Entre oleadas de enojo, desesperación y un luto paralizante Las Rastreadoras buscan incansablemente a sus hijos desaparecidos, solas, sin la ayuda de las autoridades y en medio de una violencia que no cesa.
Esta pieza fue publicada originalmente en The New Yorker en agosto del 2020.
Cuando le mandé un mensaje a Mirna Medina, un martes por la tarde, hace poco más de un año, me respondió en un tono amable pero abrupto: “Hola, sí, buenas tardes, ahorita estamos trabajando. Acabamos de encontrar un cuerpo, pero sí, estoy disponible”. Había volado a Culiacán algunos días antes, sin anticipar que sería casi imposible dar con ella. Después de ofrecerle un pésame torpe, en respuesta a su mensaje, le pregunté dónde y cuándo podíamos vernos, pero no me contestó ese día, ni el siguiente.
Mirna vive en Los Mochis, a tres horas de Culiacán. Ahí lidera un grupo de aproximadamente doscientas mujeres, con más de cien miembros activos, que escudriñan los montes en los márgenes de la ciudad en busca de sus desaparecidos: hombres y mujeres, la mayoría entre veinte y cuarenta años de edad, víctimas de la violencia del narco. El grupo consiste principalmente de madres que tienen la esperanza de encontrar los restos de sus hijos. Fue el periodista Javier Valdez Cárdenas quien, antes de ser asesinado, las nombró Las Rastreadoras.
La historia de Las Rastreadoras no es única. En México hay más de sesenta colectivos similares: grupos civiles, la familia y amigos de los que han desaparecido, horadando la tierra en busca de cuerpos que de otra manera serían olvidados. Las desapariciones empezaron hace casi quince años, después de que Felipe Calderón asumió la presidencia e inició su llamada guerra contra el narcotráfico. En diciembre del 2006, durante su primer mes en el puesto, mandó a más de seis mil soldados al estado de Michoacán. Poco después dirigió sus tropas a Sinaloa, cuna de algunos de los narcotraficantes más poderosos del mundo, y el estado donde pasé mi adolescencia, en Culiacán, antes y después de su mandato. Recuerdo las historias de terror de épocas anteriores a Calderón, pero normalmente trataban de cosas que sucedían en las afueras de la ciudad. Durante los años que viví ahí comenzaron a multiplicarse vehículos militares en las calles, montados por hombres encapuchados que patrullaban la ciudad, sus rifles apuntando al cielo. En las orillas del río que divide a la ciudad empezaron a emerger regularmente cuerpos encobijados.
En los lugares más violentos del país se dice que hasta por doscientos pesos puedes mandar a desaparecer a alguien. Los cuerpos son enterrados en fosas clandestinas, ubicadas en el monte o en la cumbre de los cerros.
Después los cuerpos dejaron de emerger; simplemente se desvanecían. Las víctimas eran, en su mayoría, hombres, pobres y morenos. No todos estaban metidos en el narcotráfico: con frecuencia los encargados de llevar a cabo las desapariciones confundían a sus víctimas y después las asesinaban y desaparecían de todas formas, por precaución. Los cárteles tenían tanto poder que se asumía —y aún se asume— que la policía y demás autoridades estaban bajo su control. En los lugares más violentos del país se dice que hasta por doscientos pesos puedes mandar a desaparecer a alguien. Los cuerpos son enterrados en fosas clandestinas, ubicadas en el monte o en la cumbre de los cerros. Cuando Calderón tomó la presidencia había registro de dos fosas de este tipo en el país; cinco años después la cifra era de trescientas cincuenta. Hoy se descubren fosas clandestinas casi a diario.
En los setenta, cuando las desapariciones forzadas eran perpetradas por el Estado, Elena Poniatowska reportó sobre el dolor particular de las mujeres que habían perdido a sus hijos. En su libro Fuerte es el silencio escribió:
Para una madre, la desaparición de un hijo significa un espanto sin tregua, una angustia larga, no sé, no hay resignación, ni consuelo, ni tiempo para que cicatrice la herida. La muerte mata la esperanza, pero una desaparición es intolerable porque ni mata ni deja vivir.
Los psicólogos usan el concepto “pérdida ambigua” para describir la agonía, que aún no es luto, que sienten las personas cuyos seres queridos han desaparecido. La idea es que, para realmente comprender la muerte de alguien, tenemos que ver su cuerpo, participar en las tradiciones del luto.
En enero pasado el gobierno mexicano reportó que la cifra oficial de desaparecidos rebasa los sesenta mil. Recuerdo que el número me pareció absurdamente alto en ese entonces. (Ahora, ya va por encima de los sesenta y tres mil). Fue alrededor de ese tiempo cuando los noticieros comenzaron a informar sobre un nuevo coronavirus detectado en Wuhan, China. En los meses siguientes comenzó el encierro alrededor del mundo y los funerales públicos, en muchos lugares, fueron prohibidos; millones de personas empezaron a familiarizarse con una extraña e incierta variante del luto. Mientras tanto, en un rincón de Sinaloa, uno de los estados más abatidos por la pandemia en México, mujeres lloran a sus hijos desaparecidos, aisladas en sus casas modestas, sin horizonte de cuándo van a poder retomar su búsqueda.
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Varios días después de mi primer intercambio con Mirna quedamos en reunirnos un lunes por la mañana, en Los Mochis. Me dirigí al norte desde Culiacán y me dispuse a esperarla en un café, pero no le entraban mis llamadas. Entonces vi en Facebook que justo acababa de irse a una búsqueda. Ya era mediodía cuando me mandó la ubicación de su oficina, diciéndome que pronto iría para allá.
Los Mochis es una ciudad pequeña, una red simétrica de calles paralelas y perpendiculares, rodeada de campos de cultivo. Hay algunos hoteles de cadena, pero la mayoría de sus edificios son estructuras sencillas de concreto, muchos de ellos sin pintura. Por todas partes se escucha el brusco acento sinaloense, que muchos mexicanos de otros lados suelen confundir con agresividad. Caminé, desde el café, a lo largo de un camino de tierra, pasando casas y tiendas; afuera de una casa abandonada perros callejeros husmeaban una pila de naranjas podridas. Al lado estaba la oficina de Las Rastreadoras: un edificio pequeño con una fachada de vidrio, forrada con carteles de personas desaparecidas. Había noventa y una fotografías: ochenta y ocho eran hombres. Muchos de los retratados tenían nombres tatuados en sus cuerpos, según la sección de características particulares. “Christopher” en una mano derecha, “José” atravesando un tobillo, “Jesús” y “Esther” sobre un par de muñecas. El pecho de un hombre lucía “Luis Armando” en el lado derecho y las huellas de los pies de un bebé en el izquierdo.
En seis años Las Rastreadoras han localizado ciento noventa y ocho cuerpos. Pruebas de ADN, hechas por equipos forenses del gobierno, han identificado a ciento veinte de ellos; sesenta y seis tenían relación con miembros de Las Rastreadoras.
Antes de la pandemia la oficina se había convertido en un lugar donde los familiares de los desaparecidos, particularmente los que temían ir con la policía, podrían encontrar guía y acompañamiento. Muchas de las rastreadoras se unieron al grupo después de buscar ayuda ahí. En seis años Las Rastreadoras han localizado ciento noventa y ocho cuerpos. Pruebas de ADN, hechas por equipos forenses del gobierno, han identificado a ciento veinte de ellos; sesenta y seis tenían relación con miembros de Las Rastreadoras. El cuerpo número cuarenta y tres que identificaron fue el hijo de Mirna, Roberto, quien desapareció en julio del 2014. Lo encontraron tres años después.
Me senté en la banqueta y esperé. A las 3 de la tarde llegó Mirna en una camioneta, sonriendo y haciéndome señas para que me subiera. En el asiento de atrás estaba el chihuahua más pequeño que he visto en mi vida, evadiendo un plato de croquetas que Mirna le animaba a terminarse. Disculpándose por la demora Mirna me dijo que había recibido un pitazo anónimo la noche anterior: la ubicación exacta de un cuerpo. Cuando las mujeres llegaron al lugar encontraron un muñeco hecho de bolsas de arena, completamente vestido y embarrado con un líquido aceitoso y rojo. “Estoy triste pero también preocupada”, me dijo. “No podemos saber si lo hicieron para burlarse o para tendernos una trampa”.
Mirna es de altura promedio, pero da la impresión de ser más alta, aun cuando no está balanceándose sobre un par de tacones, que casi siempre trae. Su cabello es café oscuro, corto, pincelado con luces güeras. Tiene hombros amplios y piel perpetuamente bronceada por sus búsquedas constantes bajo el sol sinaloense, que no perdona. Es de una ligereza que resulta difícil de reconciliar con la macabra naturaleza de su trabajo. Después de describirme el muñeco empapado de rojo me preguntó si ya había comido y, antes de que pudiera responderle, ya me estaba contando acerca del lugar de mariscos al que nos dirigíamos, que sirve su coctel de camarón favorito en Los Mochis. Cuando llegamos me guió a la mesa, con su celular vibrando incesantemente. Nos sentamos y lo colocó boca abajo, ofreciéndome toda su atención.
Cada búsqueda les cuesta alrededor de mil pesos, contando la gasolina, comida, agua, bebidas con electrolitos y equipo de rastreo. El grupo paga además tres mil pesos para rentar una oficina, y otros catorce mil para el mantenimiento y el salario de una secretaria.
Hasta hace unos meses Las Rastreadoras llevaban a cabo búsquedas por lo menos dos días a la semana, a veces más. Cerca de un tercio de las expediciones surgían a raíz de pitazos. Para el resto, las mujeres acudían a lugares donde han encontrado cuerpos en el pasado, o donde ha habido reportes de levantones. Cada búsqueda les cuesta alrededor de mil pesos, contando la gasolina, comida, agua, bebidas con electrolitos y equipo de rastreo. El grupo paga además tres mil pesos para rentar una oficina, y otros catorce mil para el mantenimiento y el salario de una secretaria. Estos gastos se cubren en su mayoría con donaciones; recientemente las rastreadoras publicaron un libro de recetas para juntar dinero. En el 2018 la American Jewish World Service les dio cuatro mil dólares, una de las contribuciones más grandes que han recibido hasta la fecha. Este año les donaron ocho mil dólares adicionales.
En el 2012 el gobierno mexicano creó el Registro Nacional de Víctimas. Aquellos identificados como “víctimas indirectas” de desapariciones —miembros de familia o dependientes de los desaparecidos— tienen derecho, aproximadamente, a cuatro mil pesos al mes, más seis mil para renta. Muchas rastreadoras reciben este apoyo, pero Mirna hasta ahora lo ha rechazado, manteniéndose del ingreso de su esposo y la renta que cobra por una casa que adquirió en un matrimonio anterior. “No quiero que la gente piense que ando en esto por dinero”, me dijo. Mirna le pide a cada rastreadora una contribución mensual de veinte pesos, pero le cuesta trabajo insistir. Muchas mujeres, como ella, han abandonado sus trabajos fijos para poder dedicar todo su tiempo a buscar los restos de sus hijos.
La muerte, aunque es causa de mucho dolor, es por lo menos inteligible. Pero la incertidumbre de una desaparición puede llevar a alguien no solamente a una profunda depresión, sino a una suerte de locura. Sonia Chanez, cuyo hijo, Pablo Sandoval, desapareció en mayo del 2018, me dijo que desde entonces su vida consiste en oleadas de enojo, desesperación y un luto paralizante. Dos meses antes de que habláramos pasó veinte días sin levantarse de su cama, sobreviviendo únicamente con yogurt y leche. “Era como si estuviera tan triste que me quería dejar morir”, me dijo. En un punto de nuestra conversación Sonia se quitó los zapatos para mostrarme que, durante los momentos más terribles de su angustia, se había arrancado todas las uñas de los pies.
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El hijo de Mirna, Roberto Corrales Medina, tenía veintiún años y estaba vendiendo USBs en una gasolinera cuando lo levantaron. Mirna estaba cerca, tomándose una cerveza con una amiga, y hablando de Roberto. Ya que no había podido embarazarse durante los primeros nueve años de su matrimonio, la llegada de su hijo fue una enorme bendición —un poco más especial de lo normal, porque había sido tan añorada. El mismo día en que desaparecieron a Roberto, Mirna había pasado horas hablando de cuánto le había costado concebir, lo difícil que fue el parto, los años que duró amamantándolo. “Al mismo tiempo”, me dijo, aún confundida o asombrada de la idea, “alguien estaba pensando en cómo le iba a quitar la vida”.
La primera vez que mencioné a Roberto, en la comida, la actitud enérgica de Mirna cambió. Dejó escapar un largo suspiro. “Primero, debo decirte que no lo encontramos completo”, me dijo, lentamente. “Encontramos algunas vértebras, un brazo, una parte de su rodilla, un diente, una parte de un dedo. Lo enterré en un ataúd muy lindo, tal como se merecía”. Empezó a llorar. “Fue un dolor diferente después de eso. Ese día también enterré la esperanza de que iba a volver, y muchas preguntas que me hacía: ¿dónde está? ¿tiene hambre? ¿tiene frío?”
“Encontramos algunas vértebras, un brazo, una parte de su rodilla, un diente, una parte de un dedo. Lo enterré en un ataúd muy lindo, tal como se merecía”.
Cuando Roberto no llegó a casa, Mirna llenó un acta de desaparición, pero las autoridades locales se mostraron indiferentes ante su desesperación, me dijo. “Aquí la gente desaparece todo el tiempo, y no podemos buscarlos a todos”, recuerda que le respondieron. (La oficina donde Mirna reportó la desaparición de Roberto fue desmantelada poco después.) Hasta entonces, Mirna no les había prestado atención a las noticias de las fosas clandestinas, pero de pronto la información se volvió decisiva. Al irse de la estación de policía ese día volteó hacia el cielo y le hizo una promesa a su hijo: “Te buscaré hasta encontrarte”. Reunió palas y picos y se dirigió al monte sinaloense, y pronto el rumor de su búsqueda se esparció por todo Los Mochis. Otras madres de desaparecidos decidieron unirse. Muchas de ellas también habían sido rechazadas por las autoridades, me dijo Mirna. Algunas ni siquiera lo habían reportado, porque no confiaban en la policía, y tenían reticencias de hacerse pruebas de ADN.
En el 2017 el gobierno creó comisiones locales de búsqueda de personas en varios estados, incluyendo Sinaloa. El siguiente año se estableció la Comisión Nacional de Búsqueda. Su directora actual es la abogada de derechos humanos Karla Quintana Osuna. “En México los crímenes no se reportan porque la gente desconfía de las autoridades”, admitió Quintana Osuna cuando hablé con ella.
Y, en el caso de las desapariciones, también está vinculado al miedo: la sospecha de que fueron las mismas autoridades quienes estuvieron involucradas en la desaparición, que no van a hacer nada y, claro, el miedo que vaya a haber represalias contra otros miembros de la familia por denunciar.
Unos meses después del lanzamiento de la Comisión Nacional de Búsqueda México eligió como presidente al candidato de izquierda Andrés Manuel López Obrador, quien contó con un abrumador apoyo de la clase trabajadora. Como candidato, López Obrador insistió en que la propagación de la violencia en México requería “abrazos, no balazos”. Después de su juramento declaró que la guerra contra el narcotráfico había acabado. Pero en el año y medio que ha transcurrido la violencia sólo ha empeorado, y López Obrador ha expandido el papel de los militares en el combate contra los cárteles. “No sabe lo que está haciendo,” dice Mirna del presidente. “Puede que sus intenciones sean buenas, pero la situación lo sobrepasa” (ella votó por el candidato del PRI, José Antonio Meade).
Después de comer Mirna me llevó a su casa, una modesta estructura de un piso en medio de un jardín grande, rodeado de caminos de terracería. Ella y su marido estaban por terminar la construcción: la casa aún no tenía agua. Ahí conocí a Reyna Rodríguez, una rastreadora cuyo hijo Eduardo fue levantado en febrero del 2015, junto con su amiga Zumiko Félix. Ella, como Eduardo, tenía veintiún años. Eduardo le había pedido a Zumiko que lo acompañara a comprarle un regalo de San Valentín a su novia. Su madre se empezó a preocupar cuando ella no llegó a casa. Le marcó a Zumiko, quien respondió el celular muy agitada. “Nos están siguiendo, pero no te preocupes, mamá, los quiero a todos”, le dijo. Se escuchaba la voz de Eduardo atrás, gritándole a Zumiko que corriera. Apagaron el celular poco después. No se sabe ni de ella ni de Eduardo desde entonces.
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“La primera vez que fui a una búsqueda fue doloroso”, me dijo Reyna. “Pensé, ¿cómo puedo estar buscando a mi hijo entre basura, matas, agua podrida?” Reyna tiene un cabello abundante y rizado, matizado con casi todos los tonos del amarillo, y ojos cansados que contradicen su voz fuerte y firme. “Como madre, cómo te duele cuando tu hijo es chico y lo ves caerse y rasparse la rodilla”, me dijo a través de sus lágrimas. “¿Cómo es posible que los protejas de cada raspón, y luego alguien viene y los tortura, los mata y, encima de todo, los desaparece?” Reyna dijo que no recuerda mucho de los días que le siguieron a la desaparición de Eduardo, más allá de llorar y ver por su ventana, rezando para que alguien tirara el cuerpo de su hijo frente a su casa.
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El día después de que Mirna y yo comimos las rastreadoras recibieron otro pitazo. La mañana siguiente, un poco después del amanecer, me subí a la camioneta de Mirna con otras cinco mujeres para unirme a su búsqueda. Nos dirigimos una hora al sur de la ciudad. En el camino recogimos a veinticuatro mujeres de la ciudad vecina de Guasave, quienes habían creado un comité satélite de rastreo, cinco meses antes. Aún no había encontrado nada en sus expediciones, lo cual no es raro. Mirna calcula que no encuentran nada en nueve de cada diez búsquedas. Las mujeres estaban alegres, echándose carrilla y chismeando. Mientras nos acercábamos al campo de maíz donde llevaríamos a cabo la búsqueda Mirna les preguntó a las mujeres cuántos tesoros, el término que usan para los cuerpos, encontraríamos. Dos, tres, cuatro tesoros, le respondieron en turnos.
Durante la segunda etapa de la descomposición humana ciertas enzimas empiezan a producir gases que hacen que un cuerpo duplique su tamaño, hasta que encuentran escape. Alrededor de tres días después de que un cuerpo es enterrado los gases levantan el suelo, levemente, apenas unos centímetros, imperceptibles ante ojos inexpertos. En sus expediciones las Rastreadoras llevan una varilla en forma de T, de alrededor de un metro de largo. Cuando encuentran un terreno levantado entierran la varilla en el suelo y la levantan con la esperanza de que regrese oliendo a muerte, indicando un “positivo” potencial.
Una vez que llegamos al sitio nos pusimos guantes y cubrebocas y empezamos a buscar. Había pasado menos de media hora cuando notamos un olor fétido a unos treinta metros de donde nos habíamos estacionado. Luego alguien encontró el origen: un perro muerto entre el maizal, cuyo cadáver, inexplicablemente, portaba unos pantalones de mezclilla.
“No se me agüiten”, dijo Mirna. “Ya estamos aquí y vamos a seguir buscando”.
Nos dividimos en dos grupos. Después de una hora recorriendo el área una mujer del grupo al que me había unido recibió un mensaje del otro. “Es positivo”, gritó. “¡Bendito Dios, es positivo!”
Corrimos hacia el otro grupo. Cuando las alcanzamos una rastreadora apuntó hacia un hoyo en el suelo. Destellos blancos de huesos perforaban la tierra seca; en el centro había una mandíbula carbonizada, con tres muelas aún adheridas. Sonia Chanez, la madre de Pablo, colapsó entre aullidos de dolor y resuellos. Las mujeres la levantaron y sostuvieron, susurrándole al oído, limpiándose sus propias lágrimas. Sonia me dijo, tiempo después, que no había nada para hacerla pensar que fueran los restos de su hijo —fue sólo que la realidad de su misión la golpeó de una manera brutal—. Éstas eran las condiciones en las que buscaba a Pablo. Posiblemente —probablemente— lo habían asesinado y sepultado en tierra baldía.
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Las rastreadoras excavaron por horas. El paso del tiempo se marcaba por anuncios de nuevos hallazgos, nuevos cuerpos, cada uno intensificando el olor a muerte en el aire, colándose a través de nuestros cubrebocas de papel. Por algún motivo jamás se me ocurrió que podíamos encontrar algo más que huesos. Pero alguien me pasó una pala y empecé a excavar, y sentí que rebotó: acababa de golpear el abdomen de una mujer que, por su estado de descomposición, parecía haber sido ejecutada no más de dos semanas antes. Mientras sacábamos la tierra alrededor del cuerpo las mujeres les susurraban tiernamente a los restos: “Ay, mi amor, mira nomás lo que te hicieron”.
Mirna había contactado a la policía en cuanto dieron con el primer descubrimiento, y llegaron alrededor de dos horas después, acordonando con cinta las fosas clandestinas. Como yo cargaba una pluma y una libreta, Mirna me pidió registrar una descripción detallada de cada tumba y sus contenidos, asignando números a las tumbas y letras a los cuerpos. El equipo forense del gobierno llegó poco después que la policía, vestidos con trajes protectores de cuerpo completo, y empezaron a exhumar los restos. (Aunque cualquiera puede buscar cuerpos, es ilegal removerlos tú mismo.) Colocaron dos cuerpos relativamente intactos en estiradoras y apilaron el resto al lado de las fosas; montículos sorprendentemente pequeños de huesos, a veces mezclados con carne, que luego fueron introducidos en bolsas negras de basura. Mirna se portaba cordial pero distante con ellos: le desagrada la manera en que tratan los cuerpos, me dijo. Si fuera por ellos, se llevarían apenas uno o dos huesos, lo único que necesitan para hacer las pruebas de ADN, y abandonarían el resto, porque, ¿a ellos qué? No están buscando a su familia. En un punto uno de los forenses se paró sobre un cuerpo que no estaba enteramente descompuesto. “¡Cuidado, cuidado! ¡Chingado!”, gritó Mirna cuando el hombre intentó levantar el cuerpo del cinturón que llevaba en los pantalones. En un segundo todo se desmoronó, y el hombre quedó pasmado, sosteniendo un par de piernas y una columna que colgaba patéticamente. “¡Es el hijo de alguien!” le gritó Mirna.
Anoté las características particulares de los restos. En la tumba No. 1, el Sujeto B era hombre y tenía unas letras cursivas tatuadas sobre su brazo izquierdo: “Albertito”. En su brazo derecho tenía un tatuaje azul y rojo: “Carmen”. Pensé en las caras y los pósters pegados en la oficina de Las Rastreadoras. Pasé horas mirándolos. Noventa y una fotos: con qué facilidad las personas se convierten en números. Hasta ese punto había logrado mantener cierta distancia emocional, actuar como pensaba que debía comportarse una reportera profesional, pero escribir esos nombres me desarmó. Caí sobre mis rodillas y sollocé. Mirna me levantó y anidó mi cabeza en su pecho. Después, me tomó de los hombros. “Está bien si no puedes aguantar esto”, me dijo. “Pero si no puedes, necesito que te hagas a un lado”.
Caminé hacia la camioneta para recomponerme y tomar algo de agua. Para eso, la noticia del descubrimiento había llegado a los pueblos cercanos y otros reporteros se habían unido a la escena. Llegaron también familiares de personas desaparecidas, algunos con niños pequeños. Se amontonaban detrás de la policía, gritando descripciones de quienes buscaban: la ropa que llevaban, su edad, complexión, nombres. Reyna, la madre de Eduardo, no había venido con nosotros ese día, pero se lanzó en cuanto supo de las fosas. Cuando vio que yo estaba catalogando los cuerpos me tomó del brazo, preguntándome, deshecha, si alguno de ellos tenía brackets.
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Atrás del cordón policial Juany Escalante, una mujer pequeña y redonda apodada Machete, miraba en silencio. Debido a su diabetes, que le causa dolor extremo en los pies, no había podido excavar ese día. Unos años atrás Juany despertó por el ruido de balazos en su casa: su primer hijo había sido asesinado mientras dormía. Un hijo más joven desapareció en el 2018. Algunos testigos de su levantamiento dicen que los hombres que se lo llevaron lo debían de haber confundido con alguien más, porque lo llamaban por otro nombre. “Ya dos hijos”, dijo cuando me senté con ella. “¿Qué está pasando? ¿Seré yo?”
Al final del día, Las Rastreadoras habían desenterrado doce cuerpos en ocho fosas clandestinas. Cinco de esas personas habían sido asesinadas recientemente. Todos los restos fueron llevados para hacer pruebas de ADN. Ninguno coincidió con las personas que las mujeres estaban buscando.
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A mediados de octubre el Ejército mexicano aprehendió a uno de los herederos del cártel de Sinaloa, Ovidio Guzmán, hijo de el Chapo, en Culiacán. Fue liberado cinco horas después, tras un enfrentamiento entre sicarios y militares que aterrorizó a la ciudad durante una tarde completa. Se incendiaron carros y camiones, cerrando las avenidas principales de la ciudad: más de cincuenta presos de la cárcel local fueron liberados. Sentada en mi departamento en la Ciudad de México, vi en Twitter cómo se desarrollaban los hechos, la mitad de los tuits de noticieros, la otra mitad de mis amigos y conocidos, compartiendo sus propias fotografías e indicando que estaban a salvo. Las autoridades dijeron que al menos catorce personas fueron asesinadas; todos con los que hablé creen que la cifra es mucho más alta. El evento ahora se conoce localmente como el jueves negro.
Dos semanas después volé a Culiacán. En el aeropuerto tomé un taxi directo hacia la casa de mis padres. En el camino me di cuenta de que me había estado preparando para enfrentarme a un lugar transformado —desde aquel jueves, no paraba de escuchar que había comenzado un nuevo capítulo en la ciudad—. Pero todo lucía exactamente como lo recordaba. Restaurantes con pisos de tierra a un lado de la calle, promocionando mariscos con caricaturas estridentes de camarones, pintados sobre hojas de metal. Centros comerciales mayormente abandonados (lavaderos de dinero, según rumores locales). El taxi se paró en un semáforo rojo, al lado de un hombre sentado, ocioso, en el camellón, con tres ramos de rosas en la mano.
Era el primero de noviembre, un día antes del Día de los Muertos. Mirna había impreso un nuevo retrato de Roberto para reemplazar el que había colocado en su tumba el año pasado.
“Este vato no vende ni una rosa”, me dijo el taxista, riéndose. “¿Pa’ quién crees que trabaja?” Le respondí que no sabía y se rio aún más fuerte. “Es un halcón”, dijo. “¿No eres de aquí, vea?” Le respondí, tal vez demasiado a la defensiva, que sí. El resto del camino lo pasamos en silencio.
Al día siguiente tomé un camión a Los Mochis y fui a ver a Mirna a la nueva oficina que habían rentado Las Rastreadoras, a unas cuadras de la anterior. “Mira nomás quién llegó”, me dijo, sonriendo, cuando pasé. “Pensamos que nos habías olvidado”. Machete estaba echada en el sillón. Mirna se encontraba detrás de un escritorio, untando pegamento blanco en una fotografía. Era el primero de noviembre, un día antes del Día de los Muertos. Mirna había impreso un nuevo retrato de Roberto para reemplazar el que había colocado en su tumba el año pasado.
“El sol y la lluvia se lo chingaron”, dijo, “pero este año lo voy a sellar con pegamento, para protegerlo”. Acariciaba el rostro de Roberto mientras trabajaba. “Ay, mijo”, le decía. “Tan guapo, ¿verdad?”
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Los restos de Roberto están enterrados en Mochicahui, un pueblo quince minutos al norte de Los Mochis. Nos dirigimos a la casa de Mirna por unas bocinas y una hielera, que su esposo, Ricardo, llenó de botes de Tecate en el camino. Cuando llegamos al cementerio estaba encendido con velas y flores, naturales y artificiales. El Día de los Muertos es una celebración, pero siempre está marcada de lágrimas, especialmente en las tumbas de los que murieron inesperada o injustamente. El cementerio de Mochicahui estaba lleno de ellos: hombres jóvenes, enterrados en sepulcros humildes. Sus imágenes, muchas de ellas fotoshopeadas sobre pastizales verdes o cielos azules, estaban amarradas en la punta de las cruces.
Encima de la tumba de Roberto diez retratos pequeños rodeaban a uno más grande, con su apodo, Chacharitas, escrito en el centro. Mirna había traído una variedad de flores artificiales para plantarlas en la tierra. Cuando sacó una pala Ricardo se ofreció a ayudar. “¿Qué?,” le respondió, “¿me vas a decir que no sé excavar?”
Una mujer pasó a la tumba a saludar. Su nombre es Jessy Torres; su hermano, Jorge Ramos, desapareció en el 2013. La salud de su madre era demasiado frágil para buscar a su hijo, pero Jessy se unió a Las Rastreadoras poco después de que se formó el grupo. Encontraron los restos de Jorge en el 2016, y también lo enterraron en Mochicahui.
Caminé con Jessy a la tumba de Jorge. “Supe que era él en cuanto vi su camiseta”, me dijo, recordando el día que lo encontraron. Se había sentido aliviada de que su familia finalmente pudiera enterrarlo y pudiera tener un lugar en donde encender velas y ponerle flores —pensó que iban a encontrar la paz. “Pero créeme que no es así”, me dijo. Aun años después de enterrarlo, su madre seguía guardándole comida a Jorge. “Tiene que tomar medicina para dormir —las gotas que tomaba antes ya no le hacían efecto”, me dijo Jessy.
Mirna me había contado, meses antes, sobre las emociones contradictorias que surgen durante las búsquedas cuando encuentran un cuerpo. “Te acercas a la fosa con incertidumbre, y a veces rezas por que tu familiar esté ahí, para terminar con todo esto”, dijo. “Y rezas y tienes la esperanza, pero cuando te asomas y no es él sientes alegría. Porque no está muerto. Entonces piensas que puede estar vivo.” En diciembre, le informaron a Sonia Chanez que los restos de su hijo Pablo habían sido descubiertos por otro colectivo en Sinaloa, Las Rastreadoras por la Paz. “Fui a la oficina del fiscal con la esperanza de que no fuera él, de que me dijeran que habían cometido un error”, me dijo Sonia. Pero los resultados de las pruebas de ADN eran definitivos. Lejos de encontrar alivio, Sonia se hundió en otra depresión después de enterrar a su hijo.
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Regresé a la tumba de Roberto. Mirna parecía alegre, sentada al lado de un amigo de la familia. Le encanta hablar de su hijo con los que lo conocían: cómo fue un niño manso, que la dejaba vestirlo como quisiera, cómo se convirtió en alguien trabajador, la cantidad de amigos y novias que tenía. Un carro con vidrios polarizados se acercó y estacionó cerca de la tumba. Unos minutos después se bajó un hombre y se acercó a Mirna. Resistiendo las lágrimas, le dijo que era amigo de Roberto.
“Dígame qué canción le gustaba, señora”, le dijo. “Yo se la pongo”. Mirna le pidió “Me pegó la gana”, de Los Traviezoz de la Zierra, y el hombre la tronó desde las bocinas de su carro. Mirna se ciñó a cada palabra.
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Al final de febrero doctores mexicanos detectaron los primeros dos casos de coronavirus en el país —uno de ellos un sinaloense que había viajado recientemente a Italia—. Tres semanas después todo comenzó a cerrar. Las Rastreadoras dejaron de hacer búsquedas, pero siguieron recibiendo pitazos. Mirna me dijo que se los pasaba a las autoridades locales. Agregó: “Las mujeres no están muy de acuerdo con esto, porque, como tú sabes, no hay nadie mejor que nosotras para cuidar a nuestros tesoros”.
Al final de febrero doctores mexicanos detectaron los primeros dos casos de coronavirus en el país —uno de ellos un sinaloense que había viajado recientemente a Italia—. Tres semanas después todo comenzó a cerrar. Las Rastreadoras dejaron de hacer búsquedas, pero siguieron recibiendo pitazos.
En abril López Obrador decretó cortes drásticos al presupuesto de varios programas de gobierno, incluyendo la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CESV), que maneja al Registro Nacional de Víctimas. Dos meses después la Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas organizó un sentón afuera del Palacio Nacional, en la Ciudad de México. El Zócalo se ha convertido en un palimpsesto de protestas: en el día que lo visité todavía estaba visible, aunque borroso, el graffiti de una marcha feminista de marzo (“Mi mamá me enseñó a luchar”); el slogan abolicionista norteamericano “ACAB” (“todos los policías son bastardos”) había sido garabateado, más recientemente, en una señal de tránsito. La Brigada Nacional acusaba a Mara Gómez, la directora de la CEAV, de haber sido cruel y deshonesta con ellas. Gómez no respondió la solicitud de comentario; un portavoz de la CEAV me aseguró que “la comunicación entre protestantes, CEAV y la Secretaría de Gobernación es constante,” aunque una de las mujeres del sentón me negó esto.
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Las Rastreadoras no están afiliadas con la brigada, y Mirna, cuando le pregunté por la protesta, habló bien de Gómez, insistiendo en que sus críticas están enojadas porque está ejerciendo la ley en lugar de dejarlos salirse con la suya. Mirna cree que algunas de las familias de las víctimas son demasiado dependientes del dinero que el gobierno les da. “A mí no me gustan las chingaderas, yo nunca he recibido el dinero, pero no digo que las familias no deberían”, me dijo. “Claro, es su derecho, pero no está bien abusar”. Unos días después Gómez renunció, insistiendo en que la CEAV no estaba recibiendo el apoyo que necesitaba del gobierno para hacer su trabajo.
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Mirna y yo hablamos de nuevo a finales de julio. Trece rastreadoras habían salido positivas de coronavirus, me dijo. La mayoría ya no estaban sintiendo los peores síntomas; dos de ellas estaban en recuperación, incluyendo Juany, quien estaba demasiado enferma para hablar el día en que la llamé para ver cómo estaba. Un par de semanas antes el grupo había decidido, finalmente, reanudar las expediciones, en grupos más pequeños —“Diez mujeres, en dos carros, para mantener la distancia”, explicó Mirna.
Desde el día en que la conocí me impresionó el contraste entre Mirna y las mujeres que lidera. Mirna no es una Pietà, consumida por su dolor. Ahora es una activista política, que ha construido fuertes y amistosas relaciones con las autoridades. Cuando acompañé al grupo en una búsqueda se había comportado implacable, dando más órdenes que palabras de aliento. Muchas rastreadoras se referían reverencialmente a ella como “mi líder”. Y ella ha aceptado todo lo que viene con el papel que se le impuso —el peligro y el dolor, pero también los reflectores, e incluso algo parecido a la gloria. Un largometraje documental sobre las mujeres fue distribuido en 2017; otro está en preparación. “No sé si esto les pasa a otras mujeres, pero yo me volví adicta”, me dijo Mirna en una de nuestras primeras conversaciones. “Cuando busco, siento que estoy buscando a Roberto. A veces siento que es una obsesión.” Cuando hablamos, en julio, Las Rastreadoras habían ido a tres búsquedas desde el encierro. “Ayer encontramos un tesoro”, dijo Mirna con orgullo.
En la oficina del grupo hay un par de camisetas que Mirna clavó en la pared, una blanca y otra verde. La blanca exhibe la promesa que Mirna le hizo a Roberto cuando desapareció: “Te buscaré hasta encontrarte”. En la verde se lee: “Promesa cumplida”. En sus búsquedas las rastreadoras que no están vestidas con camisetas personalizadas, con fotografías de sus hijos o hijas desaparecidas, usan éstas. La mayoría usa las blancas; la verde está reservada para las pocas afortunadas que ya han encontrado sus tesoros.
Mirna vestía la suya el día que nos conocimos. Me la señaló después de que tomamos nuestros asientos en el restaurante, antes de que ordenara sus mariscos. “La gente se pregunta por qué sigo haciendo esto, si ya encontré a mi hijo”, me dijo. “Pero ahorita voy a presentarte al resto de las mujeres. Vas a ver. Su dolor se ha convertido en mi dolor”. Después, picando su coctel de camarón, recordó un sueño que había tenido algunos días antes. “Todas estábamos ahí, marchando en una de las calles principales de la ciudad, y era como un pastizal enorme”, me dijo. “Todas llevábamos esta camiseta. Todas habíamos encontrado a nuestros hijos”. ®
Traducción de Ricardo Espinoza de los Monteros (contacto: [email protected]). Se reproduce con permiso de la autora. Publicado originalmente el 5 de agosto de 2020 en The New Yorker. Ana Karina también es autora de “Picturing the Surreality of Grief for Mexico’s Disappeared”.