El primero de enero de 2011 no hubo transporte a la cárcel de Chapala, y los pocos taxis cobraron el doble para acercar a los familiares de los presos. Tras revisiones humillantes, malos tratos y muchas compuertas, las familias se reúnen por un rato con sus hombres privados de la libertad.
En una procesión silenciosa, sin santos y sin velas, caminan las mujeres por la carretera. Cargan niños, jabones baratos convertidos en rosas y cisnes hechos con pequeños triángulos de papel. El sol que cae a plomo ya les secó las lágrimas. A las dos de la tarde el calor es de verano, aunque sea invierno. Una jovencita acuna entre sus brazos a un bebé. La acompañan un niño y una niña que apenas le llegan a la cintura y se aferran distraídos a su pantalón. Para no perderse, para no caerse. Avanza por el pavimento caliente medio centenar de mujeres como hormigas desbalagadas. Tienen por delante dos kilómetros. El sudor corre por las mejillas chapeteadas de las más jóvenes y por los surcos añosos de las más viejas. Bajan de la loma donde está la cárcel, las mamás, las esposas y los hijos de los presos.
Es el primero de enero de 2011. El destartalado camión no llegó a su impuntual cita semanal. Los conductores están de fiesta. No hay autobuses que lleven a las señoras desde la terminal de autobuses de Chapala a la prisión. Y tampoco habrá quien las regrese. Los taxis son pocos y caros. “Qué no ve seño que hoy no se trabaja, antes diga que la llevo”, le dijo un chofer a una de las mujeres y le cobró doble por transportarla ese día al reclusorio. Otras tuvieron suerte y pescaron un aventón. Llegaron al fin, con los niños soñolientos, con alguna medicina, papel de baño, estampitas de santos, jabones, cartas o hilos con los que los reclusos tejerán rosarios y cinturones.
Hicieron filas, dejaron bolsas y mostraron identificaciones. Algunas también tuvieron que enseñar senos y zapatos. Anotaron con letras malhechas sus nombres en una enorme libreta y en otra y otra. Dejaron monederos y sombrillas. Repitieron en voz alta sus nombres tres veces, extendieron el brazo para que les estamparan el sello sólo visible a la luz ultravioleta y pasaron seis rejas verdes antes de encontrarse con sus hombres. “Cómo no iba a venir”, dice una doña vestida de negro, “y más en este día tan triste para ellos”.
La mayoría de las mujeres pasa los controles con la misma naturalidad con la que se forman en la fila de las tortillas, pero hay una señora “nueva”. Usa una blusa verde y una cola de caballo en la que se entrelazan algunas canas. Está asustada. Es la primera vez que va a visitar a su hijo. No sabe que después de pasar el primer control deberá formarse y esperar a que la trabajadora social llene a mano el “pase”. Es un papelito mal impreso con sus respectivas copias en papel carbón. Luego habrá de acercarse a una oficial que tras una reja le recibe las cosas que lleva para a su hijo y a cambio le entrega un “vale” con el que su muchacho recogerá posteriormente los productos. En la aduana todo se revisa meticulosamente. Se quitan empaques, se prueban las pastas de dientes, se hojean los libros. A un visitante le piden que le quite el espiral a un cuaderno de dibujo. Es de metal y el alambrito “puede convertirse en un arma”, le explican. Cuando la señora de verde termine de dejar los artículos de limpieza para su hijo pasará a la “paquetería” a dejar sus pertenencias porque, salvo la ropa, nada más puede pasar. El vestir tiene también restricciones. Los colores que se puedan confundir con los uniformes de los presos o del personal están prohibidos. También la ropa provocativa, las botas, las gorras y los cinturones. A una de las mujeres se le dificulta el ingreso porque lleva un sostén con varillas. Pero la señora asustada encontrará sin problema el camino porque el personal es amable con los visitantes. La mayoría conoce bien a los presos y a sus familiares y hace lo posible por ayudar. Hay en cambio una carcelera malencarada que hace sonar sus botas negras y parece gozar cada vez que dice que no. “Pinche vieja”, comenta a la salida de la visita una mujer pequeña de pelo ensortijado. “Me agarró los chicharrones. ¡Ya qué me agarra si es puro pellejo!” Las mujeres que caminan junto a ella por el ardiente pavimento ríen.
Hay una que no. No le quedan fuerzas. Las ojeras se le escurren como los pasos que arrastra pesadamente sobre la carretera. Navidad y fin de año. Días buenos para la venta de tamales. En las últimas noches cambió el descanso por la cocina. Pasó dos noches casi completas batiendo muchos kilos de la pesada masa que luego envolvió en hojas de maíz. Desde que su marido está preso, ella lo mantiene y se hace cargo de sus hijos.
Hicieron filas, dejaron bolsas y mostraron identificaciones. Algunas también tuvieron que enseñar senos y zapatos. Anotaron con letras malhechas sus nombres en una enorme libreta y en otra y otra. Dejaron monederos y sombrillas. Repitieron en voz alta sus nombres tres veces, extendieron el brazo para que les estamparan el sello sólo visible a la luz ultravioleta y pasaron seis rejas verdes antes de encontrarse con sus hombres.
La cárcel de Chapala, Jalisco, está en una loma. Se llega por un camino sin retorno. Quien la hizo no pensó que algún día alguien podría volver. La vía termina en el reclusorio, pero solamente las autoridades y los repartidores de refrescos pueden llegar hasta ahí. El angosto carril de ida se cierra abruptamente con un montón de piedras mal alineadas sobre el pavimento. Un letrero escrito en una lámina maltrecha anuncia que no hay paso. Tampoco estacionamiento. Los pocos visitantes que llevan automóvil lo dejan sobre la carretera que carece de acotamientos. A partir de ahí hay que caminar unos doscientos metros hasta la puerta de la prisión. De vuelta, autobuses y autos deben maniobrar en el delgado camino para lograr dar la espalda a la cárcel y bajar los dos kilómetros que hay hasta el entronque con una carretera mayor por la que se llega a Chapala después de recorrer unos cinco kilómetros más. Pero hoy es día de fiesta y no hay camiones que bajen de la cárcel. Las mujeres con sus niños emprenden el regreso a pie hasta el entronque. La vista a la laguna es espectacular. Los reclusos sólo ven paredes.
Los que se han portado bien pueden ver también en los días de visita a algunos familiares y a pocos, muy pocos amigos. La llamada terraza de visitas parece una cancha de frontón de un club deportivo. Es un rectángulo de altísimos muros color crema que hacen juego con los uniformes de los presos. La mayoría lleva los pantalones ceñidos con cinturones que ellos mismos han tejido a fuerza de nudos y paciencia. Nombres propios, marcas de autos, grecas prehispánicas o nombres escritos con letras árabes, según afirma uno de los presos que comparte con sus compañeros los extraños signos que guarda en un cuaderno de cuadrícula.
Hay dos puertas con rejas verdes, contiguas. Por una llegan los presos. Por la otra, sus visitantes que han pasado ya media docena de puertas y controles. Hay también dos pequeños sanitarios. Fuera de eso, todo es pared. Un altarcito a la virgen de Guadalupe resalta solitario en la monocromía. Una parte del techo deja entrar la luz del sol que fragmenta otra reja. La sombra de los barrotes cuadricula una de las paredes y divide simétricamente el rostro de un preso que juega con su hija. La niña está feliz. Sus carcajadas suenan sordas entre esas cuatro paredes. En un rincón, envueltos por la red de sombras que les cae del cielo, un joven preso besa a su pareja con pasión, pero también con la prudencia necesaria para evitar que los custodios le llamen la atención o le suspendan la visita.
Hay sillas de plástico y mesas de metal pegadas a bancas sin respaldo en las que se comparte la comida chatarra que los reclusos compran en la “tiendita” con el dinero que les llevan sus visitantes y que nunca ven pues se deposita a manera de crédito. Es lo único que se puede comer en ese lugar porque está prohibido ingresar alimentos. Una anciana toma las manos callosas de su hijo. Pasan así, casi en silencio, las cuatro horas que dura la visita.
El lugar está limpio. Hay un ambiente de cordialidad y camaradería. Todo es murmullo. Nadie grita. Lo único que sobresale son las risas de la niña cada vez que su padre la toma de un brazo y una pierna para darle vueltas cuidando de no chocar con el muro. Las buenas maneras y las reglas de urbanidad privan. “Con permiso”, “¿Gusta?”, “Por favor”, “Perdón”. Parecería la convivencia de un grupo parroquial. Prudencia y discreción. Solamente se habla de los propios delitos.
—“Un compañero”.
—“Mucho gusto”.
—“El gusto es mío, señora”, dice un hombre alto, de bigote bien recortado y amplias entradas que algunas noches, con la ayuda de un péndulo, “se comunica con los muertos”.
“Dice que está bien. Que ya te perdonó, que estés tranquilo y que buscará decirle a sus hermanos que también te perdonen y no te hagan nada”, le dijo una noche de luna a uno de sus compañeros de celda.
Las mujeres se ayudan y ayudan también a los compañeros de sus hijos o de sus esposos.
—“Dígale que estoy bien, que no se preocupe. Que no venga, que es mejor así, que le diga a los niños que estoy de viaje”.
—“Yo le llevo su recado”.
No se escuchan “malas palabras” ni groserías. En cambio, suenan por todos lados y rebotan en las paredes “abogado”, “expediente” y “paciencia”. Hay palabras que parecieran prohibidas. Nadie pronuncia “prisión”, “cárcel”, “preso”, “recluso”, “custodio”, “carcelero” o “celda”. Para evitarlas hay eufemismos como “centro”, “interno”, “oficial” y “estancia”. Se dice “afuera” y no “libre”. “Adentro” y no “encarcelado”.
Un par de presos están contentos. Gracias a su buen comportamiento y a las labores voluntarias de mantenimiento del reclusorio lograron que el director de la cárcel instaurara un dormitorio libre de cigarro. “Nos la pasábamos respirando puro humo. Aquí se te espanta el sueño a cada rato y los que fuman prenden su cigarro para aguantar la noche. Era un humaderón que no te dejaba dormir”.
Los habitantes de ese dormitorio tienen también un pacto de limpieza. Baño diario y nada de pestilencias. Por eso al tío, un hombre viejo y enjuto originario de Oaxaca que llegó hace poco terminaron convenciéndolo, casi obligándolo, a que se lavara los pies con cloro. “Le apestaban bien gacho las patas porque traía hongos. Aunque se bañara, no se le quitaba la pestilencia. Tuvimos que ayudarlo a que metiera los pies en cloro. Hasta sangre le salió, pero ya no apestó”.
Lo que resulta incontrolable es el olor del escusado. La sábana mal colgada a manera de puerta salva el pudor, pero no detiene ruidos ni olores. “Te nació muerta la criatura”, “salva tu alma porque tu cuerpo ya lo perdiste”, “traías el becerro muerto”, bromean los presos a sus compañeros.
Un par de presos están contentos. Gracias a su buen comportamiento y a las labores voluntarias de mantenimiento del reclusorio lograron que el director de la cárcel instaurara un dormitorio libre de cigarro. “Nos la pasábamos respirando puro humo. Aquí se te espanta el sueño a cada rato y los que fuman prenden su cigarro para aguantar la noche.”
La risa de quien lo cuenta es discreta como el aviso del joven custodio que avisa sin gritar, casi con pena, que terminó la hora de visita. Todo el mundo entiende aunque muy pocos pudieron escuchar con claridad. Es un muchacho moreno y delgado con sonrisa de seminarista que no se parece nada al carcelero de películas que grita y maltrata. Parece que le da tristeza separar a las familias para llevar a los presos de nuevo a su jaula grande. Como los animales de un circo después de su acto en la pista se forman los presos delante de la reja. Un recluso clava por un instante la mirada en la joven visitante de uno de sus compañeros y con la lengua se relame los bigotes, pero es hábil. Sólo ella se da cuenta y no dice nada. Las mujeres, al lado de los presos prodigan bendiciones y consejos con lágrimas en los ojos que muy pronto el sol secará en el camino. Uno a uno los hombres dicen su nombre y se pierden tras por la doble reja. Ven al frente como si fueran marchando. No quieren mirar los ojos enrojecidos y las gargantas apretadas.
El seco sonido de la reja que se cierra tras el último preso suena a sentencia. Anuncia que la otra puerta se puede abrir. Una a una las mujeres entregan las fichas para comenzar el viaje de regreso cargadas de niños y nostalgias. A pie por el ardiente pavimento porque el camión nunca llegó. En la terraza queda serena la sombra de la reja que momentos antes cuadriculó la risa de la niña que jugaba con su padre al “avioncito”, como en un parque. ®