Esta es la historia de tres maestros de la música clásica, de cómo su vida se intersecta con su obra y de un concierto para piano ― sólo para mano izquierda.
El compositor. Hacia 1928, Maurice Ravel ya era reconocido como “brillante”. Era de la vanguardia sonora que pudo trascender a sus románticos antecesores y al traumático estrago dejado por la 1ª Guerra Mundial. Varias de sus obras se oían continuamente y presenciaba su triunfo externo y popularidad (“la gloria en calderilla”, Víctor Hugo dixit). Antes de eso, por años Ravel remó a contracorriente hasta que se reconoció su sonido e idea estética: él era alguien aparte de Satie y Debussy, que, aunque ya idos, eran los otros grandes del arcano francés de la post guerra.
A juicio de algunos biógrafos y críticos, en su fuero interno Ravel padecía. Desde 1925 le habían diagnosticado alteraciones neurológicas y desequilibrios físicos; pero el compositor más bien afrontaba una densa depresión con todo lo que eso acarrea: insomnio, inquietud, fatiga y, en su caso, un matiz de manía y obsesión por la pulcritud. Y un tedio brutal. Las escasas imágenes suyas de tal tiempo son poco agraciadas, no es de mi agrado (esta vez) mostrar así a un artista como Ravel.
En esas condiciones compone “Bolero”, quizá su obra pop por excelencia, que estrena en 1928. Toscanini cuenta en Memorias de una vida orquestal, que la tristeza, el desasosiego y la extenuación era lo que más se veía en el rostro y gestos de Ravel. Cuando asistió a un ensayo de la orquesta, dirigida para el estreno por Toscanini, un escandalizado Ravel lo increpó: “¡Usted acelera demasiado, no se trata de un rondó sino de un bolero!» Toscanini dice que, sin inmutarse, le contestó: “Qué lástima, señor, que usted mismo no conozca nada de su propia música”. Personalmente, le creo más a Maurice —hay cada director, directora o productores que saben más de música que los autores de ella.
A fines de 1928, y a pesar del estado de quebranto, Ravel (por Igor llamado “el relojero de la música, el perfeccionista”), quiere salir de su laberinto: confiesa que él es incomprensible para él mismo. Por tanto, decide escribirse un concierto para piano, en Sol bemol y ¡para la mano derecha!; además, la obra sería ejecutada por él y para él. En tal opción puede reconocerse un tanto de gimnasia romántica, al estilo del flagelo virtuoso que se imponían a sí mismos batos locos como Paganini, Chopin y Lizst. Apenas comenzaba el proyecto cuando recibió una visita inesperada; ello lo llevará por un rumbo que Ravel no había imaginado: una obra por encargo. Pero no un encargo cualquiera, sino un concierto para piano y ¡sólo para la mano izquierda! Bastó eso para que un atribulado Ravel pusiera atención en el encargo… y en el solicitante.
El pianista. La mano izquierda que tocó a la puerta de otro francés en su temporada en el infierno fue la de Paul Wittgenstein, pianista de cierto renombre en su natal Austria y de peculiar historia. Aun cuando provenía de una familia de prosapia (era hermano ni más ni menos que del célebre filósofo Ludwig Wittgenstein), en 1914 el pianista se enroló en las tropas que vengarían el asesinato del emperador del imperio austro-húngaro en Sarajevo, primera chispa que encendió la 1ª Guerra Mundial. Fue enviado al frente en Polonia; en una batalla de 1915 el joven y prometedor pianista fue herido, capturado por soldados rusos, llevado a un campo de prisioneros en los Urales y allá perdió su brazo derecho. Fue hasta 1919 cuando Wittgenstein volvió a Viena, merced a un intercambio de prisioneros entre los países combatientes. Tras una gradual recuperación, el pianista se propuso rehacer su vida musical aun con el inconveniente de faltarle su brazo derecho.
Por fortuna eso no sucedió con Wittgenstein. Aun cuando Ravel pudo haberse impresionado ante un pianista de un brazo, es más factible que se haya sorprendido por la naturaleza del encargo: un concierto para piano para mano izquierda, cuando el compositor justo se había enfrascado en la creación de un concierto para piano ¡sólo para la mano derecha! Ravel pidió lo más difícil: tiempo. Wittgenstein no supo qué aducir y, quizá incautamente, preguntó sobre honorarios y anticipos sobre la obra; Maurice guardó silencio, miró al cielo y luego dio un breve zape al pianista y lo echó. “¡He pedido tiempo!”, dice el pianista que exclamó el compositor antes de encerrarse en su atelier.
La obra. El pianista con sólo un brazo siguió en sus giras y presentaciones. Pasó tiempo, meses y meses; de Ravel sólo se sabía que trabajaba. En el verano de 1931, Maurice anunció que el “Concierto para la mano izquierda” (al que denominó “Manchot”), estaba terminado. Se estrenó en Viena el 27 de noviembre de tal año y Wittgenstein lo proclamó como la mejor obra que algún compositor le había hecho ex profeso; su carrera continuó con éxito hasta 1961, cuando murió en Nueva York a los 74 años.
Para Ravel no fue igual, pero esta vez no es de mi agrado recordar cómo le fue después ni cómo sobrellevó su relación con su concierto para la mano derecha —el creado por él y para él. Por ahora, baste con este botón sobre los vínculos que puede haber entre un compositor único y un singular pianista. ®