008), alrededor de la Rectoría no hubo rastro de la obra de Lebrija. Pregunté a Alicia Lozano y ella me dijo que Lebrija “no pudo participar porque acaba de regresar del extranjero y no tuvo tiempo para realizar su proyecto”. Cuando le pregunté cuál era su proyecto me contestó que su idea fue “colgar una hamaca entre dos esculturas de los ex rectores que se encuentran afuera de la Rectoría”. Le dije que no entendía qué tendría que ver eso con Orozco. “¡Sí, cómo no!”, Lozano me corrigió, “a Orozco le importaba muchísimo la educación…” Así, el proyecto simplísimo (por no decir simplón), que podía haberse armado durante la pausa de un taxi del aeropuerto en el semáforo frente a Rectoría, nunca se realizó.
A esta “participación virtual” —que sólo existió en la promoción mediática y la curaduría oficial— pronto se añadiría otra, aún más grave: en el catálogo (publicado en marzo de 2009), como por arte de magia, el nombre de Gonzalo Lebrija aparece como coautor de la obra previamente atribuida a su primo Francisco Ugarte, cuya compañía LOGA aparentemente no sólo administraba el dinero que el ICC le entregó para el desarrollo de las intervenciones públicas sino que se habría encargado de realizar otro tipo de “intervención” —de la apariencia pública y la percepción histórica— al corregir estos “detallitos” antes de entregar la documentación que da fe de su buen desempeño al ICC para finiquitar sus obligaciones contractuales.
Hace diez años el cardenal Sandoval Íñiguez se distinguió por avalar a dos jóvenes católicos extremistas que destruyeron la obra “La patrona”, tachándola de ofensiva. Tiempo después, el clérigo recibió un reconocimiento por su labor en pro de la cultura, promovido por uno de sus sobrinos, quien fungía como presidente de la comisión de cultura del congreso estatal. Ahora que los primos Lebrija y Ugarte —ambos sobrinos del vicario del Opus Dei en México— y su compinche Cristián Silva nos han dado lecciones de cómo el revisionismo histórico radical sirve a la ideología dominante en el campo cultural, sería interesante saber si su tío está complacido. Se ve que el Orozco [visto] desde el siglo XXI —al menos en Jalisco— es un Orozco del que han abusado conjuntamente Iglesia y Estado, víctima de las buenas y malas intenciones, distorsiones y mentiras. Acá en el rancho grande, la prevaricación, el nepotismo y demás faltas a la ética ya ni causan rubor. Y a la verdad nadie la quiere ver… ni en pintura. ®
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