El sobrerruedas es un animismo ambulante. Un festival espectral que transmigra signaturas de segunda como fantasmarios celtas. Mínimas conversaciones de lámpara a lámpara, de lámpara a sofá, de refrigerador a estéreo. De un objeto a otro. Desterrar. La palabrería hipnótica y robotizada de las prendas zigzaguea entre las geometrías ocultas de Valle Verde. El ánima de la segunda se encandila entre los tubos metálicos y las lonas de plástico de los puestos del mercado. En pocas notas: los disturbios mentales del primer mundo emigran a través de los objetos. Un ontos de segunda mano, impregnado tanto de la psique como del pathos del dueño anterior. Sincronizados a la vorágine vibracional en turno. O para ser menos precisos: a la aureola que los contiene. Por ello, es preciso asumir: espíritus ajenos. Para después arrojarles el imperativo trayecto de masturbación espacial. O sea, el regreso a casa. O mejor aún: el exorcismo.
Las ideas anteriores ocurrieron diez meses posteriores al escribir el primer renglón. Encontraba trivial asumir la secuencia lógica de la historia. Por eso, al terminar los doce cuentos y regresar atrás, al inicio del verano de 2010, ya tenía algunos esbozos para cierta conceptualidad literaria en la que me negaba a asumir la idea: inicio-clímax-final. El giro psicoanalítico me parecía algo trillado. Asimismo, posicionar las letras en una temporalidad superior al andamiaje teórico del momento. Algo forzado. Y bien podría seguir esculpiendo al respecto, pero abandoné esos renglones. Al minuto evoqué cierta tesis antropológica que divagaba bajo el pseudo-argumento: “Los objetos de segunda necesitan cierta purificación antes de ser sometidos a su nuevo habitat” (Antianónimo, 2010, p. cero).
En un bosque sufí la suficiencia radica en una hipótesis nula. (La del enunciado interior.) Ropar el cuerpo con prendas de espiritualidad menor es colapsar el cuerpo en resonancias ajenas. Bajar la vibración. Nublar la corona imaginaria de los cielos triangulares. Otra hipótesis nula. Espiritualidad menor. Cero evolución. Vida en tercera dimensión. Materia. Posesión. En cualquiera de sus variantes: intelectual, material, gubernamental. Lo mismo es lo mismo: poder. Espiritualidad menor.
En cierta zona de la memoria astral de la escritora un personaje visita con devoción fronteriza el sobrerruedas Valle Verde. Se nombra Ragnoia, tal polvo estelar de un planeta desconocido. Su historia familiar consiste en un entramado de defunciones. Primero, la muerte de su padre por la xenofobiairacunda de un militar fronterizo. Después, la caída de su madre en una máquina de cortar material para televisores. Termina por matarla. Narrar una muerte y otra: morirse. Luego, una, dos, tres, coagulaciones temporales. Ragnoia sobrevive a todas las muertes de su familia y consigue empleo en un telemarketing. Es latente la ausencia de metáforas como se extraña a veces el chasquido de las lluvias infantiles. Pasan días y en una noche de octubre amarillo Ragnoia diseña la estructura mental necesaria para comprar un vestido de fiesta de graduación. Sin embargo, pospone la exploración al mercado ambulante por dos semanas. Porque sufre déficit de atención autodirigida. O para ser más coherentes: existe una anacronía entre su intelecto y praxis. Claro, por culpa del telemarketing.
Lacaia pone el despertador a las cinco a.m. porque quiere levantarse temprano para ir a buscar un vestido. Lacaia en lo anterior se llamaba Ragnoia, pero la linealidad humana es simulacra y le cuesta trabajo despojarse de los nombres. En ocasiones se esconde entre la clarividencia de los signos y adquiere un nombre según el movimiento neuronal del día. (El día tiene neuronas, y hoy bailan en la sonoridad perfecta del entusiasmo Lacoia.) El disco de Titán y una lluvia veraniega en Tijuana. Celebran. Es tiempo de orugas estrafalarias en el Octagrama Fronterizo; al tiempo, el plexo de Lacoia fulminará nebulosas estoicas en la simbología espacial del sobrerruedas. Treinta y tres personas experimentarán una alegría telescópica por la ciudad. Al segundo, Lacoia llegará. Llegará de la nada. Llega de la nada. Sin noción del tiempo. El trayecto vibró en una dimensión invisible e imposible de escribir. Al tiempo, bucear entre la ropa.
Ropa usada. Memorizada. Desgarrada. Nulificada. Semidesarrollada. Ropa. Por el gusto. Por la clase. Por la moda. Agradar. ¿A los demás?
Lacoia nada sobre los arrecifes de ropa en su puesto favorito. Escarba sobre las montañas de ropa, sus brazos se cansan sobre las montañas de ropa, el polvo de la ropa, las tallas de la ropa, la marca de la ropa. Respirar. Estirar músculos de manera irracional y despiadada. Lanzar. El telescopio espacial Spitzer dirigía el objetivo hacia la constelación Sagittariues. Al instante un vestido amarillo enamora la mirada de Lacoia. Algo ve que no quiere ver. Algo anticipa y lo deja ir. Estira el brazo, con el pensamiento en otro lugar, y duda. Esa duda milimétrica desaparece el vestido de manera paradojal. Una chica pálida descendiente de una bóveda anémica y medieval.
Llega, lo toma y lo compra.
La chica pálida seguramente se llama Juanita. Intuye la conciencia de Lacoia. Tiene toda la manera de mover las piernas de las Juanitas. Falta de hierro en la sangre, anorexia simulada bajo esqueleto paliducho. Transfusiones sanguíneas cada cierto tiempo en que su madre intuye: las vitaminas no funcionan. Ragnoia se percata de todo el cuadro automáticamente. Conoce bien a la raza de las Juanitas y mejor le regala ese instante de felicidad. Siente un desapego instantáneo por el vestido amarillo. Lo deja ir. Esta prudencia y respeto hacia la otredad lo aprendió en un libro de literatura de la prepa abierta, construido por una maestra que consideraba importante la enseñanza del Tao Te King.
No obstante, cierto movimiento lunar desconocido provoca la desaparición armónica de sus ideas. Pierde estabilidad mental. Luego, la resonancia cerebral canta como sonata en decadencia. Esta vez la velocidad arcaica de su deseo decide no portar ningún desapego entre sus palabras. Pensamientos. Lacoia sigue entre las montañas de ropa, respira e inflama sus pulmones a retozar. Siente un picoteo ácido sobre el páncreas. Quizá el desapego no fue al cien por ciento verídico.
Volver a escarbar.
El segundo escarbamiento, la posible dificultad.
Competir por la prenda en mejor estado.
Perder el sentido de la respiración.
Congestionarse pulmonarmente.
Oír como la gente está pidiendo que bajen el precio: r e g a te a r.
Explorar las islas de ropa es toda una exposición azarosa. Para Ragnoia, las Juanitas y otros personajes similares. Ragnoia sabe que las pacas de ropa proceden de instituciones de beneficencia gringa. La ropa de segunda, al igual que los carros chocolate, son desechos. Tanta abundancia no es sino un reflejo del poco alumbrar espiritual, el cual, como se sabe, consiste en realizar guerras injustas, asesinatos y robos injustificados.
¿Quién mira a quién? ¿Quién piensa a quién? ¿Quién se arropa en quién? Teoría de sistemas en el sobrerruedas: interconexiones entre los primeros y últimos habitantes del vestido. Esferas sudorosas. Ideas de gente desconocida entre los cierres de un pantalón. La axiomática del vestido. Emular la posible configuración entre los guantes de un personaje desaparecido al efectuar su primera comunión. El registro ideológico de la neurosis. La discursiva una y otra vez. Ésa que te inventas al despertar. Repites al comer. Escuchas al defecar. Vuelves a repetir durante el sueño. Y pasan años. Sin darte cuenta de que no sales del mismo discursito. Del mismo miedito. De la misma ansiedad. Y por supuesto, todo queda encajado entre la ropa. La juntas por montones en bolsas de basura. Probablemente caridad. Probablemente a la basura.
En otro lapsus, es el día de la felicidad escolar. El vestido de Ragnoia no está exorcizado. Ignora la purificación de la segunda, como se ignora a veces la real existencia de íncubos planetarios. Baila tres canciones. Gira. La mirada muda de sus ojos galopa en otras cuerdas. Los encajes carolingios que adornan las mangas del vestido albergan moléculas de lágrimas suicidas. Australia, una practicante de masonería, era la envoltura de luz que tonificaba la tela y listones del vestido. O mejor dicho, la dueña anterior.
Luego, la nube de Oort ordena descubrir el vestido. Surcado el cielo a las tres de la tarde, podemos decir que en la cintura, habita un zoológico de silogismos irresueltos, sobre todo de esos ciclos donde se configuran finales forzados. Alguien se quiere ir, pero no se va. Esta sustancia provoca fricciones en las placas tectónicas que cubren su habitación. Entonces, en el fondo de su espíritu, cánticos de miedo le picotean la sangre. Alucina. La vitamina mental le atasca el cerebro con abecedarios muertos. Un arlequín de tres cabezas se desliza por el piso de plástico y le jala las vértebras. Se paraliza. El vestido sigue respirando rencores obsoletos sobre la supuesta fealdad del mundo. Sin embargo, la zona más armónica del vestido impregna los sabores mentales del vestido. Aquellos donde Australia podía descansar serena y fresca, después de una escena oracular. Así, podemos imaginar el closet anterior, la dueña anterior. El estado emocional del clóset, los pliegues gramaticales de la habitación y sus resonancias caóticas.
El campo energético de Australia tenía perforaciones. Los hoyos etéreos en su sombra son una ramificación de los enunciados paranormales que entumecen su conciencia. Víctima de la institucionalidad. O en su evento, del derroche inmaculado de sus padres. El espacio es que Ragnoia por cierta confabulación binaural porta el vestido que la gringa vestía en su último experimento de ultra-percepción. El vendedor ambulante lo compró y vendió. (Al mismo tiempo.) Ragnoia percibe siete rostros no pitagóricos. Seis rostros al final del secuestro. Múltiples imágenes infernales. ¿Quién se atreve a negar la actualidad dantiana?
Noia aplasta rostros. Respira canales sonidos tierras carnes pesadillas zonaciones vértebras cansadas atrofiadas camuflajedas. Arquitectura dionisiaca en vacaciones frontera. Noia succiona los rostros con sus tobillos y pierde el ritmo al bailar. Sale del contraste norteño del grupo musical que acompaña la ceremonia. Empieza a visualizar como se dibujan insectos marinos entre la madera de las mesas. También en el techo, y en las bebidas que están sobre las mesas. Le pican. Deambula entre el último suelo del infierno y la primera sonrisa del atardecer. Va y viene por muchos renglones. No logra mantener la exploración en términos temporales. Los espacios la someten. Ha perdido todo control territorial y la capacidad bergsoniana para materializar sólidos. Todo es un torrente de colores difusos. Estornuda. Recuerda la cruz de madera en su cartera. Enseguida, la toma con fuerza entre sus uñas.
El amuleto reacciona y se percata de la situación aural de momento. Ragnoia está estacionada (incolora) con pedacitos de mente en geografías distintas. Una en un archipiélago vikingo, otra, en un banquete de sueños afrodisiacos, ninguna, en un fragmento sin espacio. El cuerpo en el estacionamiento, los espíritus en otro lugar. La mano en el centro de su corazón le señala el desprendimiento. Dibuja cruces hebreas en el cielo. Al poco rato, un centímetro de mente empieza a regresar lentamente por la corona. Respira por el ombligo. Imagina manzanas doradas alrededor de su cuello. Sin embargo, no está entera. Sigue fragmentada. Vuelve a inhalar y pronuncia palabras sagradas. Luego, manda radiaciones violetas al entrecejo. Asimismo, from here we go to sublime, resuena en los tímpanos de una biblioteca. Las divergencias astrales desaparecen por un momento.
No obstante. Otra posibilidad puede ser:
Abandona el canal temporal reptiliano. Regresa a un punto donde una pirámide anaranjada con cuerpo de serpiente. Le sonríe. Respira plantas marinas como si estuviera pariendo aforismos dementes. Inhala un torrente de cuervos. Logra posicionarse en tercera dimensión, lo suficiente para tomar el amuleto de árbol de ocote que porta en su cartera. Salir de la fiesta con energía despavorida y sentarse en la banqueta. Contemplar. Observar el primer fragmento de cielo anterior. No quiere seguir atravesando puertas. Desea parar la mente. Al instante, pone su mano artrítica en el tórax y pide a las diosas del mar muerto no seguir alucinando. Recuerda a su abuela. La invoca telepáticamente. La abuelita, desde Catemaco, la guía hasta el estacionamiento del salón de la discoteca. Un grano de incienso se inhala por cada ombligo del cuerpo de Ragnoia. De pronto se quita el vestido y lo empieza a sacudir. Un exorcismo cirenaico está ocurriendo en el vestido a través del ombligo Ragnoia. Sigue la palabra de la abuela y finaliza el despliegue corporal: materializa, materializa lo real.
Una semana después Ragnoia pretende elaborar una investigación de campo, para su trabajo final, “técnicas de investigación en ciencias sociales” de la prepa abierta. Teoría espiritual de la ropa en la frontera. Es un buen título para una investigación social. Para un estudio sociocultural. Piensa sobre todo en la fantasmagoría implícita de cada una de las porosidades de la tela. La hilación de cada una de las ropas. Antes y después. La sonoridad del roperíorecorriendo uno a uno los recovecos secretos de sus propietarios.
Cada prenda tiene infinitas posibilidades. Ignoro cómo ocurre la muerte de la ropa. No sé, si se tira a la basura. No sé, si una vez adquirida y usada. Tenga un tercer uso. O algún otro uso. No imagino la expansión de las moléculas de tela por el universo para luego conformar alguna otra cosa. Desconozco los orígenes del sobrerruedas en Tijuana. A manera de especulación es la falta de empleo. La carencia en las instituciones educativas, o eso que nombran la ausencia de equidad social.
A Ragnoia le interesan las fuerzas ocultas que hacen posible la existencia de esta ciudad. La brujería invisible. La escalera vibracional del espejario de números. El ensayo sobre los Dioses de Protágoras en el siglo veintiuno. Tijuana, la frontera esotérica: la sangría al margen del público intelectual. ®