“El futbol es sólo competición. El único sueño que genera es el de la victoria del propio equipo y eso vale para cualquier deporte. No puedo entender que una persona se identifique con un equipo, con una bandera, con una patria, con la ciudad donde nació… Todo eso atenta contra la libertad, son condicionamientos infantiles y tribales”.
Cualquier aficionado al psicoanálisis podría decirme que mi aversión al futbol procede de la infancia. Y si supiera en qué canchas comencé a jugar a este deporte sus argumentos podrían calificarse como infalibles. En la misma catedral de Santiago de Compostela, en el claustro pétreo, encima de tumbas de obispos y canónigos: allí recuerdo mis primeros partidos de futbol. Era a finales de los años setenta, cuando casi todo estaba permitido. En aquel lugar, los “Ángeles de Compostela” (así se llamaba el colegio y la escolanía de niños cantores de la que formé parte; la foto acá arriba), podíamos usar la enorme pila bautismal del centro como cárcel o comisaría para jugar a policías y ladrones, pero también como obstáculo para driblar a los adversarios en una jugada de ataque. El patio central, en la imagen, era para los partidos grandes, cuando nos poníamos de acuerdo hasta treinta niños y, flexibles las normas, hasta había dos porteros a la vez si hacía falta. Estábamos jugando encima de las catacumbas de la catedral, un monumento que se comenzara a construir casi unos mil años antes. Cuando éramos menos, pasábamos al futbol-7 o al futbito en los laterales del claustro, encima de tumbas recientes de obispos. Alguna de ellas, deteriorada, también servía para otro juego con esféricos: las canicas.
Conforme me fui haciendo adulto noté que no pertenecía al clan de los aficionados al futbol: aunque jugaba cuando me lo pedían, más bien usaba este deporte como excusa para la diatriba. Procuraba enterarme el domingo sobre los resultados y el lunes, en clase, mi pasatiempo preferido era azuzar a los fanáticos de un equipo contra los de otro. En España, fuera del Barça y del Madrid, los demás son como si no existieran. De vez en cuando se habla de algún otro, como el Valencia, el Deportivo la Coruña o el Atlético de Madrid, pero la simplificación dual —el bien y el mal, el ganador y el perdedor— nos llevaban siempre a los mismos: los blancos contra los negros (en el caso del Barça, azulgranas, blancos son los del Madrid). Fuera ya del ámbito escolar, el futbol pasó a ser para mí algo molesto en los periódicos, donde ocupaba demasiadas páginas el lunes y algo muy cansino en las televisiones y en las radios, donde no había una opción decente cuando ese día se jugaban partidos “importantes”. Creía que era raro, pero sabía que no estaba sólo.
Sánchez Dragó: “Es un espectáculo para niños y adolescentes”
El inclasificable intelectual español Sánchez Dragó también jugó al futbol, pero habla pestes de él. “Detesto los excesos”, me cuenta, “me gustaba jugar al futbol e incluso, hasta los dieciocho años, me gustaba verlo. Normal. Es un espectáculo para niños y adolescentes. Luego todo se desbordó y la chusma, que de por sí genera vulgaridad y violencia, invadió los estadios. La televisión dio la puntilla”. Le pregunto si considera memoria prodigiosa o trastorno el que algunos aficionados se aprendan las alineaciones de los equipos —ahora en el Mundial de Suráfrica, las de las selecciones de su país— de memoria. “Lo considero una idiotez. ¿No es idiota fatigar las neuronas con algo tan mecánico e inútil como lo era, en otros tiempos, aprender la lista de los reyes godos?” Le recuerdo a Dragó que en una entrevista para un medio digital llegó a afirmar que el futbol va contra el arte y la literatura y me replica: “No creo haber dicho eso, aunque lo mismo lo dije, porque tengo la lengua muy larga y se me calienta a menudo la boca. Hay excelentes películas y libros dedicados al futbol. Cualquier cosa, por aberrante o estúpida que sea, puede convertirse en buena literatura, pintura o escultura”.
Planteo a Dragó que algunos sociólogos (en España, por ejemplo, Miguel Cancio, que escribió Sociología de la violencia en el futbol) ven el futbol como la nueva máquina de generar sueños, al estilo Hollywood. Sánchez Dragó opina que “Hollywood es narrativa. El futbol es sólo competición. El único sueño que genera es el de la victoria del propio equipo y eso vale para cualquier deporte. No puedo entender que una persona se identifique con un equipo, con una bandera, con una patria, con la ciudad donde nació… Todo eso atenta contra la libertad, son condicionamientos infantiles y tribales”.
Dragó, rara avis donde las haya, tuvo oportunidad de presentar un informativo en TeleMadrid, donde, ni corto ni perezoso, eliminó la sección de Deportes, y cada vez que hablaba del futbol era para criticar que se hablara tanto de él o para llamar alguna “lindeza” a los aficionados. “Quise dar noticias de sumo”, me explica, “pero no había imágenes. También, por joder, quise dar noticias de futbol femenino, pero tampoco había imágenes. No creo que las noticias deportivas, a no ser que sean excepcionales, deban tener cabida en un informativo general. Todos los deportes me aburren, menos el tenis, si juegan mujeres guapas. A no ser que incluya el ajedrez entre los deportes. En ese caso…”
Fama, dinero y superstición
En una charla que tuve hace años con el editor español Juan Cruz (uno de los fundadores del diario El País que también colabora en algún periódico deportivo) salió a relucir la importancia del futbol en nuestra sociedad. Él explicaba que aún se sabía las alineaciones de su equipo local, el Tenerife, pero tenía claro que era un deporte efímero para la fama. “¿Tú sabes quiénes eran Juan Rulfo o Cervantes, verdad? ¿Pero a que no sabes quién era Tigre Barrios?”, me preguntaba. Efectivamente. Ya había leído a Cervantes y a Rulfo, pero nunca conocí a Tigre Barrios, pichichi con el Tenerife en la temporada 1967-1968.
El futbol proporciona a unos pocos jugadores una fama pasajera en el plano local, nacional e incluso internacional (a Pelé, por ejemplo, muchos lo conocimos por la película Victory, conocida en España como Evasión o victoria y en Latinoamérica como Escape a la victoria). Llaman sobre todo la atención los casos de deportistas cuya infancia transcurrió en la miseria y que luego se vuelven inmensamente ricos (varios brasileños están entre ellos, como Ronaldinho, y, por supuesto, muchos africanos, cuyo principal referente en estos tiempos es el camerunés Samuel Eto’o). La fama también puede llegar por el lado negativo: futbolistas que lo tienen todo y lo echan a perder por las drogas o por una lesión que los aparta del circuito del éxito.
Como sucede con todos los triunfadores, éstos son usados por mucha gente como “amuleto”, con el pensamiento mágico tan extendido por el cual si te acercas a quien triunfa obtendrás algo de su suerte. Que muchos niños africanos, como el etíope de la foto, lleven en estos momentos la camiseta del Barça no es casualidad. Y que todo tipo de público quiera hacerse retratarse con los futbolistas de más éxito —aunque esto del éxito es muy relativo— no es casual. Sin ir más lejos, aquí en Galicia se frustró la foto que muchos querían hacerse con Maradona: resulta que hay indicios de que el astro argentino tenga orígenes gallegos (en San Pedro de Arante, una parroquia de Ribadeo, donde incluso hay unas curvas problemáticas que se llaman “curvas de A Maradona”). Un alcalde de la zona se llegó incluso a ofrecer a pagarle el viaje al futbolista para que visitara estas tierras en 2006, pero Maradona visitó Europa y no paró por aquí. La foto nunca se obtuvo. Todo quedó en una camiseta firmada —de nuevo el amuleto— a los que comparten aquí con él su apellido.
También los propios futbolistas suelen ser supersticiosos, en unos continentes más que en otros. En Europa es habitual que ofrezcan sus trofeos a vírgenes católicas —en España aún hubo polémica este año porque los del Atlético de Madrid ofrecieron la copa de la Europa League a la Virgen de la Almudena. Algunos jugadores se hicieron famosos precisamente por sus rarezas —permítanme la licencia de llamarles estupideces— antes de comenzar un partido. El italiano Gennaro Gatusso, del Milán, llegó a confesar que llevaba la misma camiseta desde el primer día en la copa de la Fifa del 2006 —aunque sudara a mares y oliera a tigre, el muy guarro— y que, pásmense, leía unas páginas de Dostoievsky antes de cada encuentro. Como cualquier científico racional o psicólogo conductista les explicará, este tipo de jugadores recurren a la superstición por una simple —en el sentido peyorativo de la palabra— asociación entre conducta y éxito.
Las supersticiones de los equipos africanos ya son más preocupantes a ojos occidentales. Muchos jugadores confían en rituales secretos y tienen brujos particulares. Para este Mundial de Sudáfrica algunos técnicos y analistas ya han amenazado con “proyectos especiales”, como el ex entrenador Jomo Cosmos, cuya selección, la anfitriona, abre el campeonato contra México. Si ven una nube de humo ya saben que es un pollo que se ha sacrificado antes del partido y se ha quemado a alguna deidad… En uno de los últimos mundiales sucedió algo curioso en un partido de cuartos de final entre Nigeria y Senegal: un miembro del cuerpo técnico nigeriano se aproximó a la portería de Senegal y arrancó un fetiche. Comenzó una pelea entre miembros de los equipos y el árbitro detuvo el partido. El miembro que arrancó el amuleto de la portería se llevó una sanción de la FIFA, pero como Nigeria remontó —iba perdiendo 1-0 y ganó 2-1— fue recibido como un héroe nacional en su país al regreso.
En Latinoamérica también ocurre. En Buenos Aires se hizo famosa la bruja Dora, de Chascomús, que dicen que maldijo a un equipo por trece años porque se había negado a pagarle un hechizo. Cuando quisieron “arreglar” el entuerto el equipo se encontró con que la bruja había muerto y no sería hasta que caducó la maldición cuando el equipo, el Quilmes, pudo volver a primera división.
El clásico español Baltasar Gracián dejó escrito en El Criticón: “Nada tenemos salvo el tiempo, del que goza incluso quien carece de morada”. Noventa minutos de magia. Un espectáculo visto, en la mayoría de los casos, a través de la pantalla, también mágica, del televisor. En España, en México, en Brasil y en otros lugares el país entero se paraliza para contemplar este espectáculo que, con Dragó, considero para niños y adolescentes. Parafraseando a Groucho Marx, encuentro el futbol muy educativo: cada vez que alguien se pone a verlo, me voy a algún lado a leer un libro. ®
david
ummm no fuiste el unico que jugaste ahi entre las tumbas yo estuve ahi en los años 80y bueno coincidio que ya empezaban a excavar las catacumbas y a causa de un pelotazo rompimos una estela desde aquella futbol prohibido
Manuel
Fuiste malo de niño. El futbol como una de las bellas artes.
susana moo
Espectáculos catárticos como el circo de Roma, los conciertos multitudinarios o las concentraciones para saludar al papa. La gente necesita esos espacios para olvidarse, precisamente, de que no somos más que tiempo.
(conste que no he visto un partido entero en mi vida)