¿Obra de un crítico agudo que se malogró por la amalgama indigesta de teleología, jerga posmoderna y casuística ideológica? A propósito de Breve historia de nuestro neoliberalismo, el autor trae al presente la discusión sobre liberalismo, izquierda, Paz, Monsiváis, Zaid y Krauze.
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Desde hace varias décadas existe toda una industria editorial apoyada en la premisa del neoliberalismo como una transformación de las subjetividades, los cuerpos, los relatos de nación, la política y la economía… como un espejismo que se confunde con el sentido común y la realidad misma. En Breve historia de nuestro neoliberalismo el crítico y profesor universitario Rafael Lemus se une a esta industria con una tesis vehemente: la reinvención neoliberal de México habría sido imposible sin la ayuda de ciertos grupos intelectuales, como la revista Vuelta. A la crítica habitual del PRI “se le suma en Vuelta otra distinta y más severa —la de la primacía del Estado, la de su pretendida ‘preeminencia ontológica sobre el mercado y la sociedad civil’—”.1 La primera fase de esta crítica habría tenido lugar en “El ogro filantrópico” (1978), ensayo que Octavio Paz publica en el número 21 de Vuelta, y en El progreso improductivo (1979), libro que recoge los artículos que Gabriel Zaid había publicado desde 1971 en Plural y Vuelta.
Como recordará el lector, en “El ogro filantrópico” se afirma que la singularidad del régimen posrevolucionario radicaba en la imbricación armónica, aunque no sin roces, entre el Estado, el partido oficial, el personal gubernamental, la clase política y las organizaciones campesinas y sindicales. Minimizando el influjo de Weber, Trotski y Lefort, y sin otra prueba que su célebre párrafo inicial (“el Estado del siglo xx se ha revelado como una fuerza más poderosa que la de los antiguos imperios…”),2 Lemus mantiene que este ensayo se dirigía contra el “principio de la razón de Estado” y no contra el patrimonialismo del corrupto y autoritario régimen priista. Algo parecido haría Zaid: querer refutar “las políticas económicas (‘populistas’)” de Echeverría y López Portillo, impugnar “la idea de progreso (industrial, urbano, burocrático)”, fomentada desde los años cuarenta, y condenar de forma más severa que Paz el “aparato estatal, el cual ya no aparece aquí disfrazado de amo terrible y desalmado sino de operador torpe e improductivo, secuestrado por la burocracia y por la tecnocracia universitaria y enemigo tanto de los saberes tradicionales como de la iniciativa privada”.3
Paz y Zaid mostrarían la cara destructora del credo neoliberal. ¿Mostraron algún tropo? Paz, concede Lemus, no propone ninguna reforma neoliberal, ni convertir al Estado en una empresa eficiente y productiva. Repetiría la propuesta de El laberinto de la soledad: crear una modernidad propia, en vez de copiar “modernidades ‘exógenas’”.4 Paz sugiere en efecto insertar la Reforma política del setenta y siete en “las prácticas democráticas tradicionales de nuestro pueblo”;5 pero su anhelo es aún el de Postdata: una democracia moderna. Zaid también está “lejos de proponer un temprano paquete de liberalización económica” y, aun más que Paz, es “explícito en su rechazo al poder y a las dinámicas de las grandes empresas”. Sin embargo, prefiguraría otra gouvernementalité, al proponer “limitar radicalmente la capacidad económica del Estado”, ya que “el mayor y casi único beneficiario […] del Estado es el Estado mismo”, y anticiparía la aparición del homo economicus, al “reconocer como agente económico básico al individuo, concebido como un empresario […] sometido por las grandes empresas y las estructuras estatales”.6 Una lectura menos apresurada, señalemos, revelará los vínculos de Zaid con el anarquismo, el catolicismo y el campesino que satisface sus necesidades sin tener que migrar a la ciudad.
La segunda fase del giro de Vuelta comenzaría en “Por una democracia sin adjetivos” (1982), de Enrique Krauze. Al igual que en 1968, a principios de los años ochenta el nacionalismo revolucionario gozaba de una legitimidad exigua, dado el escenario de deuda, inflación y crisis de la economía mexicana. Krauze pediría al gobierno “reformar (‘democratizar’) algunas de sus prácticas e instituciones y formular una nueva narrativa de legitimación”,7 llamando a hacer “tres cosas de cualquier modo no menores en el autoritario contexto mexicano: limitar el poder del presidente, garantizar elecciones limpias y fomentar una prensa crítica”.8 Su defecto sería que, en lugar de “formas democráticas más igualitarias, más horizontales, más radicales”, Krauze asume como modelos la Inglaterra georgiana, la República Restaurada y a Francisco I. Madero, haciendo pasar “esa democracia por la verdadera democracia, la democracia en estado puro, sin adjetivos” y, como ocurría bajo el PRI, “sin demos”.9
Al igual que en 1968, a principios de los años ochenta el nacionalismo revolucionario gozaba de una legitimidad exigua, dado el escenario de deuda, inflación y crisis de la economía mexicana. Krauze pediría al gobierno “reformar (‘democratizar’) algunas de sus prácticas e instituciones y formular una nueva narrativa de legitimación”
Hasta aquí, esta historia intelectual se cuida de excusar al régimen priista y a la burocracia moderna —capitalista o socialista—, pero también de refutar el discurso de Vuelta, compuesto por el relato histórico–cultural de Paz, las tesis económicas de Zaid y el liberalismo político de Krauze: incapaz de aseverar que promovió el neoliberalismo en sí, Lemus alega que rimaba “bien” con la racionalidad neoliberal.10 Para esta lógica retrospectiva, las ideas importan menos que sus aparentes efectos, el liberalismo existe como anticipación del neoliberalismo y criticar el Estado equivale a criticar la razón de Estado.
En 1988 se consumaría el giro de la revista, con su apoyo al partido oficial, que se aferró al poder mediante una elección fraudulenta. “Si a principios de esa década, Paz, Zaid y Krauze prescribían —cada uno a su manera— una cierta vuelta al pasado, en 1988 acusan ya a la izquierda de pretender precisamente eso”.11 Vuelta, precisemos, no defendió el pasado; defendió una tradición democrática que fue fagocitada por el nacionalismo revolucionario, enarbolado por el PRD en el ochenta y ocho. “Una vez que Vuelta opera dentro de la misma racionalidad política que el Estado mexicano, otra cosa muta: aspectos del sistema político que alguna vez fueron severamente criticados, como el presidencialismo y el corporativismo, empiezan a adquirir […] una tonalidad menos siniestra —y de pronto son incluso defendidos—”.12 Es decir: un grupo de liberales respaldó un proyecto neoliberal que prometía remediar las taras del antiguo modelo estatista.
El radical giro ideológico del grupo Vuelta habría sido, en definitiva, un cambio de adversario: “no más la modernización liberal, conducida por los gobiernos priistas […], sino las fuerzas políticas y sociales que se oponen, justamente, a la modernización neoliberal conducida por los gobiernos priistas”;13 el “Estado, dirigido por tecnócratas, se torna de pronto racional mientras que la sociedad —supuestamente desordenada, nostálgica del populismo, débil ante la izquierda— adquiere una tonalidad amenazante”.14 Conviene disentir de nuevo. El PRI distaba de ser liberal, no todo Vuelta apoyó a Salinas y sus adversarios fueron siempre el nacionalismo revolucionario, la dominación burocrática y las ideologías antiliberales.
Lemus, desde luego, a menudo acierta: en 1988 Vuelta pudo defender más la democracia mexicana. El oficialismo de Paz se debió a su creencia de que modernizar la economía modernizaría la política, al revés de lo que se intentó en Rusia luego del colapso soviético, y a su temor de que estallara una guerra civil por una transición abrupta. No estaba solo. Carlos Monsiváis también firmó el desplegado “1988 Ganar lo principal”, que, en aras de la transición democrática, pedía superar los enconos y aceptar la victoria de Salinas.15 Paz vaticinó asimismo una menor probabilidad de democracia con el PRD en el poder, un partido populista y corporativista, pero con una vocación democrática. Por eso Christopher Domínguez Michael ve una ética de la responsabilidad tras su entusiasmo pasajero por Salinas: un error que pocos perdonan. Lo cierto es que nunca sabremos si Cárdenas hubiera podido someter a las tribus autoritarias que tanto preocupaban a Paz y a algunos todavía.
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1994 ocupa el centro de esta historia. Se sabe: es el año del levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y del inicio de una etapa de conflicto poshegemónico en que “el neoliberalismo es dominante como práctica de gobierno pero ya no como ideología”. Lemus revisa los comunicados zapatistas, en los que los indígenas son representados como todo y nada, como la nación y aquello que la nación no puede contener, y en los que su agravio es representado como algo histórico y actual. De ahí la doble exigencia: “autonomía para las comunidades indígenas” y “reconfiguración del sistema–mundo”, y de ahí las tensiones entre identidad y universalismo, poder constituido y poder constituyente, democracia directa y democracia representativa.16 Todo ello haría del EZLN “un sujeto político excepcional, inapropiable” e “irrepresentable” para el pensamiento corriente.17 Sin embargo, esta complejidad “irresoluble” no vedó, lamenta Lemus, la fijación de una imagen parcial del zapatismo como una fuerza antipoder y poshegemónica que anhela “cambiar el mundo sin tomar el poder” (John Holloway), y que “cree posible socavar al capitalismo global y el poder estatal sin atacarlos directamente” y, “por lo mismo, hace de la vida cotidiana el nuevo campo de batalla y el sitio donde habrá de constituirse un ‘mundo nuevo’” (Slavoj Žižek).18
El Ejército Zapatista, “la más severa refutación de la racionalidad neoliberal”,19 se escaparía a esta imagen de sujeto siempre fugado, pues también se compromete con “posiciones de poder y hegemonía”.20 En los primeros meses de conflicto armado negocia —como era previsible— con el gobierno, se asesora “con especialistas en derecho constitucional” y entra en contacto “con formaciones políticas nacionales”.21 Al lado de su noción antagonista de la democracia, desarrolla una noción liberal y habla “ocasionalmente de elecciones, regulaciones, sociedad civil, representación política y demás herramientas de la gobernanza liberal”. La Segunda Declaración de la Selva Lacandona llamó a una Convención Nacional para proponer un gobierno de transición y una nueva ley nacional; de modo que el zapatismo participa “en una política que persigue, en alianza con otras fuerzas, constituir un nuevo gobierno federal”. Otro tanto hicieron las declaraciones tres, cuatro y cinco, con “sus respectivos anuncios de la creación de un Movimiento de Liberación Nacional, la conformación del Frente Zapatista de Liberación Nacional y la convocatoria a otra consulta nacional con líderes de la sociedad civil”. Es verdad que la Sexta Declaración “desestima tajantemente la vía electoral”, “desatiende a líderes y agrupaciones”, ambiciona “‘constituir o reconstruir otra forma de hacer política’” y llama “no a vencer políticamente a los adversarios sino a abandonar el paradigma de la hegemonía, a operar fuera de la forma Estado y a construir una práctica política que todavía no existe y no tiene nombre”. Pero también lo es su celebración de formas políticas tradicionales: “el Estado cubano, la entonces reciente victoria de Evo Morales en Bolivia y el también reciente ascenso político de Rafael Correa en Ecuador”, así como su postulación de “una mujer indígena (María de Jesús Patricio Martínez)” a la presidencia en 2018. Unas cifras de 2003, acerca de la organización de los cinco caracoles zapatistas, justifican el siguiente remate: “en el presente el EZLN es, antes que cualquier otra cosa, una experiencia de gobierno”.22
En suma, el zapatismo practica una política total. Alberga la “radical paradoja de la igualibertad”, la cual supone —escribe Lemus amparado en Étienne Balibar,
la hipótesis, imposible de refutar o demostrar, de que la igualdad y la libertad deben coincidir en algún punto del tiempo y del espacio, y reclama simultáneamente una absoluta soberanía popular y total e irrestricta autonomía. Como ninguna de estas aleaciones —igualdad/libertad, soberanía/autonomía— puede realizarse plenamente, o sólo puede realizarse en una comunidad siempre por venir, la igualibertad no funciona en el presente sino como una fuerza negativa que explota todo orden positivo, como una demanda infinita e infinitamente insatisfecha que demuestra una y otra vez la insuficiencia y la precariedad de toda organización social.23
Tal demanda no desemboca en una política “escéptica, pesimista” que, al tanto de su imposibilidad, “se repliega, renuncia a reinventar el orden político existente y se dedica a cambiar hábitos en pequeñas comunidades autónomas”. “Por el contrario: dada su voluntad de totalidad, la igualibertad debería conducir a una nueva práctica política que acontezca en todos los espacios —la forma Estado, la comunidad local, la vida diaria— y que persiga y rehúya del poder simultáneamente”.24 A lo largo de casi 150 páginas el lector ha presenciado una marcha de dicotomías: dos formas de democracia, sociedad civil, política… Este binarismo es disuelto por el Ejército Zapatista al perseguir, como algunos poemas memorables de Paz, “esto y aquello”.
No intervención o repliegue: ambas cosas. No renuncia a toda posición soberana ni mera búsqueda de la hegemonía: ejercicio de la soberanía, mandar obedeciendo, y construcción horizontal de otros hábitos y otras relaciones afectivas en comunidades que han conquistado su autonomía. No esto o aquello: esto y aquello —un ir y venir de prácticas y enunciados que no se fijan ni aquí ni allá, ni dentro ni fuera, porque al final del día persiguen, literalmente, todo.25
El fragmento destila lirismo. No hay pugnas intestinas ni entre los distintos pueblos indígenas; la amenaza proviene del gobierno federal y del sistema capitalista. Por otro lado, el triunfo o derrota de estas prácticas y enunciados es irrelevante junto a su presencia antagónica como demanda infinita y memento del fracaso del Estado–nación. El hecho incontrovertible es que, fuera de su valioso impulso a la transición democrática y de la candidatura independiente de Marichuy, el Ejército Zapatista no ha participado en política estatal, creado un partido o apoyado a alguno: lo que ha primado es el repliegue de pequeñas comunidades autónomas.
El hecho incontrovertible es que, fuera de su valioso impulso a la transición democrática y de la candidatura independiente de Marichuy, el Ejército Zapatista no ha participado en política estatal, creado un partido o apoyado a alguno: lo que ha primado es el repliegue de pequeñas comunidades autónomas.
En lugar de afrontar la realidad de este hecho, Lemus retorna a su tono distintivo y a su bestia negra, retratándola ya no como la defensora de una vuelta sino de una noción cíclica de la historia y de la “vieja dicotomía modernidad–tradición”. Así, en 1994 el gobierno encarnaba la modernidad (“neoliberal, tecnocrática, democrático–liberal”), y los zapatistas (“románticos, radicales, indígenas”) el espectro del pasado.26 Según este retrato, Paz se angustia por la manera en que un grupo de sujetos radicales desordenó y polarizó la esfera pública. Su liberalismo e ideología lingüística le impiden “tolerar esas prácticas verbales que, en vez de perseguir la resolución discursiva del conflicto, aspiran a expresarlo y hasta a extremarlo” y “concebir que esos hábitos y discursos cumplan con una función al interior de las democracias pluralistas”.27 No menos angustia siente por
el renovado compromiso de ciertos intelectuales, la reaparición del intelectual comprometido y, peor aún, del intelectual orgánico que pretende pensar el zapatismo desde el zapatismo mismo. Si Adorno creía que el desafío no es pensar el objeto sino desde el objeto mismo, Paz, en la tradición de Julien Benda, cree, por el contrario, que el intelectual debe mantener en todo momento su distancia y pensar desde fuera (desde un supuesto afuera) del objeto. No extraña así que lo que Paz advierta a su alrededor en los meses posteriores al alzamiento zapatista sea, para continuar con Benda, una masiva traición de los clérigos, un generalizado abandono de la “independencia crítica”.28
He aquí la diferencia toral entre Paz y cierta izquierda, no tanto una diferencia de argumentos como una “fractura cognitiva” en la que la cosmovisión del otro es incomprensible. La fractura proviene de la palabra ideología, y habría surgido en el debate de 1977–1978 entre Paz y Monsiváis. Éste la entendía como “un producto social común a todos y cada uno de los individuos (todo cuerpo social produce relatos ideológicos, todo sujeto está atravesado por algunos)”; mientras que aquél como “una estructura de pensamiento que impide ver objetivamente la realidad”. Las acepciones, prosigue Lemus, derivaron en tareas distintas para el escritor: “combatir la ideología (capitalista) hegemónica desde una ideología (socialista) contrahegemónica” y “mantenerse fuera de las ideologías”, tarea que había aparecido en Postdata: la crítica de la pirámide, la crítica de “ese pasado mexicano —violento, mítico, autoritario— que se obstina en […] dificultar el camino del país a la modernidad”.29 Nada más:
no continuar el conflicto por otros medios, ni ser fieles (en los términos de Alain Badiou) al acontecimiento apenas presenciado, y ya ni siquiera afianzar las relaciones que los intelectuales habían trabado esos días con el estudiantado y ciertos sectores de la clase media. Sólo eso: distancia y crítica, que, según sus palabras, es “el ácido que disuelve las imágenes”, “el aprendizaje de la imaginación en su segunda vuelta, la imaginación curada de fantasía y decidida a afrontar la realidad del mundo”. Como ha observado Bruno Bosteels, es como si, para Paz, la Matanza del 2 de Octubre hubiera clausurado no sólo el movimiento estudiantil sino la posibilidad de toda política radical. O más todavía: es como si el movimiento mismo, como si la acción política misma, con su llamado a corregir los males del mundo a través de la praxis, cargara ya con las semillas de su deformación autoritaria. Siendo así, sólo una opción queda abierta para Paz: la crítica —prudente, escéptica, “curada de fantasía”— desde la tradición democrático–liberal.
Justo eso es lo que Paz prescribirá a los intelectuales en 1994, en el momento mismo en el que el conflicto tiene lugar: prudencia, “la más alta virtud política”. Prudencia y —como sugerirá una breve nota publicada en Vuelta en febrero de ese año— distancia, serenidad, ironía.30
¿Cuál sería la característica de la política radical? ¿La ortodoxia, la imposibilidad, la violencia? Lemus nunca lo aclara. Paz diría quizá, con Lefort, que la democracia como lugar vacío, algo congénito a la crítica pero no al afán de mantenerse fuera de las ideologías: “nunca he pedido que el escritor ‘se desvincule de una ideología’”, le responde a Monsiváis.
El escritor puede militar en las escuadras de Lutero o en la compañía de Jesús, jurar en nombre de Hermes Trismegisto o en el de Mao, sentirse neutral ante todos los sistemas y los poderes como un nuevo Diógenes, atacar a los monopolios privados o a los estatales, defender el derecho de las mayorías frente al tirano, el de las minorías ante las mayorías y el de los individuos contra todos. Pero el escritor tiene una responsabilidad mayor con su conciencia que con sus creencias, su patria, su Iglesia o su partido.31
El afuera de las ideologías no existe, sostiene Lemus. Hay que pensar desde o con el objeto. Adorno, eufórico con su papel de adalid del zapatismo, argüiría que una visión prejuiciada por una ideología puede resultar más profunda que otra en apariencia objetiva y neutral, y develar verdades negadas a aquel que ha naturalizado las estructuras sociales de su época. Lemus es más radical: no ansía alguna verdad sino la praxis, la eficacia política.
Esta actitud —observa Paz— no puede estar sometida a consideraciones de eficacia política porque el pasado reciente nos enseña que, en nombre de la eficacia, cientos de intelectuales en todo el mundo callaron ante la exterminación de millones de hombres durante el periodo estalinista. Pero la conciencia del escritor, como la de todos los hombres, no es un absoluto: está situada dentro de unas circunstancias sociales e históricas concretas. Dentro de esos límites, el hombre puede, a veces, decir no a los poderes injustos y obrar conforme a su conciencia. La palabra conciencia, por más nebulosa que sea, no puede cambiarse por la palabra ideología porque esta última ha sido la alcahueta de los césares, los inquisidores y los secretarios generales…32
Paz no proscribe la militancia. Frente a la postura de Monsiváis —“La crítica a las deformaciones del socialismo debe acompañarse de una defensa beligerante de las conquistas irrenunciables” (el “esfuerzo épico para construir la República Popular China, el heroísmo que creó la identidad del pueblo vietnamita o la suma de significados que en América Latina acumuló y acumula la Revolución cubana”)—33 sólo pregunta: ¿cuál es la verdadera naturaleza histórica de estos regímenes? ¿Permiten, digamos, las aleaciones igualdad/libertad, soberanía/autonomía? Más importante aún, ¿qué toca hacer cuando se perpetran excesos en nombre de nuestra causa? Las preguntas no contravienen la crítica inmanente de Adorno. Paz pone a prueba el socialismo real con su horizonte normativo cuando escribe: “Hay ciertos rasgos constitutivos de la ‘construcción socialista’ que niegan precisamente su carácter socialista”.34 Piensa con el objeto.
Una cosa es deplorar la cercanía de Paz con el príncipe y otra desterrar por nebulosa la palabra conciencia. Queda el asunto, no exclusivo del humanismo liberal, de la distancia irónica, la responsabilidad moral y la autocrítica. Recordemos la advertencia acerca de los peligros del dogma que en 1962 José Revueltas hizo al Partido Comunista Mexicano; a Monsiváis, que en 1983 rompió con Cuba por reprimir a los homosexuales. O, sin ir más lejos, pensemos en el Damasco insólito de nuestro autor.
Más importante aún, ¿qué toca hacer cuando se perpetran excesos en nombre de nuestra causa? Las preguntas no contravienen la crítica inmanente de Adorno. Paz pone a prueba el socialismo real con su horizonte normativo cuando escribe: “Hay ciertos rasgos constitutivos de la ‘construcción socialista’ que niegan precisamente su carácter socialista”.
Hacia 2008 Lemus valoraba la prudencia de Postdata. Durante la crisis del sesenta y ocho Paz “rompe lo mismo con el régimen que con la izquierda revolucionaria” y, figura única, “ejecuta algunas piruetas intelectuales hoy envidiables: critica a la izquierda mientras celebra generosamente el espíritu del 68; defiende la democracia liberal al tiempo que delata la insuficiencia del liberalismo”. Paz no es un liberal a secas: nunca “dejará ya de defender la sociedad abierta pero, pequeña cosa, jamás comulgará con ella. Lo que prevalece aquí —e incluso en sus obras más liberales (El ogro filantrópico, Tiempo nublado)— es el horror del poeta ante las obras de los modernos”. Donde “los otros subrayan”, Paz matiza; su sensibilidad literaria prohíbe identificarlo con “el liberalismo, el romanticismo y demás escuelas” y “someterlo al árido campo semántico de una sola ideología”.35
Lemus mudó, pues, de convicciones. No de hábitos mentales: conserva el apego por la escritura inasible y radical y por la crítica que vocifera y hiere con tal de provocar una polémica. Entró, sin embargo, a la academia, enclave que desdeñaba por domesticador. Ahora se rehúsa a admitir la política entre individuos y grupos. Con Jacques Rancière propugna una sinécdoque populista en la que el EZLN, un sujeto colectivo, el más oprimido y agraviado, es la sociedad entera y demanda en nombre suyo transformaciones sistémicas. Del matrimonio Mouffe–Laclau aprendió que el lenguaje consiste en un instrumento que define a los sujetos al polarizar la esfera pública. Esta teoría del discurso explica que Lemus prefiera la praxis a los juicios de hecho o de valor, y consiente su indiferencia por las ideas y reparos de sus oponentes: no discute con ellos ni cree en la discusión. Su argumento es que el liberalismo no entiende sino excluye las pulsiones radicales. Ni siquiera sería una ideología válida porque niega el conflicto, supuesto valor central de la democracia; ni tampoco política; sería pospolítica o simple administración de las cosas.
Un populista más audaz no titubearía en declarar a los liberales el enemigo y menos aún oficiaría unas nupcias necias entre el populismo y el liberalismo. Ésta es otra mácula del libro, la discordancia conceptual que hereda del EZLN: una política hegemónica y poshegemónica, populista y liberal, cuyo sujeto se asemeja al pueblo pero también a la sociedad civil. Paz llegó a verla en el objetivo del Frente Zapatista —el cual, refiere, fue recibido por muchos periodistas e ideólogos de izquierda con la boca abierta, como “una asombrosa novedad histórica que rectifica radicalmente la doctrina tradicional de los marxistas y los revolucionarios”—: no tomar el poder, sino hacer política fuera de la política. El Frente sería “una instancia distinta y superior a los gobiernos, los partidos, los grupos y los individuos. Sería la conciencia política de la sociedad, a un tiempo su censor y su ejemplo. El Frente ejercería su acción de crítica y supervisión no con los partidos y los gobiernos sino a través de ellos y sobre ellos”.36 Su ideología denota nostalgia del dogmatismo teológico: el proyecto de Nación toma el lugar de las Santas Escrituras, la sociedad civil el de Dios, los comités revolucionarios y sus jefes el del vicario de Cristo y sus obispos. Pero el punto flaco de esta utopía reside en su núcleo mismo: la sociedad civil.
Dios es uno y es uno su vicario en la tierra; la sociedad civil es muchas voces y nadie puede hablar por ella. Ni los gobernantes ni los partidos ni los obispos ni los filósofos: siempre habrá grupos e individuos en desacuerdo. De ahí que sea radical la oposición entre la democracia representativa y otras doctrinas, como la “voluntad general” de Rousseau o la dictadura del proletariado, ya sea en la versión de Marx o en la más extrema de Lenin. Nadie puede ser vocero de la sociedad civil porque la naturaleza de ésta es plural, heterogénea, diversa. Así, la idea de crear un Frente político independiente del Estado, los partidos y los grupos, no sólo es irrealizable; además y sobre todo es profundamente antidemocrática.37
3
El capítulo V, consagrado a Monsiváis, y el epílogo no hacen mucho por aliviar esta discordancia. Monsiváis, escribe Lemus, publicó en sus años finales tres libros que intentaron rescatar las conquistas irrenunciables del liberalismo, sin devenir un liberal a secas. El trazo se invierte: así como Paz defendería los gobiernos neoliberales desde el liberalismo, Monsiváis defendería los principios (no las premisas) del liberalismo desde la izquierda. Reclamó para la izquierda principios políticos como el laicismo, la pluralidad, la tolerancia, los derechos humanos, el reconocimiento de las minorías, y activó “las figuras de la reforma que los gobiernos tecnocráticos del PRI y del PAN no han sabido ya explotar, todo ello mientras continúa su crítica del liberalismo económico y de la (acotada) democracia liberal”.38
Lemus olvida algo que reprobó en 2007: la necesidad política del último Monsiváis. Éste tuvo razón en reivindicar el anticlericalismo de nuestros liberales para contrarrestar el embate conservador del gobierno, no en casar el liberalismo decimonónico con la izquierda populista: un disparate. En Las herencias ocultas se ignoran los defectos del liberalismo, sus monstruosas diferencias con la izquierda y las ideas de los conservadores. Si las hubiera mencionado, habría descubierto que “la izquierda que él hoy vota, ésa, comulga en numerosos aspectos con la derecha de ayer que él hoy censura”. Ambas descreen “del mercado. Confían en el estatismo. Añoran la protección que la colonia prestaba a los indígenas. Detestan a Estados Unidos. Extrañan a los caudillos (austriacos o tabasqueños)”. Monsiváis no hizo más que reducir “el liberalismo mexicano a un momento histórico: no fue tanto —parece sugerir— una idea del mundo como una manera de enfrentar, en un periodo determinado, a la derecha”. No obstante, los liberales fueron “más radicales de lo que este libro está dispuesto a reconocer”. “Así se empeñe épicamente —concluye un joven Lemus burlón—, la izquierda antiliberal, antiliberal se queda”.39
Hoy, en contra, habiendo reemplazado a Paz como modelo del escritor radical e inasible, Monsiváis, si viviera, no castigaría al presidente como de seguro haría Paz: por no ser liberal.
Quizá se fugaría de nuevo y escribiría algo oscuro y esquivo, en esa desordenada prosa que servía como campo de batalla de distintas voces y fuerzas e influencias. Quizá se mofaría a partes iguales de los apologistas y fustigadores más recalcitrantes de esta administración y se cuidaría de no fijarse en un punto exacto, moviéndose siempre dentro de los amplios márgenes de esa izquierda cultural que de pronto se alía con la izquierda institucional y un segundo después ya se repliega y vuelve a su región sensible. Quizá personificaría una vez más, como lo hizo tantas veces a lo largo de su vida, las pulsiones y contradicciones de esa izquierda, desgarrada entre el deseo de poder y la aversión al poder, la búsqueda de la hegemonía y el gesto contrahegemónico, la creencia en el Estado y el culto a la sociedad civil, las demandas de la igualdad y las no menos apremiantes demandas de la libertad.40
Este “nudo de tensiones”, esta alergia a los puntos exactos (ni esto ni aquello), sería el “legado político” de Monsiváis.
El epílogo, por último, repasa la llamada Cuarta Transformación: una ruptura. Tiene otra racionalidad política (una razón populista y contrahegemónica) y premisa económica (“la idea de que el Estado nacional cuenta, a pesar del entramado financiero internacional —y ahora: a pesar de la debacle económica desatada por el virus—, con la potencia suficiente para desviar el curso del país”).41 Con todo, siempre se puede ser más radical. Sordo a “los reclamos autonomistas e identitarios”, el presidente está “más interesado en implementar un modelo nacional desarrollista —con sus amplios programas sociales, sus megaproyectos de infraestructura y sus ilusiones petroleras— que en respetar y fomentar circuitos económicos alternativos”.42 Lemus no se detiene en las “formas autoritarias, presidencialistas” de López Obrador. Lo que merece su crítica son sus “límites políticos e intelectuales” y, por encima de todo, la “extraordinaria resiliencia” del neoliberalismo.43 El peligro no radica, por tanto, en la destrucción de la democracia, que nunca hubo: fue un pacto “entre la clase política, la oligarquía y distintos poderes fácticos” para asegurar su supervivencia. Radica en el encubrimiento de los “mecanismos del dominio neoliberal” y en la inauguración “no de un nuevo ciclo político y económico sino apenas una tercera etapa del neoliberalismo, esta vez dirigido por gobiernos declaradamente antineoliberales”.44
A decir verdad, las convicciones recientes de Lemus son tan nefandas como sus sempiternos hábitos mentales: en primer término, su predilección por el esquema, que le permite lo mismo abatir la novela decimonónica y la fraseología clasicista que encumbrar a narradores como Vallejo, Robbe–Grillet o Céline…
Decir que Breve historia de nuestro neoliberalismo es obra de un crítico agudo que se malogró por la amalgama indigesta de teleología, jerga posmoderna y casuística ideológica —la degeneración de der junge Lemus en professor Lemus— sería una conclusión demasiado fácil, un calco del mecanismo elemental del libro: la inversión de valores. Porque, a decir verdad, las convicciones recientes de Lemus son tan nefandas como sus sempiternos hábitos mentales: en primer término, su predilección por el esquema, que le permite lo mismo abatir la novela decimonónica y la fraseología clasicista que encumbrar a narradores como Vallejo, Robbe–Grillet o Céline; tildar de “egotista”45 lo subjetivo que concebir el narcotráfico como “el puto caos”46 y reivindicar un realismo mexicano que remede este caos en su sintaxis. Ahora bien, la virulencia dicotómica no es del todo ociosa. Coronado hoy por una sutileza sin par que no teme a las ambigüedades, las contradicciones, los dogmas ni a la erística como ejercicio que sólo admite decir y ahondar las diferencias, este hábito —que hace dos décadas soporta una crítica evidente, escandalosa, protagónica— sirve, sobre todo en países solemnes y cortesanos, para desechar estéticas rancias, anular reputaciones excesivas, subrayar y dar inicio a polémicas vistosas —pero no, tal vez, para matizar (“Cualquier matiz es complacencia”),47 vale decir pensar.
Noviembre de 2022
Postdata
El pasado 18 de abril Rafael Lemus inauguró su columna en la revista Gatopardo48con una reflexión a propósito del aniversario luctuoso de Octavio Paz, en la que advierte la ausencia de epígonos diestros, una obra poco fértil y sugerente y un escritor romo y desdibujado. Pensando en el último Paz, Lemus rebate la creencia extendida de que su muerte hace veinticinco años dejó un hueco significativo. Pero ¿no es la apropiación pobre o nula de Paz un indicio de lo contrario? ¿De quién sería la falta? O por decirlo sólo para provocar: ¿no apunta la suficiencia de Lemus a semejante hueco? ¿No es su antagonismo la mejor prueba de la vitalidad de Paz? Un autor está ciertamente sepultado cuando lo único que concita son aplausos.
No voy a aburrir al lector con la idea de que Paz modificó el español literario, ni con mi relectura fortuita de Ensayo mexicano moderno (1958), antología preparada por José Luis Martínez. Quiero atender la queja de que Paz no nos sirve para criticar el neoliberalismo ni pensar “la brutal violencia necropolítica” ni el populismo: a lo sumo, sirve para condenarlo. El pecado imperdonable de Paz (no así el nazismo de Schmitt o el maoísmo de Badiou) y Letras Libres (grupo entusiasta de un Paz oficial, inferior, en lugar de “Paces más combativos y menos rentables”) es sencillo: humanismo liberal superado y terca ignorancia de la auténtica visión que brindan los estudios culturales. (Nadie se salva: incluso cuando elogia, Lemus no se guarda de acusar insensibilidad ante cuestiones raciales o de género, como hizo hace poco con Le plaisir du texte).49 Reformulo lo anotado más arriba. El pecado de Paz es su resistencia al blanquismo guevarista, la dominación burocrática, las democracias populares; y su acercamiento, jamás completado, hacia el liberalismo político y menosprecio por pensadores como Foucault, Spivak y el que desee agregarse (a Lévi–Strauss no).
El auge y popularidad de una disciplina no es ningún argumento: lo mismo pudo presumir en su época un adepto de la frenología. Lemus es un tanto ingenuo al creer que su disciplina permanecerá irrebatible, y dogmático al proclamar su monopolio de la verdad.
Confieso que me parece bien que haya un grupo orgulloso de su filiación a la República —passée— de las letras, así como los miles de académicos/as que trabajan en la trinchera de los estudios culturales; a pesar de que no me entusiasman todos sus productos, no puedo ser injusto y desdeñarlos por alguna etiqueta; llegado el caso, combatiría sus ideas por otro motivo. Lemus y sus camaradas, es claro, gozan de supremacía. Dicho con Gramsci, son hegemonía. Sin embargo, el auge y popularidad de una disciplina no es ningún argumento: lo mismo pudo presumir en su época un adepto de la frenología. Lemus es un tanto ingenuo al creer que su disciplina permanecerá irrebatible, y dogmático al proclamar su monopolio de la verdad.
En estos tiempos juzgo, a falta de mejor palabra, directamente cínico el cargo de que el liberalismo sea algo vago e inoperante. ¿No es hoy Sayak Valencia tan subversiva como Montesquieu? Aun así, no me cierro a leer un artículo en el que Lemus explique la razón por la que el humanismo de Paz está superado y su alternativa resulta preferible; un artículo que piense sobre el populismo con lucidez, sin repetir las típicas fobias liberales ni caer en discordancias e hipótesis indemostrables, subrayar rimas y atacar, con más encono que rigor, no ideas, sino aparentes efectos de ideas: hay páginas de su libro que todavía inspiran desconfianza. El repudio al liberalismo ciega ante la actual deriva autoritaria.
Si rescatara una sola virtud de Paz, elegiría, a sabiendas de repetirme, su noción de la crítica —que se dirige, por descontado, contra todo, incluyendo al propio Paz—. Podría reanimar nuestra decrépita cultura de discusión. El debate entre Paz y Monsiváis ilustra claramente sus vicios; en particular, la queja: “No es que sea ciego ni miope sino que para él la realidad es siempre ideológica. Por eso, incluso cuando parece referirse a lo que está pasando, habla siempre de otras cosas”.50 Reformulo lo anotado más arriba. No nos enfrentamos a una ceguera, sino a un espejismo que se confunde con el sentido común y la realidad misma. ®
Notas
1 Rafael Lemus, Breve historia de nuestro neoliberalismo, Debate, México, 2021, p. 28.
2 Octavio Paz, El ogro filantrópico, Joaquín Mortiz, México, 1979, p. 85.
3 Lemus, op. cit., p. 29.
4 Ibid., p. 30.
5 Paz, op. cit., p. 98.
6 Lemus, op. cit., p. 31.
7 Ibid., p. 36.
8 Ibid., p. 39.
9 Ibid., pp. 38–39.
10 Ibid., p. 38.
11 Ibid., pp. 45–46.
12 Ibid., pp. 54–55.
13 Ibid., pp. 44–45.
14 Ibid., pp. 55–56.
15 Véase aquí.
16 Lemus, op. cit., p. 140.
17 Ibid., p. 142.
18 Idem.
19 Ibid., p. 127.
20 Ibid., pp. 143–144.
21 Idem.
22 Ibid., p. 145.
23 Ibid., p. 146.
24 Idem.
25 Idem.
26 Ibid., pp. 152–153.
27 Ibid., p. 155.
28 Ibid., p. 156.
29 Ibid., p. 101.
30 Ibid., p. 157.
31 Véase aquí.
32 Idem.
33 Idem.
34 Idem.
35 Véase aquí.
36 Octavio Paz, Obras completas, XIV, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 272.
37 Ibid., p. 273.
38 Lemus, op. cit., p. 171.
39 Véase aquí.
40 Lemus, op. cit., p. 172.
41 Ibid., p. 181.
42 Ibid., pp. 181–182.
43 Ibid., p. 182.
44 Ibid., pp. 183–184.
45 Véase aquí.
46 Véase aquí.
47 Véase aquí.
48 Véase aquí.
49 Véase aquí.
50 Paz, op. cit.