El pasado 8 de diciembre se cumplieron veinte años del desplome de la Unión Soviética, el experimento anticapitalista más serio y consistente de todos los tiempos, y la caída del Muro de Berlín cumplió 22 años, uno de los símbolos más destacados y relevantes de la Guerra Fría, de la confrontación entre dos modelos de sociedad, el comunismo y el capitalismo.
Dos años después de la feliz reconciliación alemana el mundo presenció el derrumbe estruendoso, y hasta ahora inexorable, del imperio soviético, del comunismo ortodoxo. Los presidentes de las repúblicas eslavas de Rusia, Bielorrusia y Ucrania, liderados por Boris Yeltsin, sellaron con un nuevo tratado que dio nacimiento a la Confederación de Estados Independientes (CEI) el fin del experimento soviético. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) fue creada en 1922 en medio del fragor revolucionario provocado por el triunfo de los comunistas bolcheviques rusos que se extendió a lo largo del viejo imperio zarista y de otros territorios que adhirieron al nuevo organismo. Para 1991 la Unión Soviética estaba conformaba por quince repúblicas, ocupaba una superficie de 22.4 millones de kilómetros cuadrados y tenía una población de 293 millones.Desde su derrumbe, el debate sobre la vigencia del comunismo, sobre el modelo soviético, sobre las implicaciones de que la China, con un gobierno de corte comunista, haya optado por una economía regida por un modelo neoliberal extremo y sobre la suerte de la izquierda en el mundo no ha tenido el despliegue esperado. Algunos historiadores como Perry Anderson y Eric Hobsbawm han hecho esfuerzos teóricos por explicar la crisis y por mostrar posibles nuevos rumbos del pensamiento de izquierda (Los fines de la historia de Anderson y el ensayo de Hobsbawm “Adiós a todo aquello”). Los intelectuales franceses, con contadas excepciones, tan prestos y tan vanguardistas para anticiparse a los acontecimientos, poco han aportado al debate. Algunos han sostenido en ensayos y conferencias algo que no deja de ser una obviedad, que Marx no ha muerto, que sigue teniendo influencia y que muchos de sus aportes al estudio del capitalismo siguen siendo pertinentes. Pero nada que insinúe una gran crítica o un nuevo paradigma para la política o las ciencias humanas y sociales. No faltan los que siguen pensando que hubo un Marx mal leído o un marxismo revisado y alejado de sus orígenes.
En Colombia el análisis y la reflexión sobre la crisis del comunismo y del marxismo y sobre el pensamiento de izquierda no difiere mucho del ambiente que reina en otras latitudes, a saber: pobreza en el debate, estancamiento, dogmatismo, mixturas anacrónicas con el pensamiento de Bolívar y con ideales ecologistas, altermundialistas y antiglobalización, justificaciones, reacomodos oportunistas y tránsitos veloces a otras formas de pensar. El debate es, en definitiva, muy precario y sobre todo muy moralista. Los pocos marxistas que quedan y que son capaces de dar la cara no tienen mucho que decir más allá de declaraciones de lealtad y de firmeza con una causa que dejó de tener el poderoso imán que tuvo en las décadas anteriores. En el plano teórico no hay nada destacable como tampoco lo hubo en épocas de florecimiento, excepto en el auge del enfoque marxista para explicar los problemas sociales y materiales de la sociedad colombiana a la luz de los dogmas y esquemas aplicados casi siempre de manera mecánica y reduccionista entre los años sesenta y setenta.
Es como si el fracaso del comunismo y, por supuesto, de la filosofía que le dio sustento, el marxismo, no ameritara una reflexión teórica y política. ¿Qué pasa con el paradigma de la lucha de clases pensado como el motor de la historia? ¿Y con la idea de la dictadura del proletariado? ¿Y del partido único? ¿Y con la prédica de una clase obrera vanguardia de la nueva sociedad? ¿O el marxismo concebido como una ciencia? No hay respuestas, ni aquí ni en otras partes. Es como si el desastre de 1989-1991 hubiese causado pereza en las mentes de la intelectualidad de izquierda. Prefirieron desentenderse de la obligación de mirar el problema a hacer el balance de una experiencia a la que se llevó a una parte considerable de la humanidad por más de siete décadas.
Es como si el fracaso del comunismo y, por supuesto, de la filosofía que le dio sustento, el marxismo, no ameritara una reflexión teórica y política. ¿Qué pasa con el paradigma de la lucha de clases pensado como el motor de la historia? ¿Y con la idea de la dictadura del proletariado? ¿Y del partido único? ¿Y con la prédica de una clase obrera vanguardia de la nueva sociedad? ¿O el marxismo concebido como una ciencia?
Sin embargo, en el terreno de la praxis política varios fenómenos causan sorpresa: la pervivencia de la “revolución cubana”, que no obstante su declarado socialismo, paupérrimo y parasitario, vive en una economía que no es tal, la república de Corea del Norte, donde se vive bajo una dictadura cuasi-religiosa en la que las masas adoran a su líder y éste, como si fuese un monarca medieval, recibió el poder de su padre y decide delegar el suyo en uno de sus hijos, todo lo cual es una bofetada al pensamiento marxista, supuestamente científico y moderno. Y movimientos armados como en el caso colombiano que en vez de desactivarse y perder razón de ser se fortalecieron hasta poner en calzas prietas a varios gobiernos.
Ahora empiezan a salir a la luz estudios históricos en Rusia —Camaradas: breve historia del comunismo ruso, las biografías de Stalin y Lenin, todos ellos escritos por Robert Service, y hay muchos más que apenas están siendo traducidos— en los que se da cuenta de las formas y los métodos aplicados por la dictadura estalinista y la crueldad de los bolcheviques, el aplastamiento de otras fuerzas de izquierda, liberales, republicanos y progresistas a manos de Lenin y sus disciplinados seguidores bolcheviques. En Colombia el ejercicio crítico y autocrítico sobre la presencia y la influencia del marxismo en diversos escenarios de la vida nacional no ocupa lugar destacado. Recientemente en la Universidad Central varios intelectuales y centros de opinión con ONGs adelantaron un simposio sobre la experiencia de los movimientos de izquierda, habrá que esperar sus conclusiones para saber si el ambiente fue de crítica, de búsqueda de nuevos horizontes o de renovación de la fe y de la esperanza de un renacer del marxismo.
Es imperdonable dejar de lado una reflexión profunda sobre el utopismo subyacente en la obra de Marx, utopismo que se revistió de una aureola científica desde la que se predijo el rumbo final que tomaría la humanidad y la deriva fatal e inevitable hacia la sociedad sin clases y sin Estado, el paraíso terrenal, idea que asimiló al marxismo con la religión en tanto ambas están basadas en una secuencialidad, una finalidad y una teleología, con principio de pecado y final feliz. No menos interesante puede resultar la discusión en torno a ideas esenciales del marxismo y de todas las corrientes que se formaron en su rededor. Y, finalmente, el balance sobre la tragedia humanitaria vivida por los pueblos en los que se impuso este sistema, la supresión de la democracia, de las libertades individuales, los progroms, los gulags (campos de concentración donde se calcula que murieron más de veinte millones de disidentes y opositores), las campañas de reeducación, la tortura, la vigilancia y el espionaje de la vida privada, el monopolio de la opinión y de los medios, las masacres, la tortura y el control oficial del pensamiento.
Hoy Rusia y las demás repúblicas ex soviéticas, además de los países que formaron la llamada “Cortina de Hierro”, viven en medio de ingentes dificultades la experiencia del capitalismo y la construcción de la democracia, y respiran aires de libertad a la vez que asumen la imposibilidad de los paraísos artificiales y virtuales y que la utopía igualitarista fue una auténtica tragedia humanitaria. ®