La contracultura es romántica, y si las hipótesis literarias de J. G. Ballard y William Gibson son ciertas o por lo menos cercanas a la realidad, la destrucción ya fue y lo que estamos viviendo son las ruinas de la civilización, no hay lugar para la esperanza.
Nevermind sin las bolas
Domesticar. Aplacar. Edulcorar. Lobotomizar. La industria, las industrias, lo han hecho, lo hacen siempre. Las vanguardias siempre han marcado la pauta, pero quien ha sabido explotar económicamente las novedosas ideas salidas de ellas ha sido la industria. Con un aparato publicitario altamente eficaz de respaldo es fácil masticar una idea y entregarle el bolo alimenticio a un público despistado, francamente ignorante, ávido de aplaudir todo, lo que sea, en nombre de la rebeldía. ¿Quieres ser contestatario? ¡Fácil! Tenemos la fórmula: lo mejor es que al final terminarás creyendo que lo que consumiste fue algo auténticamente rebelde, punk, contracultural.
“Nevermind without the bollocks”, dijo John Lydon sobre las comparaciones que hacía la gente entre Nevermind the bollocks, here’s the Sex Pistols y Nevermind, de Nirvana. Y eso que Nevermind es un gran álbum. Y eso que Kurt Cobain, Chris Novoselic y Dave Grohl no nos quisieron estafar al grabar ese disco… ¿o sí? Es decir, Nirvana definitivamente no son Green Day, una de las peores estafas rocanroleras de las que se tenga memoria. Green Day son los fundadores de una corriente que sigue hasta estas fechas: la de la simulación punk. Ellos simulan que tocan punk y nosotros simulamos que escuchamos punk. Ellos y nosotros simulamos que estamos hablando de punk, pero cuando Billy Joe se mete un dedo en la nariz para la foto sabemos que está posando, que tiene una imagen con la que juega. ¡Uy, Billy Joe se metió un dedo a la nariz! Bueno, Britney Spears no usa calzones y las fotos de los paparazzis lo demuestran, Lindsay Lohan llevaba los pantalones llenos de cocaína en uno de sus choques automovilísticos, Paris Hilton filmó un video en el que le chupa el pito a su novio. ¡¿Quién es el punk?!
La gran estafa rocanrolera
“El punk es una actitud, una forma de vida”, solemos escuchar que dice la gente. El punk no es una forma de vestir… ¿o sí? Definitivamente hay prendas, accesorios y atuendos que uno relaciona automáticamente con el punk. Existe una estética punk, eso es un hecho… ¿y entonces?
Malcolm McLaren, el genial Malcolm, Vivienne Westwood, la genial Vivienne, y Jamie Reid, el genial Jamie, los tres tuvieron algo que ver. ¿Fue el colmillo de Malcolm, que sacó lo mejor del look de Richard Hell y con él vistió a los Sex Pistols? ¿Fue el talento de Vivienne? ¿Fue la boutique SEX? ¿Fueron los diseños de Reid? ¿Fue Su Alteza La Reina Isabel II con un imperdible en la boca? Hugh Cornwell, de The Stranglers, compara a McLaren con Osama Bin Laden: “No tenía idea de que los ataques del 9/11 fueran a ser tan exitosos. Despertó el día siguiente y pensó: ‘¿Ahora qué hago?’”
Los seguritos clavados a la ropa era un political statement que McLaren llevó a los terrenos de la moda. En general, los rasgos del punk le deben mucho al DIY: Do It Yourself: Hágalo Usted Mismo. Los fanzines son eso, un esfuerzo personal periférico a la corriente personal. Los tiempos han cambiado, pero en el pasado la única manera de hacer algo cuando no se tenía acceso a los medios era crear los medios propios: abrir bares donde se tocara música interesante, crear espacios y foros alternos para colgar fotos o pinturas de artistas emergentes, publicar fanzines —mejor llamémoslos zines—: escribirlos, ilustrarlos, diseñarlos, fotocopiarlos y distribuirlos. Todo sin intermediarios. Igual que los fanzines, los imperdibles en las chamarras de cuero eran un llamado de la clase trabajadora, de las clases bajas en general. No solamente, en realidad la política no es lo único que impulsa a un fanzinero: “Un fanzinero suele responder al adjetivo ‘inquieto’ y por eso, aparte de la labor editorial, en cuanto pueda se va a inventar una discográfica, a organizar conciertos o a montar una muestra independiente de cortometrajes”, explicaba hace algunos años Gabi Martínez en la revista española Ajoblanco.
No future
Acting under orders from above
King for a day
Son of Sam, son of the shining path, the clouded mind
—Elliott Smith, Son of Sam
“El punk es una actitud, una forma de vida”, solemos escuchar que dice la gente. El punk no es una forma de vestir… ¿o sí? Definitivamente hay prendas, accesorios y atuendos que uno relaciona automáticamente con el punk. Existe una estética punk, eso es un hecho… ¿y entonces?
“Lo que importaba [del punk] era la democracia”, dice Jaime Reid. Una especie de power to the people. Pero recordemos lo que decía Norman Mailer: “La democracia se funda en una idea exquisita y peligrosa. Prácticamente estipula que si el populacho expresa su voluntad libremente, el resultado serán más cosas buenas que malas”. Si la masa toma una decisión estúpida, tendremos que aguantarnos, pues esa masa nos representa y la decisión está tomada. ¿El punk es eso o es algo más individualista?
Recientemente, la revista Spin celebró la primer treintena de la gran explosión punk a nivel mundial. 1977 cambió muchas cosas, pasó tanto en ese año que las olas expansivas de esa bomba atómica siguen afectándonos. Pero el año 77 es significativo porque sucedieron cosas importantes, no necesariamente porque todo hubiera iniciado ahí. Ya Grail Marcus en Rastros de carmín ha enumerado varios momentos previos que cuentan como protopunks.
Rastros de carmín
Gracias a la resonancia de Rebelarse vende, el negocio de la contracultura [Taurus, 2005], el “problema” sobre la autenticidad de la contracultura (y del término en sí) renació. En su libro, Joseph Heath y Andrew Potter intentan desmantelar con datos —y no con creencias cuasi-religiosas— los postulados en que los nostálgicos de la revolución alternativa basan sus respetables pero ya enmohecidos principios. El problema de debatir este tipo de temas, lo acabo de descubrir, se reduce a las discusiones que se levantan cuando se pone en entredicho justamente la autenticidad de algún acto cultural contemporáneo que huela un poco a rebeldía o a espíritu adolescente (¿Nirvana es relevante y en verdad fue lo grande que la crítica musical nos quiere hacer creer? ¿Michael Jackson y sus desvaríos de diva enloquecida no se ajustan a los parámetros de la rebeldía?). No estoy redescubriendo el hilo negro, simplemente parto de un punto simple, el mismo desde el cual Greil Marcus inicia su larga e iluminadora travesía a través de diferentes momentos de la cultura marginal para hallar al final del arcoiris el pote con monedas de oro que él llama “historia secreta del siglo XX”.A partir de una sentencia de los Sex Pistols (I am an Antichrist!) traza brillantemente ese camino tortuoso. Marcus pone las cartas sobre la mesa: los Sex Pistols, sí, en efecto, fueron un producto prediseñado por Malcolm McLaren y Vivienne Westwood. Es decir, los SP fueron antes que nada, un producto comercial y de boutique (The Great Rock N’ Roll Swindle, lo llamaría el cínico Malc) que, podríamos decir, no tenía nada de diferente, por lo menos en su origen, respecto a los productos pop-discotequeros de la época. Pero, ¿se trataba de un producto hueco?
Los SP le cambiaron la jugada a todos. Just like that. La rebeldía no la inventaron ellos (y aquí Marcus da ejemplos de rebeldía proto-punk previos, MUY previos al punk en sí mismo y a los SP, tales como Jonathan Richman, un bluesero que entonaba canciones con letras en las que ya había señas de un hastío semi-anárquico, años antes de que la rebeldía fuera in), pero sí jugaron con un nihilismo que no compraba las ideas de progreso, felicidad y mejora de la calidad de vida. La rebeldía de sus antecesores rockeros era más conformista, más correcta. Esos punks de los SP, ya lo sabemos, acabaron de fulminar la era hippie, junto a Manson y su familia, entre otros acontecimientos. Como apunta Marcus, un disco no cambia la historia (y aquí comentamos: al Sistema-Ñaca-Ñaca le tiene sin cuidado el nuevo libro de literatura recia o la novedad de la disquera oscura de tu preferencia). Pero…
Los fans del rock buscaban un grupo con el cual sentirse identificados, una comunidad… como los hippies. Pero resulta que los SP no eran constructivos sino decidida y sistemáticamente destructivos. Los Sex Pistols le tiraban piedras a todos, no sólo a las autoridades. El famoso afiche de Jamie Reid es sólo una parte —quizá una de las más incendiarias— de la iconografía punk, pero los Pistols, ya como agrupación, le disparaban a su público, a la reina, a ellos mismos. McLaren se fijó muy bien y supo escoger perfectamente a un grupo de inadaptados autodestructivos que pasaban de todo, que ni siquiera se creían que estaban desempeñando un papel serio dentro de la historia del Rock N’ Roll, baby. Un ejemplo: John Rotten Lydon cantando en una onda house en “Open up” con Leftfield por allá de 1993 (cosa que a los puristas no les gustó pero que NME marcaba como eso que la gente quisiera que Lydon hiciera). Unos cínicos. Decía Malc que para él los SP eran como “un asesino bien parecido”. ¡Santo dios! Marcus lo pone así: con el punk se apostaba por lo más negativo: “El trabajo por la pereza, la reputación por la reprobación, la fama por la infamia, la celebridad por la oscuridad, la profesionalidad por la ignorancia, el civismo por los insultos, los dedos ágiles por los pies zopos”. Hasta los rockeros más rudos detestaban al punk que, les gustara o no, es una forma de rock. El punk, el buen punk, debe ser una piedra en el zapato de las buenas conciencias. Y ya no me refiero aquí al punk como género musical, sino como una actitud y una forma de vida.
Marcus prefiere tomar el camino del bosque oscuro con árboles tenebrosos y hace un recorrido en el que a cada paso se va encontrando con momentos culturales y sujetos, que con gran pericia conecta a la frase aquella de los Pistols: la Internacional Situacionista, el dadaísmo, Guy Debord, la Internacional Letrista. Estos momentos y sus protagonistas los analiza Marcus porque encarnan la destrucción, la negación, saltándose a propósito otros como el surrealismo pues Dalí, Buñuel, Breton y compañía representaban el buen camino. ¿No les parece así? ¿Y entonces por qué las señoras amas de casa que no frecuentan los museos ni tienen idea del arte cuelgan paisajitos surrealistas? Porque el underground, más que la contracultura, es peligroso. Y sí, también porque es más sexy.
Al final de su travesía —más bien desde el principio y como premisa, pero Marcus quería, tenía que desmadejar el desmadre contracultural, underground, alternativo o como se llame esta semana y asumir las complicaciones— el autor descubre la clave de todo movimiento que cimbre el piso de los convencionalismos. Dice: “Al destruir una tradición, el punk revelaba una nueva”. Xavier Rubert de Ventós ya se había dado cuenta de lo anterior desde La estética y sus herejías [Anagrama, 1973] y, además, subrayaba como para que no quedara duda alguna, los cambios en los sistemas culturales, artísticos o de cualquier índole, no venían desde dentro de esos sistemas. Es decir, no se trata de una necesidad orgánica y, si estiramos un poco, la revolución no es una necesidad “natural” de sistema alguno. Ventós habla de una irritación que provoca que lo que se hacía antes y cómo se hacía, se deje de hacer así. Pero esa irritación se da en el contexto, no en las vísceras de la cultura, porque la cultura, simple y sencillamente, NO TIENE VÍSCERAS. La cultura —y si estiramos un poco más— las subdivisiones culturales como el high y el low brow, las subculturas, los subgéneros, la marginalidad, etc., se tratan de creaciones del ser humano. No estaban allí después del Big Bang. La rebeldía es cosa inventada, aprendida.
Aprendizaje y adquisición, qué gran diferencia. Bueno pues, en buena medida, si la cultura la hemos aprendido, la rebeldía también. Por lo menos, si fuimos unos niños rebeldones —¡uy!—, no hubo instinto alguno que nos llevara a buscar, así porque sí, a los beats, al Sup Marcos, a Oscar Chávez, a Rage Against the Machine. Esos son gustos y preferencias aprendidas y ya. Los mohawks se los copiamos a Robert DeNiro en Taxi Driver…
Los fans del rock buscaban un grupo con el cual sentirse identificados, una comunidad… como los hippies. Pero resulta que los SP no eran constructivos sino decidida y sistemáticamente destructivos. Los Sex Pistols le tiraban piedras a todos, no sólo a las autoridades. El famoso afiche de Jamie Reid es sólo una parte —quizá una de las más incendiarias— de la iconografía punk, pero los Pistols, ya como agrupación, le disparaban a su público, a la reina, a ellos mismos.
Marcus le da un repaso a Debord puesto que, de acuerdo con lo que marca a lo largo de su libro, independientemente de que se trate de actos inscritos en la cultura y el arte, estamos refiriéndonos a actos de entretenimiento. ¿Por qué? El mejor ejemplo de lo anterior y como un paralelo de Johnny Rotten, es Isadore Isou, fundador del letrismo, una vanguardia que venía a derrocar la vanguardia anterior (acto reflejado en la conferencia de Tristan Tzara en la que Isou irrumpe con una bola de paleros y cuya anécdota completa se puede leer en Rastros…). Isou era un chico guapo que utilizaba el escándalo y a los medios para ganarse la atención de algo que si bien estaba sustentado en ideas intelectuales, era más un chiste, un jugueteo. El paralelismo con Rotten-Lydon toma forma aquí. No es que alguno de los Pistols ni el mismo Johnny Podrido fueran unos galanes. Pero eran carismáticamente disruptivos. No es que los SP devoraran libros de ensayos ni hubieran elaborado una base filosófica para el punk, sino que, gracias a su olfato malicioso, sabían justo en dónde estaba el culo de la cultura y la sociedad, y hacia ahí dirigieron la patada. Y el escándalo que provocaban era un espectáculo también. Aquí valdría la pena revisar, en Sid y Nancy [Anagrama, 1986], aquella biografía de Gerald Cole, las enloquecidas estupideces del bajista para reconocer el bajísimo nivel de sus acciones. Un pasaje especialmente revelador es aquél en que Vicious le revienta el instrumento en la cabeza a un miembro de la audiencia. No es punk per se, eso lo puede hacer un cantante de covers de los Beatles en cualquier camión si le tocan los huevos y por más pacifista que sea; pero la escena completa nos da una pista de lo que allí sucedía: había una irritación, como eso a lo que se refería Rubert de Ventós. “El respeto a las tradiciones es tan discutible como el mimetismo de una falaz modernidad”, ya había apuntado también tiempo atrás Jean Duvignaud desde su introducción de 1986 a su estudio Herejía y subversión.
Luis Racionero logró quitarle la paja a la terminología del glosario del chico rebelde, diferenciando claramente entre contracultura y underground y desmitificando el Olimpo de las acciones rudas. “Solo en el nivel ideológico la contracultura ha legado un testamento utilizable”, apunta brillantemente. Casi las mismas ideas que Marcus, sólo que este último, a diferencia del español, transita por caminos menos correctos. Racionero sustenta sus ideas en tres diferentes filosofías: las individualistas (William Blake, Hesse), las orientales (el Haiku, el Taoísmo) y las psicodélicas (Carlos Castaneda), y por su lado Marcus se concentra más en la destrucción y la interrupción del cauce normal del río. Cuando digo que Racionero prefiere andar la senda más correcta es porque a Racionero le gusta la tradición. Habla de que “cuando las condiciones sean menos represivas, la Gran Tradición Underground aflorará otra vez y se encarnará en un movimiento formalmente distinto de la contracultura de los sesenta, pero cuyas bases filosóficas serán similares”. El papel de Racionero en el estudio del under sirve para subrayar las cualidades regenerativas de éste en la cultura, pero si partimos del punk, como hace Marcus, el camino es la degradación, la disfunción e, incluso, la destrucción, y eso no es muy correcto.
La descomposición social, o por lo menos la excentricidad, logran muy bien desbalancear al correcto. Por eso Marcus ejemplifica también como actos que han cimbrado la estructura de pensamiento a las deformaciones mediáticas y económicas de Michael Jackson (las físicas, para cuando escribió su texto no le llamaron tanto la atención), pero también a los asesinos seriales o en masa. “El gran sucedáneo norteamericano de la revolución social es el asesinato”, cita a Walter Dean Burnham. Y es que, para posar los reflectores sobre las acciones de uno, primero hay que gritar. Y si gritar no es suficiente, hay que armar un verdadero escándalo. Y si eso tampoco basta, habrá que irrumpir en algún acto público y desnudarse… no, eso es muy hippie. Hay que golpear, patear y, si se tienen las suficientes agallas, sacar un arma y disparar al aire… o a alguien. “En 1969, mientras los Rolling Stones tocaban en Altamont y un hombre era apuñalado y pateado hasta morir en medio de la multitud que se hallaba delante del escenario, sólo había sentido aversión y distancia”, recuerda Marcus: “los símbolos de la paz que ondeaban sobre la gente eran casi tan feos como la violencia en sí misma”. ¿Queríamos atención, no es así?
Michael Jackson, su fama, su escándalo, sus excesos, son similares a las de cualquier acto llevado a cabo por un punk. Ambos revelan un vacío de significado, uno que anula la posibilidad de elegir; el acto en sí mismo es lo relevante, es un performance del cual se sacan conclusiones en el momento mismo de la acción; no hay una tradición escrita pues toda la historia de la música pop, de la rebeldía, del anarquismo está dentro del acto en sí, no hay un término que designe a ese acto porque es una transición. Duvignaud habla de la “anomia”, las “manifestaciones ‘inclasificables’ que acompañan el difícil tránsito de un género de sociedad que se degrada a otro que la sucede en un mismo periodo y que aún no ha cobrado forma”. Ya después vendrá algún historiador de la anomalía, de la desviación, de la cultura pop que encuentre las claves para entender lo que ha pasado; quizá hasta acuñe algún neologismo para ello, pero mientras tanto el acto se explica por sí mismo. Si digo que Hello Kitty es punk, más punk que el happy punk-chicle bomba es por algo que yo mismo no puedo explicar. Se trata de algo casi místico que bien podría acomodarse en esto que Marcus denomina “historia secreta”, porque, al fin y al cabo, no se necesita tirar una bomba molotov para cuartear las bases. Si el asesinato es un espectáculo y ello hace que el espectáculo forme parte activa de la subversión, entonces los actos del espectáculo y el entretenimiento —como Hello Kitty— bien pueden mutar hacia la deformidad, volverse monstruos. Otro pasaje de Sid y Nancy digno de consignarse es el momento en el que Sid acaba de ser encontrado en el Chelsea Hotel con su Courtney Love ensangrentada:
—¡Es fantástico! —decía la chica con unos ojos profundamente enmarcados en kohl—. Bueno, yo lo adoraba y hasta lo siento, pero, ¡es superfantástico! ¡Sid Vicious ha matado a su novia, y ahora está muerta!
Jajaja, ¿no es chistosísimo? ¿Será contracultural? ¿Es cool? ¿No es transgresor o sí lo es?
Pero, y a todo esto…
¿Dónde quedó el punk? Baudrillard, como a últimas fechas otros han hecho, ha ubicado al dadaísmo y a Duchamp como generadores de formas estéticas que cambiaron el rumbo del arte y el discurso (ya lo sospechábamos, pero faltaba que alguien lo dijera). La transestética de la banalidad de las imágenes. La revolución, para su gusto, da como resultado la determinación, la angustia y la confusión. Heath y Potter, para meterle la zancadilla a la neo-religión contracultural nos recuerdan que los anarquistas primigenios ni siquiera buscaban desmantelar al Estado. La contracultura es romántica, y si las hipótesis literarias de J. G. Ballard y William Gibson son ciertas o por lo menos cercanas a la realidad, la destrucción ya fue y lo que estamos viviendo son las ruinas de la civilización, no hay lugar para la esperanza. A lo mucho, la subversión es lo que queda, pero de la mano o, como si fueran una pareja de siameses, a la subversión la acompaña el espectáculo. Los grafiteros de Luz virtual (William Gibson, 1993) son ejemplares porque su manera de romper las reglas es por medio del robo y la intervención, no de las arengas por la paz. Y eso, me temo, es el punk.
Mientras tanto, en Baltimore…
Antes de eso, John Waters ya había filmado algunas de las secuencias más explosivas de la historia del cine y la cultura popular en general: Divine persiguiendo a un pequeño perro para comer sus heces, un hombre tarareando “Surfin’ bird” con el ano, una gallina muere mentras participa forzadamente en un acto sexual. La película data de 1972 y tiene muchos elementos puramente punks, una anarquía que reina todo el tiempo y un rasgo característico de la forma en que funciona el punk: haciendo mofa de la alta cultura: la escena de la gallina parece una parodia brutal de los viajes en Los olvidados, de Buñuel. Y es que el punk parece burlarse de la tradición, o por lo menos, ignorarla.También Charlie Manson y su familia ya habían irrumpido en la mansión en donde sucedió lo que ya sabemos. La tradición, en este caso, es la apestosa cultura hippie, a la cual Manson le dio en la madre. Si la moda punk se la debemos a McLaren y Westwood, y si esa moda es una simple pose —ni tan simple, el producto está bien estudiado y calculado—, es un hecho que ser un punk, bajo ninguna circunstancia, significaba tener el cabello largo y usar pantalones acampanados. Pero no sólo eso: la anécdota esa sobre la playera de Johnny Rotten que ponía “I hate Pink Floyd” tiene que ver con el impulso —musical— del punk: había un segmento de la población cansada, francamente aburrida de las interminables canciones del rock progresivo. Ya ni siquiera eran divertidas. Mejor, algo más rápido, más potente y furioso: unos cuantos minutos y ya. No importa que las letras fueran así:
Hey, little girl
I wanna be your boyfriend
Sweet little girl
I wanna be your boyfriend
Bueno, mi ejemplo es malo, pues la anterior es una dulce balada punk de los Ramones.
Quienes vivieron en Nueva York durante 1977 —yo nací hasta 1978, pero algo intuía— recuerdan, sobre todo, que se trató del verano de uno de los asesinos seriales más sanguinarios y famosos de la historia: El hijo de Sam. David Richard Berkowitz asoló las calles de NY con una calibre .44 en la mano y una voz demoníaca en su cabeza. El escenario del punk en NY estaba poseído por el terror. “No dejes que nadie te diga lo contrario: 1977 no fue un buen año. No fue una buena década, no fue un buen momento para la ciudad de Nueva York”, advierte el chef Anthony Bourdain, un antiguo adicto a la heroína quien vivió de frente el furor punketo. Según recuerda, más allá del glamour con el que vemos ahora toda la escena punk, las bandas ni siquiera tenían éxito, no vendían discos y acabaron por fracasar. “¡The Germs hicimos más dinero por un solo show hace un par de años que en todo el tiempo que fuimos The Germs!”, recuerda Don Bolles, baterista de la banda.
La motivación para muchos punks es abatir el aburrimiento. De otra manera no se entendería que alguien se quedara tanto tiempo en una banda sin éxito, o editando un zine que sólo se repartía de mano en mano entre los amigos. Eso o demostrar una forma general de desencanto. Los punks no necesariamente eran izquierdistas aguerridos que leían libros sobre socialismo. Los Ramones mismos son un ejemplo de conservadurismo. El punk le debe más, muchísimo más a Guy Debord que a Karl Marx. Regreso al ejemplo de “Open up”, canción que sirvió muy bien para decepcionar a los punks aguerridos. Los más militantes se sintieron ofendidos cuando oyeron por primera vez la canción, hecha para bailar. Eso es algo que me gusta del punk: en realidad no tiene por qué complacer a nadie. No es bonito ni congruente con una ideología política. La serie infantil Lazy Town tiene un personaje llamado Robbie Rotten. ¿De dónde vendrá el Rotten? El personaje vive en el subsuelo y trata de hacer que los niños de Lazy Town no realicen actividades físicas. A mi parecer, se trata de una metáfora del punk: Rotten, el subsuelo, la decisión de conformismo —como decía antes, el punk suele ser decididamente conservador, estático, sin ganas de evolucionar. Se trata de un gen que está en él. Por eso es tan fácil de estafar por medio del punk: sus motivaciones son difíciles de encontrar, en ocasiones se trata de destruir, otras de evitar el aburrimiento, también protestar en contra de una situación política-económica desfavorable. ¿Qué es el punk? El punk, amigos míos, no existe.
Causa perdida
Para Goffman resulta contracultural el taoísmo igual que el situacionismo; el cyberpunk lo mismo que la Ilustración. No es tan inocente como para no hacer notar que no es que todos estos movimientos sean contraculturales en sí, sino que a partir de las características de actos contraculturales contemporáneos equipara otros acontecimientos que bien podrían calificar como tales, de todas épocas y ámbitos.
Por eso no me gusta el libro de Ken Goffman [La contracultura a través de los tiempos, Anagrama, 2005]. El autor fue editor de una de las revistas míticas de la década de los noventa: Mondo 2000, compendio de la cultura cyberpunk, que tuvo un auge espectacular en esos años. Bajo el seudónimo de R. U. Sirius Goffman lleva a cabo la elaboración de esta obra bajo el tutelaje de Timothy Leary. El proyecto de esta historia de la contracultura nace de las mentes de Leary y Dan Joy, siendo que éste último no tiene realmente mucha injerencia en su elaboración, así que el proyecto queda casi absolutamente en manos de Goffman.
Goffman se encarga de trazar un mapa de aquellas expresiones culturales que poseen un rasgo distintivo: la búsqueda de un rompimiento o una salida de la manera tradicional de pensamiento. Formas de rebelión o simplemente maneras diferentes de enfocar la vida, aquellos impulsos llamados alternativos desde la década ya mencionada y a los que el autor etiqueta como contraculturales aunque no lo sean de manera estricta. Por ejemplo, su trip da inicio a partir del mito de Prometeo, el Titán griego castigado por los dioses por entregar el fuego a los hombres. La metáfora es sencilla: el acto es una muestra de rebeldía, ergo, es una forma de contracultura.
Si bien el libro es interesante —pues sirve como una pequeña enciclopedia de acontecimientos culturales— el afán en todo momento de atribuirle rasgos contraculturales a todo resulta francamente aburrido, predecible y, más que nada, infantil (o más bien: adolescente). Goffman logra demostrar su punto: que la cultura de ninguna manera es homogénea, que hay muchas vías alternas a la Gran Vía de la cultura occidental, que siempre habrá hombres, grupos de hombres, dispuestos a subvertir el orden institucionalizado y que bastará con que alguien decida tomar el sentido contrario para dar pie a una postura diferente. Es aquí donde se puede nombrar a la contracultura, el problema radica en que etiquetas ya hay muchas y que quienes las crean, generalmente los críticos musicales o periodistas culturales, llevan ya un tiempo enredados en su propia madeja. Y el brote desmedido de esas etiquetas —alternativo, Generación X, altermundismo— ha dado pie a que lo que servía para describir termina siendo usado por la moda y la corriente principal.
Para Goffman resulta contracultural el taoísmo igual que el situacionismo; el cyberpunk lo mismo que la Ilustración. No es tan inocente como para no hacer notar que no es que todos estos movimientos sean contraculturales en sí, sino que a partir de las características de actos contraculturales contemporáneos equipara otros acontecimientos que bien podrían calificar como tales, de todas épocas y ámbitos. De ahí el subtítulo del libro: De Abraham al acid-house. Y es por ello que el libro funciona como un compendio de datos, una wikipedia de la cooltura alter con profusión de datos recopilados de aquí y de allá (llama mucho la atención, es decir que causa mucho ruido, que mucha de la información acumulada por Goffman sean citas, teniendo así grandes bloques entrecomillados); él sabía qué buscar y con algo de paciencia armó su puzzle contraculturaloso, de algo que pasó en cierto momento del siglo XX y que, siendo francos, se ha vuelto terriblemente enfadoso. ®