«Ante aquellas apariciones que no sólo son vistas u oídas, sino que se meten en el organismo y hacen que uno sea al mismo tiempo alguien más, pero sin rostro, quédese inmóvil, pues el movimiento más sutil puede multiplicar la ferocidad de esos seres y acelerar el temor de no ser uno mismo.»
Cerciórese de que usted es absolutamente usted mismo. Verifique, con la asistencia inmóvil del pasado, si las raíces que posee son fecundas o prestadas. Para reconocer lo fecundo basta mirar en silencio el desfile, y si la anécdota y la imagen despiden más luz que otras, ahí es, suyo es el fondo. Es importante aclarar que la luz no es emitida de manera voluntaria, como por decisión: viene del núcleo inalterable y blindado, pero accesible, de la memoria. Cuando la luz ilumine todo el cuarto reconocerá de inmediato lo habitable. Recuerde que lo habitable es imprescindible para menguar la letalidad de lo imprevisible, como los sustos y demás cosas de muertos o de vivos que atenten contra usted por mediación mental (pensar la cosa es poseerla, es la consigna) y otros rastreros recursos de mercado, ese lumpen del espíritu, hígado negro. No obstante, con el propósito de mantener un nivel respetable de desasosiego tenga presente que lo habitable, aunque debilita la impresión causada por la sensación de estar cerca del otro mundo, no elimina por completo lo impresionante que resulta ser la presa, ni la intervención concreta de un pus sobrenatural en el círculo familiar de lo habitable mismo. En este sentido, la fuerza del susto se halla en proporción con el nivel de profundidad con que se asuma lo inevitable. Cuando verifique que la paciencia es la consecuencia natural de la impotencia podrá desenvolverse con terror, pero sin contratiempos, entre entidades extrañas, violentas, y paradojas. Lo habitable, para entonces, vivirá en un rincón, pero vivirá. Evite confusiones: lo habitable siempre da la sensación de eternidad y, por lo tanto, de ser siempre el último recurso, mientras que la paciencia es temporal, y da la impresión de ser exageradamente imprudente, ya que su móvil es la lenta renuncia a uno mismo. Aunque el carácter súbito de una aparición apresurará en usted la necesidad de no olvidar su cuerpo. Ante aquellas apariciones que no sólo son vistas u oídas, sino que se meten en el organismo y hacen que uno sea al mismo tiempo alguien más, pero sin rostro, quédese inmóvil, pues el movimiento más sutil puede multiplicar la ferocidad de esos seres y acelerar el temor de no ser uno mismo. Cuando la aparición haya ocupado completamente la casa, la paciencia antes mencionada adquirirá el aspecto de una noche oscura, por lo cual será necesario que aprenda a convivir calmadamente con lo que queda de usted, con la realidad inmediata y con la realidad de la posesión. No dialogue con la aparición ni considere que ésta tiene siquiera la más mínima disposición de desaparecer. Vigile, y confirme si usted sigue siendo usted mismo. El control mental será, para usted, un recurso de primera necesidad cuando se apaguen todas las luces y la impotencia quede confrontada con el deseo de ser libre, ese impulso salvaje por el que se engendran las más peligrosas esperanzas. Peligrosas, porque no se puede hacer nada y, no obstante, se desea. Agitar la cabeza como las aspas de una licuadora no es recomendable: sólo violenta la influencia de la posesión y disminuye la capacidad de lenguaje, que es lo único habitable, por encima de la memoria. Cuando la aparición lo obligue a mirar de frente al vacío, donde no existen las sombras ni los reflejos, pues todo rastro propio se ha desvanecido, bese con la mano el suelo y álcela al cielo. Se puede esperar más del silencio divino, que de su total abandono. La aparición, sin embargo, no se irá, pero usted podrá elevarse por encima de su circunstancia. Elevarse es reducir el cuerpo a una diminuta sensación material, casi un olvido si no fuera porque usted no ha muerto. Las apariciones de este tipo, es decir, aquellas que no buscan, como las almas en pena, la piedad del vivo, impiden el sueño y persuaden al que las hospeda de desear la muerte. Quédese quieto, vigile, no negocie con ellas. Aunque el autocontrol radical derive en interacciones simples y mundanas traumatizadas, es la única opción que tienen la mente, el cuerpo y el deseo de libertad, para seguir siendo ellas mismas. Cuando, finalmente, aprenda a rezar con la sangre en los ojos haga una pequeña fiesta al servicio del cielo y, aunque la perniciosa aparición no se despida nunca y lo tenga prensado invisiblemente del cuello, diga para sí mismo, y sólo para que usted mismo lo escuche, a la manera en que esos círculos de confesión y alianza se comprometen y luchan: sólo por hoy. Y siga con su vida ordinaria, porque va a llegar tarde. ®