¿De qué manera los poetas convirtieron a la poesía, otrora tan convincente, tan digna de admiración tanto por parte del lector como de los propios escritores, en un ejercicio irrelevante por ilegible, una simple convención tipográfica demasiado cargada de historia?, se pregunta el autor, y a eso trata de responder aquí.
1. Necesidad y placer en la lectura de poesía
Ignoro si en la Baja Edad Media (cuando parece que todo mundo hablaba en octosílabos) la poesía era tan popular como han querido hacernos creer. Hoy es una verdad a gritos que se lee muy poco. Dicen que los medios actuales de comunicación, tan dominados por lo visual, lo “multimedia”, han actuado en detrimento ya no sólo de la lectura de poesía, sino de la lectura en general. Yo no estoy tan seguro. En cada vagón del metro siempre hay por lo menos uno que va leyendo una revista de variedades o el best seller del momento. En las primarias, los niños leen, o les hacen leer, sus libros de texto. Los oficinistas leen lo que pescan en la Red. Los obreros salen de las fábricas con un Sensacional De Lo Que Sea en el bolsillo trasero del pantalón. Los burócratas escanean —que es lo mismo, pero “discriminatoriamente”— quién sabe cuántos documentos por hora. En el cine leemos subtítulos en cantidades industriales y con una eficacia de miedo. En la televisión, casi a los dos segundos de zapping, nunca falta un eslogan, una nota deportiva, el nombre de una telenovela, una lista de créditos, un titular informativo o un chisme rosa. Están los diarios, los anuncios espectaculares, los globitos de cómic, las leyendas en el empaque de los productos, los carteles de las “micros”, las recetas de cocina, los SMS, las notitas en el refrigerador y tantas, tantas cosas que andan por ahí, o permanecen en su sitio, siendo leídas una y otra vez por todo aquel que ha dejado de ser un feliz analfabeta.
O sea que sí se lee, y mucho; nomás que —es cierto— muy pocos libros, y casi ninguno de poesía. Por un lado, en este México bicentenario y futbolero apenas 3% de la población está integrado por lectores habituales. Según ciertas encuestas, sólo en 5% de los hogares mexicanos existen más de cincuenta libros (y quién sabe en realidad cuántos de ésos han sido leídos). Por otro lado, el mercado del libro en México es pequeño, periférico, altamente subsidiado y básicamente escolar. En lo que se refiere a literatura, tan sólo Planeta, Santillana, Anagrama y Anaya acaparan 80% de los libros que circulan y se venden. La industria editorial, que necesita una tasa de ganancia de entre 15 y 30%, se ve obligada a buscar ventas rápidas, lo que significa hacer tirajes grandes, publicar libros fáciles y concentrarse en lectores ocasionales. Es natural pues que la poesía, entre que no genera demanda y que los lectores hechos y derechos son más bien pocos, prácticamente no se edite.
Aun así, a contracorriente y todo, hay mucha producción. Gracias al apoyo de una beca o al auxilio de una editorial pequeña pero comprometida, ganando terreno de revista en revista u ofreciendo lecturas públicas aquí y allá, continuamente surgen nuevos poetas —jóvenes y no tanto— que se agregan a la extensa lista de los ya consagrados, contando los incontables nombres que pueblan tanto nuestra historia literaria como la universal. También están los absoluta y casi místicamente inéditos, aquellos que jamás han publicado una línea. Y ni hablar de la miríada de aficionados que, armados de una inquebrantable fe cibernética, suben sus poemas a la Red esperando que alguien los descubra. Vamos, que poesía hay para botar pa’ arriba. Incluso no pocas veces se ha dicho que México es un país de poetas. Y bueno, bravo. Pero, ¿y quién los lee? ¿Por qué la poesía, habiendo tanto de dónde escoger, no interesa como lectura? ¿Por qué la gente, evidentemente apta para la lectura, prefiere hacer cualquier otra cosa antes que gastarse media hora de ocio en compañía de un poema? A la narrativa, sabemos, no le va tan mal. Pero algo tiene la poesía que, si a versos vamos, cualquier trovita ripiosa tiene más posibilidades de identificación con el público que el último libro ganador del Aguascalientes.
No parece justo, pero tampoco es para sorprenderse. Pasa que las personas no somos atraídas por algo sin una razón. Aquello que una persona busca es, siempre, algo que necesita o algo que le gusta. Si su necesidad del momento es, por decir algo, apaciguar la angustia existencial con una idea favorable del futuro inmediato, entonces busca su horóscopo y lo lee, no sólo con verdadero interés, también con suma concentración. Si, en cambio, sus fines son sencillamente de esparcimiento y toma —por poner un ejemplo loco— un libro, esperará entonces una historia o un asunto cuyo desarrollo le entretenga por lo menos tanto como las otras opciones de las que puede echar mano. Nadie en su juicio dejará de ver una película medianamente entretenida a cambio de leer un libro cuyo contenido —o la forma de su exposición— le provoque somnolencia.
El interés auténtico en algo está determinado, cuando no por ambas, por una de esas dos condiciones. Si yo sé que verdaderamente necesito algo, me mostraré interesado. Igual ocurrirá si sé que ello me puede dar placer. Por eso aquello de decir a priori que algo es “interesante” siempre será parcial y privativo. Es mal argumento para recomendar un libro, un autor, decir que “es muy interesante”. Con eso no se convence a nadie. En cambio, si de acuerdo con mis parámetros me doy cuenta, o me persuaden, de que tal libro contiene algo necesario o, en su defecto, placentero, mi interés en él será instantáneo; si es ambos, irreprimible.
Incluso no pocas veces se ha dicho que México es un país de poetas. Y bueno, bravo. Pero, ¿y quién los lee? ¿Por qué la poesía, habiendo tanto de dónde escoger, no interesa como lectura?
En estos días, por no más de veinte pesos cualquiera puede tener acceso a contenidos que respondan a su necesidad o a su placer. A mí me gusta la astronomía. Disfruto mucho viendo fotografías de galaxias, cometas y esas cosas. Luego me pregunto qué clase de eventos cósmicos se requieren para formar tales maravillas. Necesito información. Entonces leo sobre ello. No poco. Tampoco mucho. Leo lo necesario, tanto como la curiosidad me empuje y el tiempo me permita. Leer sobre estos fenómenos no sólo satisface mi necesidad de saber. La propia actividad de leer y enterarme de los descubrimientos recientes, comprender su importancia, enriquecer mis conocimientos, me provoca placer (placer intelectual, le llaman). Y todo esto, como sin duda a muchos libros, se lo debo también a Internet. Mi interés, esquina con mi necesidad y mi placer, se puede mantener intacto gracias a la confianza en verse recompensado accediendo a esas fuentes.
Se pueden dar miles de ejemplos, pero el asunto es que si yo considero que algo no me es necesario, ni tampoco me puede dar placer, entonces no tiene por qué interesarme. Y eso es justamente lo que sucede con la lectura de poesía. Pese a la disposición —aun si relativa— y la disponibilidad —aun si transitoria— de la gente, la mayoría no ve en la lectura de poesía una manera de satisfacer una necesidad (digamos, emotiva) o un medio para obtener placer (por ejemplo, intelectual). Pero no toda es culpa suya. De hecho, entre escritores, editores, promotores, comerciantes, adeptos y no adeptos, los menos responsables de serlo son éstos últimos.
Cansa escuchar los pretextos que muchos de los supuestos profesionales de la escritura ponen para explicar la escasez de lectores de poesía. A la malévola omnipresencia de los medios, añaden manipulaciones y acciones represivas llevadas a cabo, principalmente, por los organismos dedicados a la administración de la cultura (“el sistema” le dicen). Persecuciones y actos de censura, listas negras, y más tópicos por el estilo, abundan y se interrelacionan en los reclamos de estas personas cuya obra y actividades artísticas curiosamente pertenecen a una marginalidad pendenciera, pero estacionaria, que se homologa bajo su propia mediocridad. “Es que la política, los intereses económicos, el neoliberalismo”, dicen. “Es que los círculos literarios”, añaden. “Es que el sistema educativo”.
Sí, mucho de eso existe. Pero no está en ello el origen del problema. Todas las anteriores (y más) no son sino consecuencias. Nefastas, de acuerdo, ofensivas, pero finalmente ulteriores. Por ejemplo: es verdad que a la educación pública nacional se le puede criticar casi todo, pero no menos cierto es que a muchos profesores ni siquiera les gusta leer, y eso, digamos, no es “por consigna”. No les gusta y ya (que tampoco es a fuerza). Lo malo es que su apatía influye directamente en la forma en que los alumnos asimilan sus primeros acercamientos a la literatura. ¿Cuántos de nosotros no salimos de la primaria con la sensación de que las lecturas son obligatorias? ¿Quiénes no veían la poesía sólo como un grandilocuente montaje coral de loas a la patria? Y no me refiero en vano a esta etapa escolar: es durante esos seis años (una vez que se ha dejado atrás “el estado puro de animal de la primera infancia”, según Voltaire) cuando el descubrimiento del arte es más propicio, más natural. Pero ocurre que la inducción, cuando la hay, es tan desvirtuada como limitados los criterios del profesor. ¿Y cómo cargarle toda la culpa cuando éste viene de lo mismo? En el hogar, el malogro no se combate: los padres también fueron educados así. Finaliza la etapa de formación y la idea que las personas tienen de la poesía es que se memoriza y se declama, que es incomprensible, exótica y aburrida, pomposa, seria hasta el hartazgo y, sobre todo, ajena totalmente a sus circunstancias personales.
Así es que se forman individuos en su mayoría indiferentes no sólo a la poesía, también a otras manifestaciones artísticas, como el teatro o la música clásica. Pero podríamos, como hacen muchos, quedarnos con eso y lamentarnos, indignarnos, protestar día y noche… y esperar que alguien lo resuelva. Eso, o preguntarnos cuánta responsabilidad comparten los propios poetas en esta desafortunada realidad.
Sin dejar de reconocer las diversas dificultades a las que se enfrenta la poesía para llegar a la gente, cabe añadir la poca habilidad que los poetas han mostrado para superarlas y lograr, pese a todo, acercarse a su público. De inicio, hay que preguntarse si en verdad ese público es suyo. Es decir, considerando las propuestas de diferentes poetas, ya sea en libros, revistas o Internet, y tomando en cuenta los temas sobre los que giran sus obras y los modos en los que éstos son expuestos, ¿los poetas realmente están dirigiendo sus palabras a la gente?
Hemos dicho “individuos indiferentes”, no “en contra”; personas que por pura apatía, intuitiva e ignorante apatía, no toman un libro de poemas y lo echan al fuego: sencillamente no lo toman. Aquel desgastado argumento de que las instituciones oficiales y los medios masivos de comunicación intentan sofocar la expresión artística y mantenerla fuera del alcance de la sociedad, dadas sus cualidades revolucionarias y de concienciación, es tan anticuado como caprichoso. Es ridículo decir que a la poesía se la intenta acallar “porque es peligrosamente política”. Para impedir que la gente sea presa del espíritu “sedicioso y alborotador” de la poesía primero tendría que conocerla, identificarse con ella, saber que no se trata sólo de rebuscadas cursilerías eufónicas. No, ni a los emporios mediáticos ni a las cúpulas gubernamentales les importa en absoluto la poesía: saben perfectamente que a la gente tampoco.
Este desinterés, esta apatía, no tendría por qué ser del todo un impedimento. Lo que tenemos no es una sociedad negada a la existencia de la poesía, sino una a la que simplemente le da lo mismo. Un vacío, pues. Todo un espacio en blanco que los poetas, atareados en concebir propuestas novedosas, acumular galardones, hacer currículum, apadrinarse y ahijarse mutuamente, no han sabido —o no han querido— ocupar. Y mientras los lectores, que los hay, sigan considerando que la poesía no puede satisfacerles una necesidad o procurarles un placer, continuarán optando por otras opciones que sí han demostrado —de una manera vil o convenenciera, pero finalmente eficaz— estar atentas a sus demandas y ofrecer contenidos y formas acordes con sus circunstancias.
Es obvio que no se trata de que los poetas asistan a talleres de creación con Los Tigres del Norte, pero sí les vendría bien evaluar su actitud ante la actual desestimación de la poesía como lectura, preocuparse menos por la exigencia de los espejismos de su entorno profesional y ocuparse más en lo que pueden ofrecer a una sociedad lectora que ya no se deja encandilar por una simple correspondencia, una redacción estrambótica o un par de adjetivos prestigiosamente literarios.
Entre la gran cantidad de poemarios que, a pesar de todo, existen y siguen apareciendo, sabemos que hay suficientes para demostrar que la poesía nos es verdaderamente necesaria a distintos niveles, que no sólo sirve para reconciliarse con el mundo y descubrirlo en particularidades sorprendentes y vivificantes, sino también para experimentar auténtico placer en ello. No se es el mismo después de un poema de Paz, de Borges, de Machado. Pero para aquél que de niño declamó a la fuerza un fragmento de la Suave Patria, el viaje al López Velarde que estaba destinado sólo para él será, si llega a darse, sumamente largo y enmarañado. Su principales obstáculos no estarán en su entorno o en su educación (siempre hay una forma en el mundo de toparse con la poesía), sino en el libro, la revista o la URL que le reciba con un poema estupendo, genial, exquisito, que no le está diciendo nada.
2. El acorde bajo el ruido
Aunque en ocasiones no lo parezca, la poesía está presente en nuestras vidas de manera cercana y recurrente. Está en las figuras que se encuentran en las nubes; en las risas absolutas de los niños; en el aroma familiar, incomparable, como a sopa recién hecha, que asoma de repente a media calle; en el miedo fugaz y repentino, casi invisible, de morir un día; en el recuerdo de un nombre, de un lugar, de un momento precisos, pero modificados por la alegría o la tristeza acumuladas. Está la poesía en la lluvia tras las ventanas, en las razones que despiertan escuchando cierta música, en la historia detrás de la fotografía de alguien conocido, en el eco de los sueños, en las formas inverosímiles, intraducibles, de un objeto ordinario que de pronto nos cautiva. Está en cualquier parte. La vemos todos. Sólo que muchas veces no prestamos atención. Las exigencias de nuestra rutina nos lo dificultan: hay que llegar pronto, hacerlo todo rápido, no quitar el dedo del renglón, ser productivos, estar ocupados.
Pero no todo está perdido. Si bien a veces no es posible constatar por nosotros mismos que las cosas de la vida realmente ocurren, existen individuos cuya labor es justamente estar atentos a ellas y consignarlas para que no se pierdan. El trabajo de los poetas consiste, fundamentalmente, en dejar constancia de que más allá de nuestra distracción, de nuestra indolencia, de nuestro desconocimiento incluso, vivir importa.
Desde la tradición oral hasta el ciberespacio, pasando por las tablas de arcilla sumerias, el caifeng chino, el mester de juglaría y —por supuesto— los libros, los poetas han preservado la experiencia de vivir convirtiéndola en palabras. No hay una sola de las elementales preocupaciones humanas que no haya sido tratada en un poema. No importa si es un madrigal o un haikú, una jarcha o un soneto; los poemas existen para recordarle al hombre que lo es, tanto en lo extraordinario como en lo corriente, igual entre sus semejantes que ante sí solo.
A la poesía del mundo, la mayor, la que sucede no obstante nada, se une así la cultivada por el hombre: la escrita. Y ésta también está en el mundo, también puede encontrársela al doblar alguna esquina. Sólo hay que detenerse, abrir un libro y leer un poema. Tiempo atrás quizá era preciso pertenecer a la corte de un feudo, acaso ser aristócrata, tal vez sólo saber leer lo suficiente (condición poco común durante siglos). Ahora ya casi no existe ese tipo de desventajas. Aun para quien opine que los libros se han vuelto obsoletos (cosa que no es verdad), mediante una simple consulta en Google habrá a su disposición más de 48 millones de resultados referentes a “poesía” en únicamente 0.08 segundos. Ni siquiera hace falta teclear “poesía” con tilde. También, claro, se puede asistir a una lectura pública. O comprar un audiolibro, aunque de ésos sí se dice que han pasado de moda (lo que me extraña, porque la verdad no recuerdo que alguna vez hayan tenido éxito, al menos en nuestra lengua). Pero de todas las opciones para acercarse a la poesía, la más natural sigue siendo por medio de un libro.
También es la manera más cómoda. Un libro no es Internet, no es “del que sea”: pertenece a una sola persona. El dueño de un libro puede arrancarle las hojas o anotar cosas en él, llevarlo a donde se le ocurra, regalarlo, si quiere. Las lecturas de poesía son eventos especiales y finitos; al libro se puede volver muchas veces y abandonar su lectura en cualquier momento sin ninguna pena. Al leerlo, el lector decide el ritmo, el acento que más le convienen; no tiene que soportar a un insufrible Neruda alargando vocales lastimeras. Si un poema le gusta, si siente que las palabras que lo forman dicen exactamente lo que necesitaba decir —y que no sabía cómo—, entonces ese poema habrá cumplido su objetivo: volver a nacer como ya lo había hecho cuando fue creado. Y es que, aunque es verdad que a veces un mismo poema admite varias interpretaciones, más allá está siempre la experiencia vital de su lectura, que es indescifrable y unívoca. La poesía, finalmente, es eso inexplicable capaz de explicar todo lo demás.
Los poemas existen para recordarle al hombre que lo es, tanto en lo extraordinario como en lo corriente, igual entre sus semejantes que ante sí solo.
Y, de todos modos, el poeta puede acercar o alejar a la poesía. Un hombre cualquiera, habituado a la lectura de poemas o no, tiene tantas probabilidades de ser tocado por la poesía gracias a la obra de determinado autor como de que sencillamente ni se dé por enterado. Sucede que hay poetas que le hablan al lector como desde la cima de su inmortalidad; otros, como desde la azotea de su fama. En realidad, considerando los innumerables títulos y nombres que pueblan la literatura, pocos son los que se dirigen al lector como a un amigo, como si se estuvieran confesando con él. Con estos últimos uno queda siempre agradecido.
Comprensible, pero altamente costosa ofuscación de aprendiz es la de creer que los poemas, mientras menos naturales, más elegantes. En su empeño por hacerse de un estilo, una “voz propia”, muchos autores jóvenes terminan más bien alejándose de la que en un inicio era su voz original; torpe, sí, restringida aún, pero auténtica (pues una cosa es evolucionar y otra “autosustituirse”). Pero esto no sólo es un prejuicio de noveles, también es un complejo de veteranos. Sin negar las importantísimas aportaciones de las vanguardias, la verdad es que a estas alturas ya se ha experimentado demasiado. Tampoco ayudaría mucho regresar a las formas clásicas. Lo hecho en su tiempo fue para su tiempo, suscitado por su tiempo, aprovechado en su tiempo o ignorado. Nuestro momento es otro y a la lentitud demandada por un poeta contemporáneo como Antonio Deltoro (en respuesta precisamente a los fenómenos que actualmente nos alejan de la poesía) quizás quepa añadir, reclamar, la naturalidad.
No es simple ocurrencia de un servidor. Ya desde hace tiempo, Machado señalaba que “las más certeras alusiones a lo humano se hicieron siempre en el lenguaje de todos”. Borges, por su parte, en una de esas tantas frases suyas acechadas de cerca por la perfección, dice que dos deberes tendría todo verso (y, por extensión, todo poema): “comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente, como la cercanía del mar”. Y para lograr eso se requiere buscar las palabras adecuadas, pero también hacer a un lado las que no lo son. Si ya lo primero es difícil, lo segundo lo es más. Y es que, conforme un escritor (aquí sí, de cualquier género) aprende su oficio y lo desarrolla, acumula herramientas y habilidades que a la larga van haciendo su escritura cada vez más intrincada. Renunciar a ellas es impensable, y matizarlas, hacerlas imperceptibles, es casi lo mismo: no se van a notar. De modo que, habiéndole costado tanto tiempo y esfuerzo dominarlas, va a ser difícil que acepte contenerse, disimularlas al menos, e intentar así alcanzar, no la sencillez, “que no es nada”, como el mismo Borges dice en otro lado, “sino la modesta y secreta complejidad”.
No se van a notar. ¿Pero es que la poesía que se ha venido haciendo se apoya sobre vanidades tan precarias? Sí. Con elementos diferentes, bajo distintos métodos, el propósito común de muchos autores es el de poner sobre el papel la propuesta poética más elaborada, no importa si la gente es capaz de apreciarla. Podrá no parecer poesía, ni sonar como poesía, de hecho, tal vez ni se pueda leer; pero aunque todos sepamos reconocer un buen poema (porque algo provoca en el ánimo, porque lo irradia), y ante algo que no lo es preguntemos por qué se nos da otra cosa, la respuesta seguirá siendo la misma: es poesía (y háganle como quieran). Entonces nos iremos a bajar MP3s.
No es difícil concluir estas cosas. Basta tomar unos cuantos libros de poemas al azar, algunas revistas literarias, para comprobar que la poesía podrá acudir a donde sea, pero a algunos lugares nomás no la invitan. Tal vez, si quienes se dedican a escribir poemas fueran pocos, la dificultad para encontrarse con la poesía sería razonable, pero curiosamente no es así. Hay muchas, muchísimas personas escribiendo, desde aquello que les da por llamar “pensamientos” hasta monumentales obras “daneriescas” que revolucionarán una literatura que, seguramente, otro acaba de revolucionar ayer.
“Fulana también escribe”, me contaba hace tiempo alguien “que también escribe”. Me quedé pensando en que, si al menos hubiera un lector por cada fulano que “también escribe”, esto de hacer poemas sí sería negocio.
“Fulana también escribe”, me contaba hace tiempo alguien “que también escribe”. Me quedé pensando en que, si al menos hubiera un lector por cada fulano que “también escribe”, esto de hacer poemas sí sería negocio. Así hasta yo me pongo a inventar un poema diario. Pero la triste verdad es que muchos poetas ni siquiera se leen entre sí. A lo mucho se vigilan, se evalúan. Y por supuesto que estoy generalizando (particularizando jamás acabaría), pero tampoco hay demasiadas razones para no hacerlo. Alrededor de los poetas auténticos hay muchos que no tienen o la vocación o el oficio suficientes, y en torno a éstos la cantidad de farsantes se potencia. No es extraño entonces que, entre tanto ruido, tanto espeso y persistente ruido, a la gente le cueste trabajo creer que por ahí, sofocada la música bajo la estridencia, haya un verdadero poeta cumpliendo con lo suyo.
Quiero fundamentar mis palabras. Supongamos que un día abrimos un libro en una página cualquiera y nos damos cuenta, por la disposición tipográfica y eso, de que estamos ante un libro de poemas. Porque sabemos leer, porque estamos habituados a hacerlo casi automáticamente —y porque quizás en ese momento tampoco tenemos otra cosa que hacer—, nuestros ojos se dirigen al título de un poema y lo leemos. Digamos que ni nos va ni nos viene (hay títulos así: que ni van ni vienen). Ahora vamos a lo importante. Sin escepticismo, pero también sin entusiasmo, leemos el primer verso:
Si yo pudiera decir todo esto en un poema,
O tal vez, de ser otra la página, otro el poema:
Grande y dorado, amigos, es el odio.
O quizá:
Recuerdo que el amor era una blanda furia
Da lo mismo cualquiera de los tres. De haber sido uno de ellos el inicio de nuestro poema, ¿seguiríamos leyéndolo? ¿Despertaría nuestro interés? ¿Nos seduciría? ¿Nos entraría al menos un poco de curiosidad? Claro, es posible que nada de eso ocurra. También puede ser que no sea el primero, sino el segundo verso, o el séptimo, el que nos atraiga. Podría ser la línea final. Ahora bien, se supone que nuestro encuentro con esos versos se daría sin saber que pertenecen a sendos poemas de Eduardo Lizalde. Como tampoco sabríamos que los siguientes tres inicios (aquí con dos versos, porque son cortos) son obra de Fabio Morábito:
No he amado bastante
las sillas.
Los árboles no son de madera
y no tocamos madera cuando tocamos un árbol.
Los columpios no son noticia,
son simples como un hueso
Ahora intentemos con otros. La misma situación, otros los poemas. Los ocho de autores distintos esta vez:
Desde la hermética soledad te canto.
…Genérico el actante,
Son tus ojos que no miran, la angustia en mi corazón
Deflagra / no deflagra
Óleo azul acento
Con-fusión balsámica de lenguas,
Mi boca es bóveda de once falos
La pena que se incuba en la tiniebla
Hasta aquí, diez autores. Todos de la misma nacionalidad y, a la fecha, todos vivos. Está claro que mi planteamiento es sumamente provisional y limitado, pero creo que sirve (en el caso de la segunda serie) para ilustrar rápidamente la distancia entre lo anotado por Borges y Machado y lo propuesto tan comúnmente por autores de hoy en día. También es evidente que la selección de las muestras no fue totalmente obra del azar, pero a cambio consideré utilizar sólo los versos iniciales para evitar en lo posible una exposición desproporcionada e injusta. Estos últimos ocho versos fueron elegidos por su peculiaridad, pero también, para evitar fragmentos de tres, por su extensión. Los hallé por ahí, no diré dónde. Tampoco diré a quiénes pertenecen los siete primeros. El último lo escribí yo; podría decir que hace varios años, pero también que apenas ayer. No me lo saqué de la manga. Pertenece a un texto cuya escritura me la tomé muy en serio en su momento. Es un endecasílabo, pero absolutamente accidental. Hasta hace no mucho —no soy tan viejo— mi idea de la escritura de poemas era la misma que la de muchos chicos carentes de los conocimientos básicos del oficio pero sobrados en ansiedad y arrogancia. Todavía me falta bastante por aprender, pero algo he ganado en humildad y paciencia. Me gusta justificarme con que hasta los cuarenta años no se le puede llamar poeta a nadie y, aunque no deja de parecerme una exageración, tampoco veo a ningún Rimbaud por aquí cerca.
Lo que sí puedo afirmar es que soy un lector de poesía. Como tal, uno de mis derechos es expresar mis opiniones sobre tal o cual lectura y tratar de respaldarlas. El reclamo es simple: que los autores de poesía activos recuerden a sus lectores y reduzcan la producción de textos que parecen empeñados en perderse en digresiones imprecisas, que demoran gratuitamente conclusiones demasiado vagas. La misión de los poemas es, como esclarece García Montero, “crear las condiciones de una verosimilitud poética emocionante”.
En estos días, con todo y que no son seguidos por el grueso de la sociedad, los poetas son más visibles que la propia poesía. De pronto, si uno se fija de cerca, incluso parecen demasiados. Si en verdad lo son, qué bueno. Pero aun así tienen un protagonismo excesivo. Muchos buscan servirse de la poesía cuando lo propio sería esforzarse en poner talento y conocimientos al servicio de ella de la manera más noble, más generosa. Pienso en un fragmento de las memorias de Neruda cuyo contenido, conforme pasan los años, parece volverse más cierto, más urgente. En realidad no me gusta citar, pero esta vez, por sintetizar lo dicho hasta ahora, es casi obligado. Copio:
La poesía ha perdido su vínculo con el lejano lector. Tiene que recobrarlo… Tiene que recobrarlo… Tiene que caminar en la oscuridad y encontrarse con el corazón del hombre, con los ojos de la mujer, con los desconocidos de las calles, los que a cierta hora crepuscular, o en plena noche estrellada, necesitan aunque sea no más que un solo verso… Hay que perderse entre los que no conocemos para que de pronto recojan lo nuestro de la calle, de la arena, de las hojas caídas mil años en el mismo bosque… y tomen tiernamente ese objeto que hicimos nosotros. Sólo entonces seremos verdaderamente poetas.
3. Un laboratorio multitudinario
En su número de diciembre de 2004, “La inútil poesía”, Letras Libres presenta la opinión de varios autores en torno a una pregunta concreta, frontal: ¿Está en crisis la poesía? Esta preocupación, que no es nueva, parte de la evidente distancia entre la poesía y el público lector, la que, como hemos venido deshilando, es tanto responsabilidad del contexto cultural como de los propios poetas. El análisis hecho en Letras Libres arroja conclusiones desconsoladoras: mientras la poesía, según Eduardo Milán, no muestre aspiraciones comunitarias, su función en el mundo no dejará de ser la de un arte que se rinde culto a sí mismo, perdiendo, de este modo, lo que Jorge Fernández Granados llama “el reconocimiento del otro en la comunidad de una lengua”.
Es decir: poesía sin comunión, que se recrea sólo en las posibilidades de su experimentación formal de una manera autista y autocomplaciente. “El poeta”, dice Fernández Granados, “parece haber pasado de la plaza pública al laboratorio secreto y en ese camino se ha defenestrado”. ¿Cómo se llegó a eso? ¿De qué manera los poetas convirtieron a la poesía, otrora tan convincente, tan digna de admiración tanto por parte del lector como de los propios escritores, en un ejercicio irrelevante por ilegible, una simple convención tipográfica demasiado cargada de historia?
Una de las razones inmediatas, afirma Víctor Manuel Mendiola, radica en que los poetas —deslumbrados por las ideas innovadoras, pero simplistas, de las vanguardias históricas— se lanzaron a encontrar “no la poesía sino la nueva poesía”. Así —cita a José Gorostiza—, la poesía fue abandonando “gran parte del territorio que dominó en otros tiempos como suyo”. Gradualmente, y con visible intensidad durante el siglo XX, los poetas se despojaron de los recursos líricos más valiosos (el diálogo, la descripción, el relato) aislando a la poesía en un espacio no sólo pequeño sino también degradado. Y la prueba irónica de este ofuscamiento es la ostensible prosperidad que durante ese mismo tiempo consiguió la novela, junto con el teatro y el ensayo, al asimilar y desarrollar en sus procesos esas virtudes.
Tenemos, pues, que la pregunta planteada produce una respuesta afirmativa: sí, la poesía está en crisis. No sólo se enfrenta a la indiferencia de los lectores, tampoco la “clase intelectual” encuentra en la poesía una necesidad esencial del pensamiento. Editores, críticos, novelistas, incluso poetas, la consideran una categoría inferior (y es por eso que, antes que con sobrio orgullo, resulta casi vergonzoso confesar que se escribe poesía). Aun tímidos y ruborosos, los poetas no quieren darse cuenta de la situación deplorable a la que ellos mismos han contribuido a conducir a la poesía. El desmantelamiento por parte de las casas editoras de los departamentos y colecciones de poesía —irrecusable ante la escasa demanda— es tomado como un acto barbárico y hostil, pero nadie quiere aceptar que el género se ha empobrecido tanto que ya no le está diciendo nada importante ni al lector común ni al entendido.
Tenemos, pues, que la pregunta planteada produce una respuesta afirmativa: sí, la poesía está en crisis. No sólo se enfrenta a la indiferencia de los lectores, tampoco la “clase intelectual” encuentra en la poesía una necesidad esencial del pensamiento
La preocupación, decíamos, no es nueva; tampoco lo son las denuncias. Ya en una conferencia pronunciada en 1916 López Velarde arremete contra lo que llama “el industrialismo de la palabra”. Atribuye a los franceses de finales del XIX y a la “hojarasca de la prosa peninsular” una ocasional promoción del abuso de la palabra al interior de los círculos literarios; pero no deja de reconocer en ámbitos externos agentes menos sofisticados, pero igual de efectivos, de la propagación de la palabrería como fin último. “Desde la tierna mecanógrafa hasta el poeta de ínfulas”, dice, a los mexicanos les gusta hablar por hablar. “Nos difundimos en huecas tiradas” para marear con discursos teatrales y simular así la vida interior de que carecemos.
Naturalmente, pasa revista sobre dramaturgos y narradores, pero son los poetas su blanco principal. No sin alardes retóricos, pero tampoco sin razón, López Velarde exige lealtad a los dictámenes del alma y menos atención a las “recetas” acordadas por los vaivenes estéticos. Propone la conversacional como la mejor actitud que puede adoptar el literato: una actitud de sinceridad, sin despilfarros ni fanfarronerías. “Quienes conversan”, dice, “se despojan de todo propósito estéril”.
Un poco después, a mediados de siglo, Witold Gombrowicz se lanza, pero más violentamente, en contra del “mundo ficticio y falseado” de la poesía. Siguiendo la línea de ataque inaugurada con Ferdydurke (1937), Gombrowicz escribe Contra la poesía y Contra los poetas, siguiendo con El maldito empequeñecimiento y A propósito de Dante (texto este último en el que intenta ridiculizar la composición de la Comedia y que hizo reaccionar enfurecidamente a Ungaretti).
Dueño de un humor hábil y agresivo, Gombrowicz se propuso desnudar los excesos experimentales del arte de su tiempo (varios de los cuales subsisten en nuestros días). Siendo un iconoclasta sistemático, con la ayuda de unos críticos amigos suyos armó un falso concierto en el que sencillamente se dedicaba a aporrear el piano. Lo declararon como una excelsa expresión de música contemporánea, lo que, previsiblemente, hizo que el público recibiera con entusiasmo las dos presentaciones que se ofrecieron. Su intención era comprobar que una inducción adecuada, sumada al esnobismo de la gente, actuaba por encima de la calidad, ejecución e incluso validez de una obra. Igual resultado consiguió al querer demostrar que al mismo procedimiento recurrían varios poetas: en otra ocasión, combinó palabras sueltas y frases sin sentido para armar poemas que atribuyó a Valéry; luego los presentó ante un público confeso seguidor del poeta. Todo mundo los celebró. Nadie se dio cuenta del engaño.
El poeta, según Gombrowicz, ya no puede expresarse a sí mismo porque tiene que expresar “el Verso”. Para él, hubo un momento en la historia de la poesía en que los poetas, solazándose en experimentos lingüísticos, dejaron de hablarle al mundo y fijaron la mirada en la “poesía abstracta”. Los poemas dejaron de expresar la experiencia humana directa para revolcarse alegremente en el lodazal de la palabra vacía, fascinada por la experimentación de la Forma. La poesía no es ya “la creación de un hombre para otro hombre, sino un rito celebrado ante un altar”, dice.
Amén de que los artistas, para crear, necesitan cierto aislamiento del “mundo terreno”, Gombrowicz no se equivoca cuando advierte que si queremos que el arte no pierda contacto con la sociedad, es necesario que los creadores interrumpan de vez en cuando su laboriosa experimentación y comprueben si lo que están creando en verdad los expresa (no otra cosa sugiere Luigi Amara cuando nos reta a estar dispuestos a que todo lo dado a la imprenta sea tatuado también en nuestra piel). Y aquí regresamos a López Velarde, pues, si bien todo arte es una manifestación auténtica de la individualidad, la esencia de ésta siempre estará predeterminada, nutrida y ulteriormente justificada por la sociedad que la incluye.
De poco sirve, a estas alturas, eludir responsabilidades. Si la poesía es tan ajena a los lectores es porque, en apenas unas cuantas décadas, de algún modo los poetas se encargaron de hacer hasta lo impensado para grabar a fuego en la opinión general que la poesía es una cosa extravagante y fatua, obsesionada por la innovación lingüística y totalmente ajena e inasequible para el hombre común.
Que alguien diga que no le gusta la poesía, aun sin haber leído un solo poema, no es más censurable que un poeta escudándose en ello. El deseo se origina en el otro —señala Tomás Segovia—, y mientras los autores actuales de poesía (porque los muertos ya no pueden reconsiderar) sigan haciéndose de la vista gorda mientras se aplauden, vigilan e ignoran entre sí, la poesía seguirá siendo esa autocelebración gratuita que por lo menos desde hace más de medio siglo ha venido siendo.
Y sería una pena. Porque al igual que los poetas, cuyo espíritu les exige buscar fórmulas para enunciar los goces, dolores y fatigas de esta vida, así también el resto de los hombres necesita un vehículo para expresar sus emociones: poemas que digan lo que su lengua no alcanza, pero que su corazón bien conoce desde siempre. Todo está en manos de los primeros, en su capacidad para dejar atrás las fantasmagorías de su indulgente parnasito solipsista y entregarse en serio a su misión de representar con sus palabras la palabra del mundo.
Los poemas dejaron de expresar la experiencia humana directa para revolcarse alegremente en el lodazal de la palabra vacía, fascinada por la experimentación de la Forma.
Vuelvo al número ya referido de Letras Libres. En él se ofrecía una lista de cien poetas —en activo entonces— acompañada de una especie de convocatoria para votar por los diez poetas principales de México. Incluyendo a los que murieron durante estos cinco años, todos los ahí reunidos, desde inigualables abueletes como Bonifaz Nuño hasta novicios destacados como Bravo Varela, han dado pruebas incuestionables de su compromiso con la poesía y de un dominio de su oficio dignamente recompensado por los galardones a los que la mayoría se ha hecho acreedora.
Esta iniciativa, si bien noble, no fue menos ingenua y precaria: los resultados de la encuesta —que ya no verifiqué aunque la revista aseguró comunicarlos— no han producido, a un lustro exacto de distancia, ni más lectores ni mayor reconocimiento a los consignados que el poco o mucho del que ya gozaban. Sin embargo, la referencia a este souvenir literario se debe a una particularidad patente que me interesa resaltar: el número de los enlistados. Ya puestos, ¿por qué Letras Libres no echó la casa por la ventana y abrió el número de candidaturas ad infinitum, permitiendo a los lectores proponer a sus vecinos, amigos y parientes? Ya hemos visto que, de ponernos a tocar timbres, no llegaríamos al final de una cuadra sin encontrarnos con alguien que escribe poemas. ¿Por qué, entonces, restringir la contienda a sólo cien participantes?
Es muy simple: dentro de una nación con más de cien millones de habitantes, Letras Libres consideró que cien era una cantidad razonable para nombrar a quienes se dedican a escribir poesía de manera ejemplar. Por supuesto que cerrarlo en esa cifra es un criterio cómodo —es más manejable cien que ciento uno—, aunque también obligó a que muchos quedaran fuera. Pero bien, supongamos el doble, doscientos; aún más: mil. No importa. A Krauze y compañía sencillamente les pareció que entre no más de cien nombres debían encontrarse los máximos representantes de la poesía nacional actual y —dicho sin más— no les faltaba un carajo de razón.
No se sugiere con esto que al resto anónimo, amateur y permanentemente inspirado le esté prohibido escribir poesía; pero sí que es necesario distinguir entre el quehacer vocacional de un poeta y el ejercicio terapéutico de un aficionado. De tal modo lo entiende el grueso de la gente, pero existen no pocas ni pequeñas bandas de semiprofesionales que, además de emitir obras espectrales, parecen empeñados en hacerlo cada cuatro horas.
Este fenómeno no representa a la poesía tanto una especie de contaminante como un obstáculo para acercarse a ella. Los poetas —los auténticos— seguirán haciendo lo suyo, inmunes en su mayoría a esas perturbaciones; pero es el lector, el habitual y el potencial, quien para hallar la aguja en el pajar antes tendrá que superar el alto muro de la charlatanería. Con todo, una vez en el pajar todavía deberá enfrentarse a una realidad que sí atañe a los poetas: la cantidad ingente de paja sobre la aguja.
Lo planteo así: ¿a nadie se le hace extraño que se escriba tanto? A mí siempre me ha causado cierta incomodidad, cierta sospecha, aun algo de asombro, que los que escriben —escritores incluidos— produzcan tanto. Los músicos sacan un álbum cada año o dos con doce temas en promedio. Los artistas plásticos montan una exposición significativa más o menos cada año con veinte o treinta piezas. Incluso los dramaturgos presentan sus obras suficientemente espaciadas. Los cineastas, no se diga.
Está perfectamente claro que al hablar de diferentes disciplinas es forzoso considerar la variedad de sus procesos. Tratamos con universos diferentes, cada uno con leyes propias. Pero vamos, ¿tres novelas por año, cincuenta cuentos, doscientos poemas? ¿En verdad se necesita tanto? ¿De veras todos son tan genialmente prolíficos?
Cien poetas para los chicos de Letras Libres, y mil (vayámonos a diez mil) para nosotros: aun así la cantidad de “poemarios” que se escriben actualmente es demasiada, salen a borbotones de las coladeras. A los poetas les gusta pensar, y también decir, que escribir poesía no es más sencillo que escribir música. ¿Esto quiere decir que, de ser compositores de piano, año tras año ofrecerían dos recitales de sesenta sonatas inéditas cada uno? Se supone que la poesía es algo así como la manifestación más pura del lenguaje (otro de los argumentos favoritos), la joya de la corona, “la ciencia del ser”, dice Saint-John Perse. Entonces, ¿cómo es posible que los poetas, geniales y todo, saquen un poema tras otro tan fácilmente, tan rápido, como si repartieran quesadillas?
Sólo hace falta ver las apabullantes Obras completas del veterano en turno, la cantidad de poemarios ganadores cada año en no sé cuántas ferias (y sin contar los que se quedan en el camino), la Alejandría pueril de los archivos del Fonca que tras cada periodo agrega nuevos engargolados a los que se empolvan en la sombra. Y cada engargolado, cada libro, ahora incluso en versiones electrónicas, nunca con menos de cuarenta textos. Es como si Sabritas vendiera bolsas de diamantes; pero eso sí: del más fino corte y de la mejor calidad.
El símil no es desmedido. Auténticamente pienso, como algunos de los poetas que conozco, que un poema es, en su hechura, en sus fundamentos estructurales, pero también en su esencialidad expresiva, una suerte de joya verbal cuyo costo no es sólo el inabarcable tiempo milagrosamente condensado en las tres, quince o doscientas horas que el poeta invierte en su composición, lo es también el tiempo otro (y todo lo que significa) correspondiente a los años que aquél tuvo que cursar para merecer ese breve conjunto de palabras; pero también, y no menos real que los anteriores, el tiempo universal (histórico, si se prefiere) que ha debido transcurrir no para que el poeta, sino la poesía, diga por fin esa cosa precisa, inestimable y comunitaria, que una vez más le permita al hombre “encontrar la esencia de la realidad”, como diría Pedro Salinas.
No nos pueden seguir engañando: conocemos la poesía, escrita o no. Si hay tantos libros es porque se engruesan con poemas que en verdad no lo son. Mucho de lo consignado bajo títulos perturbadores o presuntamente evocativos no nos representa, no nos toca, y eso se debe únicamente a que los poetas olvidaron —o jamás les importó— “desanclar en nosotros una materia que quiere soñar” (Bachelard), “intentar expresar lo que sentimos todos” (Lennon), “llenar el santuario interior de nuestro espíritu con pensamientos nuevos, maravillosos y placenteros” (Novalis) y “reparar la herida fundamental, la desgarradura; porque todos estamos heridos” (Pizarnik).
Como es de notar, y no sólo por el párrafo anterior, a lo largo de este ensayo he recurrido —muy contrario a mi costumbre— a citas de diferentes artistas y poetas. Esto ha sido no por engreimiento, sino para mostrar que lo dicho hasta ahora, lejos de ser una simple ocurrencia mía, es algo que ya diversos pensadores se han encargado de reflexionar, recomendar o criticar. Me he concentrado en los poetas nacionales actuales, primero, porque soy lector de poesía; segundo, porque la benevolencia de que gozan los escritores en México, su numerosidad en relación con otros países y mi responsabilidad como mexicano me obligan a valorar antes las circunstancias de mi entorno que las de otras naciones, y tercero, porque, como ya se dijo, a quienes ya murieron, ni cómo alegarles.
A lo largo de estas tres exposiciones he pretendido señalar la causa medular de la escasez de lectores de poesía. Creo firmemente que, más allá de las condiciones externas sabidas por todos, tanto el lector de poesía como el que podría serlo se enfrentan a una sensación de desencanto y desconcierto promovida durante años por los propios autores. También creo —no me ocuparía de todo esto si no— que ésta no es una situación insalvable. Basta con que los autores de poesía escriban sus poemas como si ellos mismos fueran a recibirlos, no como si su eventual destino fuera un premio, el aplauso de su cofradía o la inserción en tal o cual postura estética. Ya podríamos irnos olvidando de todo lo analizado, criticado y condenado durante este largo siglo último si tan sólo recordáramos que la poesía escrita, como lo dice Machado en palabras de Juan de Mairena, no es otra cosa sino “el residuo obtenido después de una delicada operación crítica, que consiste en eliminar de cuanto se vende por poesía todo lo que no lo es”.
Como siempre, los poetas tienen la palabra. ®
Ricardo Canizales
POEMAS PARA NADIE
http://umbralpoesia.blogspot.com
Adriana
La historia mas bella del mundo , H. Reeves, J. de Rosnay y Coppens y D. Simonnet, (la teoría del big bang Como nacen las galaxias), esta escrito de manera que la ciencia es poesía.
Elia Casillas
Deja que no lean poesía, cuando uno va a las librerías a buscar a Jaime Sabines o a Octavio Paz, no existen. Sor Juana, menos. Yo vivo en Sonora, pero me pasó en Chihuahua y en el mismo Sonora. En fin, nadie es poeta en su tierra.
Elia Casillas.
Orlando
Luego cada cabron/cabrona escribe como si las hojas en blanco estuvieran en extinción; aperrarlas hasta el aburrimiento y la baba.
carlos martín briceño
Excelente análisis. Siempre he pensado que en México se escribe demasiado. Ser escritor conlleva un aura que da «prestigio», que seduce. Y en cuestión de poesía, todavía más, pues la gente cree que acomodar las palabras de manera diferente es hacer poesía. Lo malo es que esos poetas fáciles, lo que menos leen es poesía.
Eduardo de Gortari
Felicidades por tu artículo. En la tesis fundamental concuerdo completamente. De hecho, soy de los que creen que la música popular le comió el mandado a los poetas. O sea, la poesía no está en peligro; los poetas quien sabe. Por cierto, la lista de los poetas seleccionados en Letras Libres fue la siguiente:
1 José Emilio Pacheco
2 Eduardo Lizalde
3 Alí Chumacero
4 Gabriel Zaid
5 Rubén Bonifaz Nuño
6 David Huerta
7 Ramón Xirau
8 Francisco Hernández
9 Homero Aridjis
10 Coral Bracho
Saludos.