El viento me pega en la cara. Ciento treinta kilómetros por hora, he soltado el volante para cerrar la ventanilla. Es lo único que recuerdo desde el momento en que pisé la carretera. No recuerdo retenes ni aduanas. No puedo recordar si alguien me dijo algo, no existe en mi memoria ni el más mínimo indicio de que alguien se me hubiera acercado. Nunca nadie me detuvo. Parecía mentira. Llevaba el rostro bañado en un ácido, un embarazo de ocho meses de gestación y un choque en el lado izquierdo del auto. Llegué a Estados Unidos y nunca nadie me detuvo.
Toqué la puerta de la casa aparentemente a punto de caer. La tía Edelmira, a quien hacía años no veía, parecía en aquellos momentos mi única salvación. “A estas horas deben estarme buscando en México con la misma perseverancia de quien busca a un asesino en serie”, pensé. Toqué de nuevo. Esta vez la puerta se abrió. Detrás estaba mi tía, se veía más vieja y cansada que en la foto que envió en Navidad. Al principio no me reconoció. Tuve que decirle que detrás de aquella panza y de las heridas abiertas en el rostro y los brazos estaba yo, la sobrina aquella que alguna vez dijo que era su orgullo, ésa en quien toda la familia tenía puestas todas sus esperanzas. De nada me sirvió, no me reconoció. Tuve que hablarle de sus aventuras con mi padre —su hermano— cuando eran pequeños, de la receta secreta de las coyotas de la abuela y del vicio de mi abuelo por el póker. Tuve que decirle también de Óscar, el único amor que tuvo y que la dejó por seguir su sueño de ser actor. Quiso hablar con mamá para corroborar mi presencia. Tuve que arrebatarle el teléfono: a esta hora en México las líneas estarían intervenidas, rastrearían la llamada y de seguro darían conmigo. De cualquier modo, habría que explicarle de mis heridas abiertas, de por qué huía, de cómo llegué así. Tuve que decirle que ella era mi único refugio. Tuve que decirle que mi piel se estaba abriendo por el ácido que horas antes cayó sobre mí. Tuve que decirle que huía de la policía. Tuve que decirle que acababa de cometer un delito.
No me explico cómo no se murió. Al contrario, se levantó, sirvió café para las dos y me dijo muy seria: “Pendeja, éste no es el lugar correcto”. Y me llevó en un taxi viejo a un pueblo cercano, aún más feo que en el que estaba. Llegamos a una casa de dos plantas en medio de una vecindad. “Vivirás abajo. Por tu embarazo no puedes subir ni bajar escaleras. Vendré a verte cada vez que pueda. No salgas, no hables con nadie, y lo más importante, no nos busques”. Se fue haciendo rechinar el techo desvencijado por el portazo que dio. Ahí estaba yo en aquella casa que no parecía casa y que a partir de ese momento sería mi hogar. “Nuestro hogar”, me dije acariciando el vientre que unas horas antes defendí con uñas y dientes y que ahí en medio de la alfombra mullida que la haría de cama era lo único que tenía. Ahí empezando de cero, empezando de nuevo, con lo único que tengo. Con lo más preciado.
El sol me dio directo en los ojos. La persiana molacha testigo de mi despertar cayó tras de mis pies sin siquiera haberla tocado. Con la luz del día me era más fácil observar la variedad de bichos e insectos huéspedes de la alfombra-cama. No puedo decir que dormí tan mal. No voy a mentir, tuve un cojín, huérfano de algún juego de sala y tal vez extraviado en la última mudanza. Anoche se lo cedí a mi vientre, me recosté de lado y lo acomodé de manera que el bebé no sintiera el suelo. Lo podrido. El cochinero. Esa maldita costumbre que tenemos los padres de querer evitar que a los hijos no los toque ni el susurro del viento. Qué ironía, como si pudiéramos evitar los dolores de la vida. Como si valieran la pena los sacrificios que se hacen por los hijos. Como si sirviera de algo toda una vida de honestidad y rectitud de mi padre, ahora su hija mayor era buscada por la policía en todo el estado de Sonora.
Quisiera omitir que no comí en tres días, que pasé casi toda una semana dando vueltas entre aquellas paredes carcomidas por el tiempo. Aprendí de memoria cada mancha, cada grieta. Hubo un día en que no soporté más el encierro y el hambre y salí a buscar aire y comida. Caminé sólo dos cuadras y apareció frente a mí un mercadito con toda la clase de antojitos en la entrada. Cuando busqué cambio entre mis ropas reparé en un detalle que debí haber prevenido: sólo traía dinero mexicano.
Fueron ocho cuadras hasta una gasolinera en donde por fin encontré una familia mexicana que accedió cambiarme el dinero. Volví al mercado entusiasmada con comer por fin algo. Me paseé inútilmente por los pasillos, no me alcanzó para nada sano o “completo”. Terminé en la “sala” de mi “casa” con unas frituras de “cena” y un refresco.
Seguían pasando los días. Seguía creciendo mi panza. Necesitaba hablar con alguien, ver televisión, leer algo. Lavaba mi ropa con los sobrantes de jabón que encontraba en la lavandería común para todos los vecinos ubicada en la planta alta. Tallaba en el lavabo de la casa y tendía en una viga caída en la recámara. Mientras se secaba caminaba desnuda por la sala o hacía movimientos de yoga y gimnasia, estiramientos que según yo son muy buenos para las embarazadas. Tan ávida estaba por alguna actividad que me sacara de aquellos días de letargo que poco a poco cada actividad por más insípida que fuera se convirtió en un suceso digno de saborearse segundo a segundo. Ayudaba a los vecinos en la lavandería, les cuidaba la ropa, la doblaba. Juntar calcetines era para mí un placer incomparable. Con las propinas que ganaba un día compré galletas y yogur y traje también del mercado el boletín de las ofertas. Ése era mi alimento y ésa era mi literatura. Para entonces tenía también una sábana, una pastilla de jabón y un cepillo de dientes.
Ignoraba completamente lo que ocurría en México, el despliegue de seguridad, las fotos y los volantes con mi nombre y hasta la jugosa recompensa que se ofrecía por mí.
No sé por qué, tal vez por presentimiento o premonición, un miedo terrible me invadió mientras barría el frente de la lavandería. Una señora no dejó de observarme hasta que terminé de hacerlo. Traté de actuar lo más natural posible. Dejé la escoba en un rincón y me dirigí a mi casa enseguida. El nerviosismo me recorría la sangre. Al caminar a un costado de la estufa arrojé accidentalmente una caja de fósforos al suelo. Me veo a mí misma de rodillas, como en una película en blanco y negro, recogiendo uno a uno los cerillos, limpiando mis lágrimas en cada movimiento. Entonces comprendí que tenía miedo. Mucho miedo.
De los días que siguieron sólo recuerdo momentos de noche, como si lo ocurrido en ellos hubiera sido bañado en sombras. Si alguien por equivocación tocaba la puerta me bañaba en un sudor interminable. Mis manos se volvían de agua y mi piel de hielo. Felipa se llamaba la señora que me encontró un día raspando las orillas del azulejo del baño. Con un clavo intentaba limpiar cada centímetro de la mugre acumulada con el paso del tiempo. Felipa me dijo que hacía grandes surcos entre cuadro y cuadro, como queriendo escarbar hacia el otro lado. Cuando vio la punta del clavo traspasar la pared justo a un lado de su foto de boda se asustó y corrió hasta mi puerta. Fue entonces cuando nos conocimos.
Fue muy buena conmigo.Procuraba llevarme café cada mañana. Me acariciaba la panza con el mismo calor y la ternura de mi madre, a quien tanto extrañaba desde que la dejé en Hermosillo. Felipa llenaba ese hueco. Yo lo sentía cuando me ponía sábila y miel de abeja en el rostro para cicatrizarme las heridas. Lloraba cuando me ardía y ella lloraba junto conmigo. También me regaló una bolsa para dormir, un plato, una cuchara y una sartén que ella ya no usaba. Y se moría de la risa cuando yo ponía a hervir agua para el café en la sartén porque no tenía más.
Habían pasado ya dos meses desde mi huída. La panza no podía crecerme más, cualquier día podría dar a luz. Era necesario, tenía que reportarme con mi familia. Felipa me convenció y me compró una tarjeta de teléfono para marcarle a mi hermana a su celular. Contestó de inmediato: “¿Hermana, dónde estas?”, dijo con voz entrecortada y temerosa, lo cual me hace pensar que la tía Edelmira nunca les dijo nada. Cuando le relaté a mi hermana lo sucedido mandó por mí de inmediato. Un amigo de ella me buscó para llevarme a unos departamentos al norte de la ciudad. Me dio ropa, comida y un celular a través del cual estaríamos en contacto. No supe cómo le hizo mi hermana para tenerme con las comodidades en las que me encontraba. Sé de los sacrificios y el esfuerzo, pero a ciencia cierta ignoro cómo se las ingenió para que le rindiera el dinero y mantener sus gastos, más los míos, más los de mi hija que cinco días después de mi mudanza llegó al mundo.
Nació un dos de noviembre. Como homenaje al día de muertos, fué la niña más llena de vida en todo Estados Unidos. Nos fuimos las tres a casa y de nuevo empezaron las vicisitudes.
Ahora no era yo sola quien me escondía, ahora era también ella, un ser humano que no pesaba ni cuatro kilos y que ninguna culpa tenía por lo ocurrido meses atrás.
Cuando me sentí recuperada del parto inicié la búsqueda de trabajo. Encontré en una maquiladora a la que llamaban La Piedra, famosa por dar trabajo a ilegales. Conocí en ese lugar a Beatriz, una bella jovencita de ojos azules que de pronto me resolvió la vida: vivía muy cerca de donde yo vivía, yo trabajaría en su misma área, y su mamá se dedicaba a cuidar bebés.
Con el tiempo no fue nada difícil levantarme a las tres de la mañana. Cambiaba de ropa a la niña, le hacía su maleta, me alistaba y a las cuatro treinta ya íbamos en camino. A las cinco y treinta el portabebé de mi hija sonaba contra el suelo frente a la puerta de la casa de Beatriz. Su mamá abría eufórica, cantando siempre canciones a las que le cambiaba la letra, y aunque al principio no me inspiraba mucha confianza por su carácter medio tocado, con los días me fui acostumbrando y encariñando con aquella señora un poco chiflada y un mucho cariñosa.
En La Piedra cerraban la puerta justo a las 6 de la mañana y no se podía entrar ni un minuto después. No trabajar un día significaba perder los seis dólares de la hora que pagaba aquella fábrica. Atractivo pero riesgoso, no había ningún tipo de prestación o seguro, lo único que aquella empresa ofrecía a sus empleados era avisar con tiempo cuando se aproximaba la migra, y ya con eso todos los empleados estábamos más que agradecidos.
Parecía que poco a poco todo se iba volviendo normal. Los días se me hacían cortos. Salía de mi casa con el cielo aún oscuro y volvía ya muy tarde. Me hubiera gustado conocer el pueblo de día. Apuesto a que debe de haber sido bonito. Pude haberlo conocido un día domingo, cuando no iba a la fábrica, pero estaba demasiado cansada como para salir a la calle. Me tiraba en un sillón, con la bebé a mi costado, a ver televisión durante todas las horas que no la vi en los meses anteriores. Ese día aprovechaba también para hacer la limpieza del departamento. En una bolsa negra acumulaba pañales sucios y latas de leche y la tiraba en los contenedores a la salida de la fábrica.
Seguía teniendo miedo de que alguien nos descubriera. Si necesitaba comida salía a comprarla de noche o mandaba a alguien. A trabajar me iba de madrugada y volvía ya muy tarde. No convivía con vecinos, aunque extrañaba a Felipa. No hice amigos en la fábrica y sólo Beatriz, mi compañera de trabajo, conocía a grandes rasgos mi historia.
Mi hermana nunca se alejó demasiado de nosotros, siempre estuvo al pie del cañón. Jamás se dejó vencer por el miedo, como lo hacía yo. Como en aquella ocasión en la que se quedó a cenar conmigo y oímos de pronto ruidos extraños, voces de hombres gritando: “¡Las manos donde las pueda ver! ¡Todo el mundo quieto! ¡Nadie se mueva!” Sirenas, gritos, todos en el edificio estábamos confundidos, nadie sabía nada y estábamos atónitos ante lo que pasaba. Se me doblaron las rodillas cuando me asomé por una rendija en la ventana y vi a mas de cien hombres uniformados rodeando los jardines de las áreas verdes. Sus armas apuntaban a las puertas de nuestras casas. Tres hombres por puerta al frente, decenas de patrullas en los patios, subían a las camionetas a cuanta persona cruzaba por allí. Estaba también migración y dos doctores en una camioneta blanca.
Vi la tristeza en el rostro de mi hermana cuando pensé: “¡Ya me encontraron, vienen por mí!” Ella me tranquilizó, me prohibió hacer algún movimiento o salir. Me sugirió esperar, me abrazó, arropó bien a mi hija que dormía profundamente y me aconsejó recostarnos boca abajo en el suelo. Cuánta razón tenía. Aún no terminaba la frase cuando una ráfaga de balas cayó como lluvia en dirección al departamento contiguo. Gritos, forcejeos, el ruido de una cinta canela al ser despegada, un radio, celulares… Armamos toda una escena del crimen con los sonidos que escuchamos.
Después vimos cómo subían a tres tipos esposados y muchos paquetes como de un kilo a una camioneta. De haber convivido con los vecinos tal vez hubiera sabido de qué departamento eran y qué había sucedido. El rostro de mi hermana aún seguía pálido. Mi hija todavía dormía y, aunque ya había pasado todo, yo seguía con miedo.
No había pasado ni un mes cuando la cara de mi hermana y el brillo de sus ojos se ensombrecieron de nuevo. Esta vez sí era por mí. Conducía un auto en la salida del freeway cuando un helicóptero y tres camionetas me obligaron a estacionarme. Con una fotografía de mi rostro tamaño póster me abordaron y tras una serie de preguntas fui esposada y trasladada al consulado, luego a la oficina de migración y a la del FBI. La Interpol también me entrevistó y de ahí fui entregada a la AFI en Nogales, Sonora. No voy a olvidar nunca el rostro de quien dijo llamarse Marshal García, quien me capturó, se burló de mí durante todo el viaje a México, creyendo que no entendía inglés, y hacía comentarios sarcásticos sobre mis cicatrices y mi persona.
Camino al Cereso me despedía de la vida afuera a través de la ventana de aquella camioneta de lujo en la que me llevaban. Otra vez los paisajes, otra vez la carretera, directo a la cárcel. Otra vez el viento me pegaba en la cara. Y otra vez esto nadie lo detuvo. ®